Harvey Kendall

Mi padre tenía dos pares de botas. También tenía un par de zapatos, pero esos solo se los ponía cuando mi madre le obligaba a ir a misa los domingos y a funerales y demás. Las botas eran lo que uno llamaría su calzado habitual. Un par era normal, unas simples botas vaqueras resistentes y prácticas de diseño tradicional que le llegaban casi hasta las rodillas, hechas de duro cuero con correas de lona que llamábamos orejas de mula y que colgaban y aleteaban por la parte exterior cuando andaba. Llevaba esas botas los días de trabajo. Era inspector de ganado en las ganaderías locales, y los rancheros de muchas millas a la redonda acudían con su ganado para que fuera examinado y pesado antes de ser enviado al mercado. Saltaba de la cama por la mañana y andaba silenciosamente en calcetines o, cuando madre se levantaba con él, calzado con las zapatillas que ella le había comprado, hasta después del desayuno; entonces se sentaba en el borde de una silla y levantaba y tiraba de aquellas botas hasta enfundárselas y metía los bajos de los pantalones dentro; después se levantaba, se estiraba y decía: «Un día más, un dólar más», lo cual era un poco absurdo porque él ganaba más de un dólar al día, y salía por la puerta con esas orejas de mula aleteando.

Vivíamos a las afueras de la ciudad y en ocasiones se iba con esas botas a los corrales situados detrás de la estación, a una media milla de distancia, y otras veces ensillaba su viejo poni vaquero y partía a caballo y durante el día se paseaba un rato por los corrales y ayudaba a los vaqueros a mover el ganado de un lado a otro, lo cual no tenía obligación de hacer porque no le pagaban por ello. «No puedo dejar que mi caballo Mark se vuelva vago y gordo», solía decir, pero eso solo era una excusa. La verdad es que le gustaba sentir a aquel caballo bajo su cuerpo de vez en cuando y el cosquilleo del polvo que se elevaba hasta la nariz del jinete montado en alto y la diversión de hacer correr a unos cuantos novillos al conducirlos por una entrada difícil. Le recordaba los viejos tiempos, cuando aún era un vaquero que vagaba libremente con una manta enrollada en la silla por todo hogar, antes de que mi madre lo condujera al mismo corral con un sacerdote y lo atara a todas las responsabilidades familiares.

Aquellas botas de cuero eran sus botas de diario, las que llevaba para trabajar. Las otras eran algo muy distinto. No eran tan altas como las primeras, pero tenían tacones estrechos y altos que se inclinaban por debajo en una curva pronunciada, y eran de suave piel de becerro que le entraban como un guante y le cubrían pies y tobillos, y luego se ensanchaban un poco para dejar espacio a los bajos de los pantalones si se doblaban bien y se metían por dentro con cuidado. Las cañas de las botas acababan en curvas a ambos lados, con pequeñas correas de piel que quedaban escondidas dentro, y estaban confeccionadas con trozos diferentes de piel de becerro, de un color marrón más oscuro que la parte inferior, y tenían un ingenioso diseño con un lazo de soga. Llevaba esas botas los domingos después de regresar de la iglesia y en ocasiones especiales, como las reuniones con los de la asociación de ganaderos o cuando cabalgaba con el viejo Mark cerca de la primera línea en el desfile anual del Cuatro de Julio. Le recordaban lo mejor de los viejos tiempos, cuando representaba en los primeros rodeos a cualquier ganadero con el que estuviera trabajando aquella temporada y mostraba a los otros vaqueros procedentes de todo el territorio lo que un hombre podía hacer con un buen caballo y una buena cuerda.

Cuando llevaba esas botas de piel de becerro mi padre siempre se ponía el cinturón que iba a juego con ellas. También era de piel de becerro, y tan ancho que mi madre tuvo que coser nuevas trabillas en todos los pantalones que le compraba. Tenía una hebilla grande y pesada de plata en la que había tres líneas de letras grabadas en el metal. En la primera línea se leía «Primer Premio», en la segunda «Tiro de Lazo» y en la tercera «Cheyenne 1893». Ese cinturón y esa hebilla, bien ajustados en su cintura, acompañando a aquellas botas de piel de becerro, le recordaban lo mejor de aquellos días, cuando estableció el récord de derribo y manea de novillo, un récord imbatido durante siete años, que fue superado posteriormente solo porque acortaron las corridas y cambiaron un poco las normas y el atado rápido resultaba ahora mucho más sencillo.

Cualquiera que sepa algo de niños adivinará cuál era el par de botas que a mí me gustaba. Una de mis tareas habituales cada domingo por la mañana antes de ir a la iglesia era limpiar y sacar brillo a ambos pares de botas con una buena grasa de caballo para mantener la piel en buenas condiciones. Sacaba la grasa y un trapo húmedo y, si mi padre no miraba, me limitaba a repasar rápidamente las viejas botas de cuero para luego dedicarme de lleno a limpiar aquellas botas de piel de becerro, aunque no precisaran mucha limpieza, ya que no las llevaba muy a menudo. En ocasiones, me limitaba a pasar rápidamente el trapo por encima a las viejas botas de cuero, suponiendo que padre no se daría cuenta de que no se las limpiaba bien, y en cualquier caso aquel cuero viejo estaba rugoso y tieso, así que me recreaba con las de piel de becerro y, de repente, levantaba la vista y allí estaba mi padre, mirándome con las cejas fruncidas hasta juntarse sobre la nariz. «Jee-rusalén, chico», decía. «Un días de estos vas a desgastarme esas botas de tanto limpiarlas. Son las otras las que tienes que reblandecer para que no me duelan los pies. Ponte con ellas ahora mismo antes de que te suelte un puntapié».

La mención al puntapié deja entrever una de las razones por las que no me gustaba limpiar esas viejas botas de cuero. Siempre que había hecho algo mal o quebrantado alguna de las normas que mis padres me habían impuesto o había realizado mal alguna de las tareas que se suponía que sabía hacer, mi padre me perseguía, saltaba sobre su pie izquierdo, giraba el pulgar del pie derecho hacia fuera y lanzaba la pierna derecha de manera que el lateral del pie me golpeaba con fuerza y me dejaba el trasero dolorido. Me propinaba un buen puntapié, o dos, o tres, según la gravedad de lo que hubiera hecho y, a veces, cuando era más pequeño, incluso me levantaba del suelo. Casi siempre que lo hacía llevaba puestas esas viejas botas de cuero. Pero, probablemente, eso no tuviera mucho que ver con mis sentimientos hacia ellas. Nunca me enfadaba después de un azote, ni andaba por ahí enfurruñado. Mi padre solo me propinaba puntapiés cuando yo lo veía venir y lo hacía rápido y con esmero, y me decía por qué; luego, para mostrarme que todo había acabado y que estaba dispuesto a olvidarlo, me decía que no me alejara mucho después de cenar y que ensillaríamos al viejo Mark y me dejaría sentarme en la silla y lanzaríamos algunos lazos a un poste para practicar antes de que oscureciera.

La verdad era que no me gustaba limpiar esas botas de cuero porque eran duras, costaba reblandecerlas y estaban anticuadas y muy desgastadas, y además no significaban nada para mí. En cambio, limpiar esas otras botas, las elegantes botas de piel de becerro, significaba mucho para mí. Frotaba aquella piel suave, de un lustre oscuro, y hablaba orgulloso conmigo mismo. No había muchos chicos cuyos padres fueran campeones con el lazo en un territorio donde el lazo era todo un negocio, y un hombre debía ser bueno con él para poder conservar su puesto de trabajo en un rancho. Ningún chico en ninguna parte tenía un padre que hubiera logrado un récord de tiro de lazo imbatido durante siete años, y que seguiría ostentándolo si no se hubieran realizado cambios en las competiciones. Podía mantenerme ocupado con esa piel e imaginar lo que nunca había visto con mis ojos, porque aquello había sucedido antes de que yo naciera. Mi padre montado en el viejo Mark, joven por aquel entonces, firme y erguido en la silla y con un lazo que parecía vivo en sus manos; mi padre y el joven Mark, trabajando juntos, derribando hasta al más violento, duro y astuto novillo con el método rápido y potente que siempre decía que era el mejor. Yo podía ver todos los movimientos porque él me los había descrito una y otra vez; el joven Mark se impulsaba ansioso por ganar velocidad para alcanzar al novillo y sabía lo que hacer en cada momento sin precisar de una palabra o toque de las riendas; mi padre cabalgaba con soltura y relajado formando el lazo bajo su mano derecha y el lazo volaba hacia delante, se abría y caía alrededor de una cornamenta ancha, y entonces Mark frenaba mientras mi padre recogía cuerda y tiraba del lazo; después Mark volvía a ganar velocidad y daba a mi padre la suficiente holgura para soltar por arriba la cuerda hacia el flanco derecho del novillo, y entonces Mark giraba hacia la izquierda con un arranque de potencia y velocidad y la cuerda se tensaba, tiraba hacia abajo del flanco derecho del novillo y torcía la cabeza del animal en un arco hacia atrás, al tiempo que tiraba de sus patas traseras por debajo haciéndolo caer con una voltereta completa para derribarlo dejándolo sin resuello; a continuación, con un solo movimiento, Mark giraba para mirar de frente al novillo y clavaba las patas en el suelo para mantener la cuerda tensa mientras mi padre aprovechaba el impulso del giro para levantarse y bajar de un salto de la silla, aterrizar en el suelo y recoger cuerda con la manea en la mano; luego pasaba esta rápidamente por tres de las patas del novillo, se la arrimaba y la ataba mientras Mark le observaba y mantenía la cuerda tensa y preparada para tirar en caso de que el novillo se revolviera. Luego la destensaba dándole algo de holgura en el momento exacto para que mi padre pudiera soltar el lazo, cuadrarse, mostrar el trabajo realizado y andar con paso confiado hacia Mark sin tan siquiera mirar al novillo ni una vez, como si indicara por la simple posición de la cabeza sobre los hombros que ya había acabado y que allí tenían un novillo maneado para su marcado o perforado de oreja o cualquier cosa que tuvieran a bien hacer con él.

Bueno, lo que estoy contando sobre aquel tiempo tiene mucho que ver con esas botas y ese cinturón y mi padre y el viejo Mark, pero sobre todo con mi padre. Todo comenzó la noche antes de que se celebrara una feria-rodeo en nuestra ciudad. Ese año el comité que gestionaba las fiestas contaba con suficiente presupuesto y había enviado un telegrama a Cal Bennett para persuadirlo a venir a luchar por el premio. Llenaron la ciudad con carteles que anunciaban que el campeón lacero de primera del circuito de las grandes ciudades estaría allí para ofrecer una elegante exhibición y todo el mundo habló de ello durante días. Estábamos acabando de cenar, mi padre, mi madre y yo, reuní el suficiente coraje y por fin dije:

—Padre, ¿puedo llevar tu cinturón mañana? ¿Al menos durante un ratito?

Mi padre se echó hacia atrás sobre el respaldo y me miró.

—¿Qué tienes en mente, chico? Debe ser algo especial.

—Estoy harto —dije—. Estoy harto de oír a los otros chicos hablando todo el tiempo sobre ese Cal Bennett. Además, hay un nuevo niño, y yo intentaba contarle que tú batiste un récord en una ocasión, y no me creyó.

Mi padre continuó mirándome con las cejas fruncidas.

—Vaya, así que no te creyó.

—Eso es —dije—. Si me pongo ese cinturón y se lo enseño entonces me creerá.

—Supongo que sí —dijo mi padre, y se recostó aún más en su asiento, sintiéndose bien, como le ocurría tras una buena comida, y continuó con un tono burlón en la voz—. Supongo que te creería aún más si mañana saliera y lanzara la cuerda en el derribo de res a estilo libre y enseñara a todo el mundo un par de cosas.

Y fue entonces cuando mi madre comenzó a reírse. Se rio tanto que a punto estuvo de ahogarse con el último bocado que masticaba y mi padre clavó sus ojos en ella.

—Jee-rusalén —se quejó mi padre—. ¿Qué te hace tanta gracia?

Mi madre tragó el bocado.

—Tú me haces gracia —respondió—. Caramba, si ya han pasado once años desde la última vez que hiciste algo así. Y ahora estás ahí sentado, casi de mediana edad, con barriga cervecera y hablando de salir y competir contra hombres jóvenes que lo hacen todo el tiempo y ahora te dan veinte mil vueltas.

—Oh, eso crees, ¿verdad? —dijo mi padre, y ahora sus cejas estaban verdaderamente apiñadas sobre la nariz.

—Y también ese caballo tuyo —dijo madre, y este comentario también le hizo gracia—. Es igual. Se está haciendo viejo, gordo y perezoso. Sería incapaz de hacerlo ahora.

—No podría, ¿eh? —dijo mi padre—. Pues para tu información, ser joven y estar lleno de chulería no es tan importante como pareces creer. También cuentan el cerebro y la experiencia, y eso es precisamente lo que necesita un caballo, y eso es lo que tiene este caballo y eso es lo que tengo yo y, como ocurre con montar en bicicleta, eso es algo que nunca se olvida.

Hablaba totalmente en serio, mi madre se dio cuenta y se puso seria también.

—Bueno, de todas formas —dijo ella—, no vas a intentarlo y no hay más que hablar.

—Jee-rusalén —respondió mi padre, y a continuación golpeó con el puño en la mesa con tanta fuerza que los platos saltaron—. Típico de las mujeres. Siempre dando órdenes. Atan al hombre y tiran de la soga hacia abajo para mantenerle con la nariz pegada a una piedra de moler para que haga lo que ellas quieren, y se ponen a dar órdenes en cuanto a su hombre se le ocurre que todavía sirve para algo.

—Harvey Kendall —dijo mi madre—, escúchame bien. He visto cómo casi te rompes el cuello demasiadas veces en esas exhibiciones antes de que nos casáramos. Por eso te hice dejarlo. No tengo intención de permitir que te ocurra nada.

Ambos se miraban desde los extremos de la mesa y después de un rato mi padre suspiró, bajó la mirada y comenzó a empujar su taza de café con un dedo como solía hacer cuando se peleaban.

—Supongo que tienes razón —dijo él, volvió a suspirar y su voz sonó suave—. Era solo una idea. No tiene sentido que nos peleemos por una simple idea —y se volvió hacia mí—. Ponte mi cinturón —dijo—. Todo el día si quieres. Y si tus pies fueran lo suficientemente grandes también podrías llevar las botas.

Por la mañana, mi padre no fue a trabajar porque ese día era fiesta local, así que desayunamos tarde y se quedó sentado en silencio como si estuviera dándole vueltas a algo, al igual que la noche anterior después de la cena. Luego se calzó las botas de piel de becerro y se le veía un poco diferente con ellas sin el cinturón a juego, salió, ensilló al viejo Mark y cabalgó a la ciudad para ayudar con los preparativos. No pude ir con él porque justo antes de irse me dijo que me quedara con mi madre y la cuidara, con lo cual quería decir lo contrario, ya que iba a ser realmente mi madre quien cuidara de mí, y ese era su pequeño truco para que estuviera atado a ella y no me pusiera a dar vueltas ni cometiera travesuras. En cuanto se hubo ido, saqué el cinturón y me lo puse; casi daba dos vueltas alrededor de mi cintura, pero pude ponérmelo de manera que la hebilla estuviera justo enfrente, como debía lucir, y me subí a una silla para admirar esa parte de mi cuerpo en el pequeño espejo que mi padre usaba para afeitarse. Esperé mientras mi madre andaba ocupada con su vestido de domingo y sus retales, haciendo las cosas que las mujeres hacen para parecer lo que llaman a la moda, y luego los dos, mi madre y yo, caminamos la media milla hacia la ciudad y las actividades del día.

Paramos en todos los expositores y vimos quién había ganado los premios de mermeladas y jaleas y de cultivo de verduras y ese tipo de cosas, y pasamos un tiempo mirando los pequeños corrales donde estaba el ganado premiado. Me apoyé en un pie y luego en el otro y chupé caramelos de melaza hasta que se me cansaron las mandíbulas mientras mi madre hablaba con unas mujeres y luego con otras. No tuve ocasión de escaparme a dar una vuelta y enseñar aquel cinturón a los otros chicos, porque ella me vigilaba en todo momento. En tres o cuatro ocasiones nos topamos con mi padre, que se movía atareado por el lugar en sus funciones de juez de ganado y miembro del comité de bienvenida a los foráneos, y entonces paraba, nos decía algo y se marchaba a toda prisa. Estaba disfrutando como siempre hacía en esos eventos, bromeaba con todos los hombres e inclinaba su sombrero a las mujeres, y se iba achispando tras una o dos bebidas con los otros miembros del comité de bienvenida.

Se unió a nosotros para tomar un rápido almuerzo en el hotel. Se volvía a sentir bien y bromeó conmigo diciendo que estaba medio escondido tras aquel cinturón, y en cuanto acabamos la comida nos metió prisa para que fuéramos a las gradas provisionales situadas a un lado del corral principal y así conseguir buenos asientos para el rodeo. Eligió un lugar en la tercera fila, donde siempre decía que se veía mejor y se sentó entre mi madre y yo. Cuando ya llevábamos allí un rato, los dos comenzaron a hablar animadamente con otros a su alrededor y fue entonces cuando tuve ocasión de escabullirme deslizándome por detrás y por debajo de las gradas y marché corriendo a buscar a los otros chicos para poder pavonearme y alardear del cinturón. Salí en su busca más orgulloso y feliz que nunca y los encontré, y tan solo cinco minutos más tarde corría de regreso a la parte inferior de las gradas más furioso y lloroso que nunca. Sabía por dónde tenía que trepar junto a las botas de mi padre para recuperar mi asiento y así lo hice, y él sintió el movimiento contra sus piernas porque las gradas ya estaban llenas; me sujetó y me levantó hasta el asiento junto a él.

—Silencio, chico —dijo—. No queremos que tu madre se entere de que te has ido a dar un paseo.

Giró la cabeza para mirarla al otro lado y vio que estaba ocupada hablando con una mujer, luego se volvió hacia mí y me miró a los ojos.

—Jee-rusalén, chico —dijo—. ¿Qué te preocupa?

—Padre —dije—, no se cree lo tuyo.

—¿Quién no lo cree? —preguntó.

—El chico nuevo —respondí.

—¿Le enseñaste ese cinturón? —preguntó mi padre.

—Sí —dije—. Pero solo se rio. Dijo que era falso. Dijo que probablemente lo encontraste en algún lugar o lo compraste en una vieja casa de empeños.

—¿Que lo encontré? —dijo mi padre. Sus cejas estaban empezando a hundirse y fruncirse en una sola línea, pero el murmullo del público se hizo más fuerte y el espectáculo estaba comenzando ya en el corral grande, que era el ruedo del día—. De acuerdo, chico —dijo mi padre—. Ya haremos algo al respecto cuando termine esta juerga. Quizás le venga bien un buen puntapié. Estate callado ahora, la monta de los broncos está a punto de empezar.

Y dejó de prestarme atención porque estaba ocupado prestando atención a lo que ocurría en el ruedo, pero no tenía allí puesta toda su atención, porque no paraba de tamborilear con los dedos en el asiento de madera y, de vez en cuando, susurraba algo para sí mismo; en una ocasión, lo dijo lo suficientemente alto para que yo le oyera.

—Casa de empeño —dijo, y siguió tamborileando aunque ni siquiera parecía que fuera consciente de que lo estaba haciendo.

En el ruedo estaban pasando un montón de cosas, la clase de cosas que siempre disfrutaba y me entusiasmaban, pero ese día no sentía mucho entusiasmo y entonces, de repente, se produjo un estallido de actividad, las puertas principales del burladero se abrieron y la gente se puso a gritar y vitorear. Un hombre atravesó las puertas cabalgando un grande y hermoso bayo que se sacudía a cada paso que daba como si tuviera muelles en los pies y al instante todos supieron que aquel hombre era Cal Bennett. Era un hombre delgado y alto y se sentaba erguido en la silla; parecía muy joven y al mismo tiempo muy experimentado. Llevaba puestas unas botas de piel de becerro como las de mi padre, quizás no exactamente el mismo modelo pero tan similares que no parecían muy diferentes, y un cinturón ancho como el que yo llevaba, y allí montado relajadamente en aquella silla saltarina como si estuviera pegado a ella, la estampa de aquel hombre era la más espléndida que jamás hubiera visto. Llevaba una soga enrollada en la mano y la sacudió formando un lazo mientras avanzaba y comenzó a girarlo al tiempo que se hacía más ancho y, de repente, lo lanzó hacia arriba y por encima de su cabeza y ahora el lazo giraba alrededor de él y del bayo; entonces volvió a lanzarlo hacia arriba y lo hizo rodar en amplios y anchos círculos delante del caballo, le dio una rápida y leve sacudida con los talones y el caballo saltó hacia delante, y él y aquel caballo pasaron por el centro del lazo, que ahora giraba a sus espaldas. Fue en ese momento cuando el público se volvió loco. Gritaban y aplaudían y pateaban el suelo. Cal Bennett dejó que el lazo cayera sin vida en el suelo e hizo una reverencia a todo el público a su alrededor, se quitó el sombrero ante las mujeres y se lo volvió a poner, recogió la cuerda y cabalgó hacia un lateral donde esperaría para realizar sus verdaderas proezas con el lazo, y la gente siguió gritando y golpeando el suelo con los pies.

Mi padre continuaba sentado allí a mi lado. Vi cómo se enderezaba y levantaba la cabeza; miró a su alrededor, al público enfervorecido y el rostro se le tensó, enrojeció y se encogió, hasta quedar hundido en el asiento totalmente inmóvil. Ya no tamborileaba con los dedos ni murmuraba para sí mismo. Simplemente se quedó quieto allí sentado, mirando el ruedo hasta que el presentador vociferó por el megáfono que el derribo de novillo a estilo libre del campeonato local iba a dar comienzo y, de repente, mi padre se giró y me agarró el brazo.

—Eh, chico —dijo—, quítate el cinturón.

Empecé a desabrocharme torpemente el cinturón, me lo quité y se lo di y él se levantó en las gradas, se liberó del cinturón que llevaba y comenzó a ensartar el enorme cinturón a través de las trabillas especiales que mi madre le había cosido. Al verlo allí de pie junto a ella y lo que estaba haciendo, mi madre dio un respingo.

—Harvey Kendall —dijo—, ¿qué demonios crees que estás haciendo?

—No te metas en esto —dijo mi padre, y la forma en que lo dijo hubiera amedrentado a cualquiera. Se ajustó el cinturón pasándolo por la hebilla y comenzó a bajar al ruedo, abriéndose paso entre la gente de las dos filas de delante. Bajó a la arena, se giró para mirar a mi madre y dijo—: Solo mantén los ojos clavados en el ruedo, y verás algo bueno.

Se metió entre los barrotes de la valla, entró en el ruedo y se dirigió directamente hacia el pequeño grupo de hombres que actuaban como jueces de los eventos del rodeo. Metió la mano en el bolsillo donde guardaba el dinero y sacó dos dólares.

—Me apunto a esta prueba —dijo a los hombres—. Aquí tenéis el dinero de la inscripción.

Todos se giraron y le miraron.

—Espera un momento, Harve —dijo uno de ellos—. Si quieres enseñarnos cómo lo hacías cuando eras joven, nos parece bien. Maravilloso. Será un honor verte. Pero no intentes luchar contra el reloj.

—Cállate, Sam —dijo mi padre—. Sé lo que hago. Limítate a coger el dinero.

Le embutió los billetes en la mano y se giró a toda prisa; para cuando los otros competidores estaban ya en fila, él regresaba con el viejo Mark y con una buena cuerda entre las manos que había tomado prestada. Se colocó en la fila y los jueces escribieron todos los nombres en hojas de papel y los colocaron dentro de un sombrero. A continuación, sacaron uno a uno para decidir el orden de salida y el nombre de mi padre fue uno de los últimos. Permaneció allí entre todos aquellos jóvenes y sus caballos, en silencio y a la espera junto al viejo Mark, simplemente recorriendo la soga con los dedos para comprobar que no hubiera ningún nudo y volviéndola a enrollar con cuidado y precisión, y durante todo ese tiempo la excitación me iba devorando mientras mi madre permanecía en silencio en el asiento de madera con los dedos de las manos entrelazados con fuerza sobre el regazo.

Uno tras otro, los hombres realizaron sus carreras, derribaron a sus novillos y se apresuraron a manearlos utilizando técnicas muy diferentes; algunos ataban las patas delanteras y otros iban directos a las cabezas dando rápidas vueltas al novillo; algunos se arriesgaban con lanzamientos largos para ahorrar tiempo y otros iban a lo seguro y perseguían al novillo hasta tenerlo cerca, y muchos eran buenos y otros incluso más que buenos, pero se veía que ninguno de ellos entraba en la categoría de campeones, y entonces le tocó a mi padre. Avanzó junto al viejo Mark pegado a la cabeza del animal, levantó una mano para rascarle alrededor de las orejas, susurró algo al viejo caballo que nadie pudo oír, volvió a ponerse a su lado y se montó en la silla. Al verle allí, erguido y firme en la silla, ya no pude contenerme más. Salté y me puse de pie sobre el asiento.

—¡Padre! ¡Dales una lección! ¡A todos ellos!

Mi madre tiró de mí para que me sentara, pero ella estaba igualmente excitada, porque le temblaban las manos y allí en el ruedo mi padre no prestaba ninguna atención a nada de lo que le rodeaba. Estaba sentado sobre el viejo Mark, volviendo a comprobar la cuerda y se hizo el silencio por todo el recinto. En uno de los laterales Cal Bennett tiró de las riendas de su bayo para darse la vuelta y así poder observarlo de cerca y, de repente, mi padre dejó escapar un grito:

—¡Soltad a la bestia!

Las barras del pasadizo se levantaron y un novillo enorme y larguirucho salió corriendo al ruedo. Al cruzar la línea de salida el cronometrador dio la señal con su sombrero y el viejo Mark saltó hacia delante. Bastaron tres zancadas para que no quedara ni una sola persona del público que no supiera que aquel caballo sabía lo que se hacía y quizás era un poco más lento que los ponis vaqueros jóvenes que habían estado actuando, pero estaba allí arriba, en la categoría de los campeones, y con su experiencia. El novillo era astuto y comenzó a correr desde un principio y el viejo Mark corrió tras él como un sabueso tras un rastro fresco, manteniendo la distancia justa a la izquierda del animal y cercándolo poco a poco. Mi padre cabalgaba de pie sobre los estribos formando un lazo con la mano derecha, y mientras todavía estaba bastante detrás lanzó el lazo hacia delante como una serpiente, este se abrió sobre la cabeza del novillo, el novillo giró y el lazo golpeó en la punta de un cuerno, cayó sobre el otro cuerno y se soltó.

—¡Jee-rusalén! —rugió la voz de mi padre por todo el ruedo—. ¡Síguelo de cerca, Mark!

El viejo Mark se mantuvo a la cola del novillo siguiendo cada quiebro y giro y mi padre tiró de la cuerda y lanzó otro lazo y este cayó directamente sobre los cuernos y la cabeza; mi padre tiró con fuerza y lanzó la cuerda sobre el lomo derecho del novillo y el viejo Mark giró hacia la izquierda, con la cabeza gacha, preparado para resistir el tirón que se produciría a continuación; el novillo giró como una rueda de carro dando una voltereta, quedó tumbado en el suelo y el viejo Mark giró rápidamente para encarar al novillo y mantener la cuerda tensa; mi padre intentó usar el impulso de ese giro para saltar de la silla, pero se le enganchó el pie en el borrén al saltar y cayó de bruces sobre el polvo. Se levantó, rebuscó la manea entre el polvo, comenzó a tirar de la cuerda tensada intentando correr demasiado rápido, tropezó y volvió a caer. En esta ocasión, se levantó resoplando y con el rostro rojo y continuó corriendo y prácticamente lanzó su propio cuerpo sobre aquel novillo. Le agarró las patas, ensartó las cuerdas de la manea alrededor de tres de ellas, la ató con rapidez y saltó hacia la cabeza del novillo; el viejo Mark soltó algo de cuerda y mi padre aflojó el lazo, luego lo soltó y se irguió. Ni siquiera se giró para mirar al cronometrador. No miró nada de lo que le rodeaba. Solo bajó la mirada a tierra y caminó hacia el viejo Mark. Y mientras caminaba, lentamente y arrastrando los pies, ocurrió la única cosa que podía descalificarlo aunque hubiera marcado un buen tiempo, la peor cosa que podría haber pasado. El novillo había recobrado el aliento y ahora luchaba por levantarse, mi padre había hecho el nudo con tanta prisa que se soltó y con las tres patas sueltas el novillo se liberó, se levantó caliente y furioso y corrió tras mi padre. Quizás fueron los gritos los que le advirtieron del peligro, o quizás fue Mark, que retrocedió unos pasos resoplando; en cualquier caso, se dio la vuelta y vio lo que se le venía encima, esquivó al animal y echó a correr; el novillo le pisaba los talones y, de repente, apareció una cuerda, rápida y baja, que se deslizó por el suelo y el lazo en el extremo se enrolló alrededor de las patas traseras del novillo y se tensó, el novillo volvió a derrumbarse en el suelo y en el otro extremo de la cuerda estaba Cal Bennett montado en su enorme bayo.

La gente volvió a rugir y estaban en todo su derecho, porque el que acababan de ver era el truco más rápido con la cuerda que jamás hubieran visto, y no solo se trataba de una exhibición, sino que era un incidente que podía haber sido grave, pero mi padre no prestó ninguna atención al griterío, ni tan siquiera a Cal Bennett. Simplemente dejó de correr, miró a su alrededor una vez y caminó de nuevo hacia el viejo Mark, lentamente y arrastrando los pies con aquellas botas de piel de becerro llenas de polvo. Alargó la mano y sujetó las riendas y continuó andando. El viejo Mark le siguió y entonces mi padre recordó la cuerda que colgaba del cuerno de la silla y paró; la desató, la enrolló y continuó andando con el viejo Mark tras él, y juntos salieron por la puerta exterior; alguien la abrió lo suficiente para que pasaran ambos y mi padre dejó la cuerda colgada en el poste, luego salieron y caminaron junto a la cerca en dirección a la carretera, los dos solos, mi padre andando como un anciano y el viejo Mark sudoroso con la cabeza agachada. Me sentí totalmente avergonzado de ser yo, de ser un chico con un padre capaz de hacer tanto el ridículo y me entraron ganas de salir a gatas de allí y esconderme, pero no podía hacerlo porque mi madre estaba de pie y me dijo que fuera con ella y comenzamos a bajar por las gradas delante de toda aquella gente. Mi madre mantuvo la cabeza en alto y con la mirada parecía retar a cualquiera que osara decirle algo. Pasó por delante de las gradas y giró por un lateral hacia la carretera y yo tuve que seguirla, intentando no mirar a nadie. Ella corrió un poco hasta alcanzar a mi padre y él siguió mirando al suelo frente a él y no pareció darse cuenta. Sin embargo, durante todo el tiempo él supo que ella estaba allí porque alargó una mano y ella la sostuvo y caminaron juntos por la carretera hacia nuestra casa de esa manera, sin que ninguno dijera ni una sola palabra.

El resto de la tarde la tristeza invadió nuestra casa. Mi padre permaneció en silencio como si se hubiera olvidado de las palabras. Después de ocuparse de Mark, entró en casa, se quitó las botas de piel de becerro y las lanzó al armario del vestíbulo con el otro par, se puso las zapatillas, salió y se sentó en los escalones traseros. Mi madre simplemente permaneció en silencio. Trasteó un rato en la cocina y me pareció que estaba horneando algo, pero en esta ocasión aquello no me interesó. No quería estar cerca de mi padre, así que me senté en los escalones delanteros afilando algo y mordiéndome los nudillos y sintiéndome un desgraciado. Estaba furioso por lo que me había hecho, me había avergonzado de tal manera que el resto de chicos tendrían algo con lo que atormentarme y además el chico nuevo nunca creería una sola palabra sobre él. «No es nadie», me dije. «Solo es un fracasado, eso es todo».

Luego nos sentamos a cenar y comimos callados como antes. Mi madre había cocinado las cosas que más le gustaban a mi padre, lo cual resultó ser un desperdicio porque tan solo picoteó un poco. Finalmente levantó la mirada hacia ella, le sonrió con tristeza, bajó la mirada y se puso a empujar su taza de café.

—Te dije que ibas a ver algo grande en el ruedo —dijo—. Y vaya si lo has visto.

—Sí —dijo mi madre—. Lo he visto —vaciló unos segundos y luego encontró las palabras—. Y he estado en muchos de estos espectáculos y nunca he visto a un novillo tan duro y resistente como ese.

—No fui yo —dijo mi padre—. Fue Mark.

Se levantó de repente y volvió a salir a los escalones traseros.

Un poco después, mientras yo estaba otra vez sentado en los escalones delanteros, vi algo que hizo que diera un respingo y que mi corazón latiera con fuerza. Lo que vi fue un bayo enorme que se acercaba por la carretera y que giraba hacia nuestra casa, y allí montado relajadamente en la silla estaba Cal Bennett.

—Hola, chaval —dijo—, ¿está tu padre por aquí?

—Está en la parte trasera —dije.

Cal azuzó al bayo y comenzó a rodear la casa; de repente, salió de mi interior y tuve que gritárselo:

—¡No te atrevas a burlarte de él! ¡Antes fue mejor que tú! ¡Batió un récord que nadie pudo superar!

Cal Bennett tiró de las riendas del caballo para girarse y se inclinó hacia mí; sus ojos eran de color claro y brillantes y me miraban fijamente.

—Lo sé —dijo—. Yo no era mucho mayor que tú cuando le vi hacerlo. Eso fue lo que me convenció para empezar a practicar.

Se enderezó en la silla y rodeó la casa. Me quedé sorprendido por sus palabras y no pude evitar seguirle. Cuando doblé la esquina trasera de la casa vi a mi padre sentado en los escalones y levantando la mirada mientras Cal Bennett, montado en ese enorme bayo, miraba abajo, y estuvieron así un tiempo que pareció bastante largo en silencio.

Mi padre se movió un poco en los escalones.

—Muy amable por tu parte venir a verme —dijo, su voz sonaba tensa y cautelosa—. Olvidé agradecerte esta tarde que me quitaras de encima a ese novillo.

—Tonterías —dijo Cal Bennett—. No ha sido nada. Tú mismo lo has hecho en más de una ocasión. No hay ningún hombre que haya trabajado con ganado que no lo haya hecho más de una vez por algún compañero en las praderas.

Siguieron mirándose y la tensión que había en el rostro de mi padre durante las últimas horas empezó a relajarse, y cuando volvió a hablar su voz sonó de nuevo calmada y amigable.

—Parece que la lie un poco hoy en el ruedo, ¿verdad?

—Sí —dijo Cal Bennett—. Desde luego animaste un poco el espectáculo.

Dejó escapar una risotada y, de repente, mi padre también se rio y los dos se miraron sonriendo como un par de chiquillos.

—Por lo que he oído —dijo mi padre—, eres bueno. Eres condenadamente bueno.

—Sí —dijo Cal Bennett, y su voz sonó relajada y natural, no sonó a alarde en absoluto—. Lo soy. Soy tan bueno como lo fue hace algunos años un hombre llamado Harvey Kendall. Quizás incluso un pelín mejor.

—No dudo que lo seas —respondió mi padre—. Sí, no lo dudo en absoluto —apoyó los codos hacia atrás en los escalones—. Pero no has venido hasta aquí solo para cotillear, por muy agradable que pueda resultar.

—No —dijo Cal Bennett—. Tienes razón. He estado pensando. El negocio de los rodeos está bien para los hombres jóvenes mientras lo son, pero no te puedes labrar un futuro con ello. De todas formas, esto se está convirtiendo cada vez más en espectáculo de malabares para el público y menos en exhibición de destreza con el lazo. He estado ahorrando dinero. Con lo que he sacado en la ciudad hace un rato ya he reunido la cantidad que necesitaba. Ahora tengo pensado comprarme un pequeño terreno en algún lugar de este territorio y criar ganado e intentar producir buenos terneros.

—Sigue hablando —dijo mi padre—. Es muy inteligente lo que estás diciendo.

—Pues bien —dijo Cal Bennett—. Se me ocurrió que sería buena idea pedirte que me ayudaras a poner en marcha el rancho.

Mi padre se irguió en los escalones, ladeó la cabeza y miró hacia arriba.

—Dime algo, Bennett —dijo—. ¿Hay alguna mujer mezclada en todo este asunto?

—Sí —dijo Cal Bennett—. La hay.

—Y ella quiere que no te juegues tu cuello joven y alocado haciendo figuras con una cuerda delante de un montón de gente gritando.

—Sí —dijo Cal Bennett—. Así es.

—Y ella tiene razón —dijo mi padre—. Y, ahora, respóndeme a otra pregunta. ¿Por qué has acudido a mí?

—Fácil —respondió Cal Bennett—. He estado preguntando por la zona durante algunos meses. Averigüé unas cuantas cosas. Descubrí que hay un nombre en la lista de ganaderos suministradores que es aceptado en cualquier lugar por el que pasa el ferrocarril sin más preguntas, y ese nombre es Harvey Kendall. He oído lo que dice la gente a muchos kilómetros a la redonda, que si buscas un buen ganado y un buen consejo sobre cómo criarlo, ese mismo hombre te lo ofrecerá. He oído decir que ese hombre nunca causó mal a otro hombre y jamás lo hará. Les oí decir…

Mi padre levantó una mano para callarle.

—Uf, ya basta —dijo mi padre—. Tampoco es necesario que me entierres en halagos. Por supuesto que haré todo lo que pueda por ayudarte. Ya lo sabías antes de empezar con toda esa palabrería. Baja del caballo, siéntate sobre estas tablas y cuéntame exactamente lo que tienes en mente.

Y allí se quedaron los dos hombres, uno al lado del otro, sentados en los escalones y hablando en voz baja y amigablemente, y el bayo se alejó lo suficiente para encontrar unas cuantas matas de hierba junto a la cerca de nuestro pequeño prado y bufar suavemente por encima de la cerca al viejo Mark, y yo me quedé de pie junto a la esquina de la casa embargado por un extraño sentimiento. Por algún motivo, temía molestarlos, ni tan siquiera quería que vieran que estaba allí y retrocedí sigilosamente y volví a doblar la esquina, preguntándome qué me ocurría, y entonces supe lo que verdaderamente quería hacer. Entré por la puerta principal y pasé junto a mi madre, que estaba sentada en silencio en el salón con nuestro viejo álbum de fotos en el regazo, y me dirigí directamente al armario del vestíbulo. Apenas miré aquellas botas de piel de becerro, aunque estaban llenas de polvo y necesitaban un cepillado urgente. Saqué las viejas y desgastadas botas de cuero, cogí la grasa de caballo y un trapo húmedo y me dirigí a la puerta trasera, donde podía sentarme en un taburete y escucharlos hablar, y en esa ocasión me esmeré con aquellas botas. Quería que aquel cuero viejo y duro fuera lo más cómodo y flexible posible para sus pies. Quería hacer que aquellas botas relucieran.

Jack Schaefer (1907-1991)