Calor amarillo

—Mamá, mamá, mañana por la mañana despiértame antes de que amanezca —dijo el niño.
—¿Y si no te despiertas?
—Si no me despierto, clávame una aguja. Tírame de los pelos. Pégame.
En la cara pálida de la menuda mujer, sus vivarachos ojos negros brillaron de alegría.
—¿Y si sigues sin despertarte?
—Pues me matas.
La mujer lo cogió en brazos y lo estrechó contra su pecho:
—¡Alma mía! —exclamó.
—Si no me despierto… —el niño se quedó pensativo y añadió—: ponme guindilla en la boca.
Su madre, con los ojos húmedos, lo besó y lo estrechó de nuevo tiernamente contra su pecho.
El niño volvió a repetir:
—¡Oye, si no me despierto, me pones guindilla en la boca, eh!…
—¡Alma mía!
—Que la guindilla sea muy picante.
Se pone caprichoso, patalea y grita sin parar:
—Guindilla picante. pimienta roja… Que me abrase la boca… Un fuego… Que me despierte rápido… Enseguida…
Se suelta de la mano de su madre, sube a toda velocidad al chamizo y se mete en la cama.
Una noche sofocante de verano… En el cielo, unas pocas estrellas apagadas y la luna redonda y enorme… La cama huele a sudor ácido.
No para de dar vueltas a un lado y a otro. Luego toma una decisión: «Me quedaré despierto hasta mañana». Está contento. Por la mañana, en cuanto su madre diga «Osman», se levantará y se arrojará en sus brazos. ¡Vaya sorpresa que se llevará su madre!, se dice brincando de alegría en la cama. Pero la alegría se le pasa rápido, y el miedo se le cuela dentro: «Y si me duermo». No para de repetirse: «No me duermo, que no. ¿Por qué voy a dormirme? ¿Por qué hay que dormir?».
Al poco, su madre se acerca a la cama y se acuesta a su lado. Lo acaricia y le dice:
—Hijo, ¿estás dormido?
Osman se queda callado como un muerto. Su madre lo abraza y lo besa. Por el corazón de Osman fluye algo cálido parecido a las lágrimas, a la ternura, al amor y a la amistad. Está esperando la mañana. Qué sorpresa va a llevarse su madre. Cómo va a quedarse cuando se despierte por la mañana temprano.
La madre ya se ha dormido. Osman no para de dar vueltas en la cama. Se le cierran los ojos, pero no se abandona tan fácilmente.
Se incorpora y contempla la cara de su madre, que respira profundamente. Su cara resplandece blanquísima a la luz de la luna. Sus hermosas trenzas ahora parecen más negras. Largas trenzas enroscadas sobre la blancura de la almohada. Las trenzas brillan. Se queda largo rato contemplando su blanquísimo rostro y sus cabellos. Luego se le vence la cabeza, que cae sobre la almohada.
A media noche, la luna ya está muy alta, y hay tanta claridad que parece de día. Bajo el chamizo se escucha el rechinar de los dientes de la vaca, que está rumiando echada en el suelo. El sueño aprieta fuerte. Está a punto de dormirse. Aprieta los dientes. Se muerde los brazos. Haga lo que haga, el sueño lo envuelve como el agua de una crecida. Se enfada, luego sonríe. Se enfada, sonríe. Por la mañana se arrojará en brazos de su madre, abrazará a su madre…
La luna desciende hacia la llanura que se abre al oeste, como si tocase la tierra. Dentro de poco, se teñirá de rojo y se ocultará.
Por detrás de las montañas que se alzan al este, surge un fino haz de luz blanca que va clareando lentamente las cimas de las montañas. Mugen las vacas, y en el pueblo todo comienza a animarse.
La madre está arrodillada a los pies de la cama de su hijo y lo contempla ensimismada.
La cabecita del niño se ha deslizado junto a la almohada, tiene el cuello muy fino y pálidas las facciones. El niño ni respira. Casi no se distingue su carita en la penumbra. La madre no para de suspirar.
 
 
El niño sacó fuera un brazo. Era tan fino como el pulgar. La piel arrugada parecía descolgársele del hueso. La madre no apartaba sus ojos del brazo.
Luego suspiró profundamente:
—Ay, hijo mío!
Se estremeció. Vacil6. Dejó al niño y se levantó. La luna proyectaba su sombra sobre los juncos de la cabaña.
La madre, furiosa, se dijo: «No lo despierto. Qué más da si tenemos que morirnos de hambre. ¿Qué vamos a sacar del trabajo de un
niño?»
No consigue apartar los ojos de su bracito. Se sorprende de no haberse dado cuenta hasta entonces de lo flaco que estaba el crío.
«Qué más da si tenemos que morirnos de hambre».
Mordió con rabia sus largas trenzas.
Su marido gritó desde abajo:
—¿Aún no se ha despertado?
La mujer, con voz dulce y suplicante, respondió:
—¿Qué le quieres al niño? Aún no levanta un palmo. Sus huesos no resistirán, está tan delgado..
—Hoy tiene que despertarse. ¡Te digo que tiene que despertarse! Que trabaje, que no se haga un vago. ¡Que se haga un hombre!—insistió malhumorado.
—Tiene los brazos tan finos que…
Se detuvo junto al niño. Su corazón se rebelaba a la sola idea de despertar al crío, ligero como una pluma, y mandarlo a trabajar con ese calor crepitante.
La voz malhumorada que venía de abajo dijo:
—Despiértalo. Dale una bofetada. Hemos dado nuestra palabra a los amos. ¿Dónde van a encontrar a otro niño a estas horas?
—Oye, marido, mi corazón no lo soporta. Es tan pequeño… ¿Es que vamos a hacernos ricos porque él trabaje?
—Si no se acostumbra a trabajar ya… —replicó el hombre.
La mujer acarició el pelo del niño y le dijo en voz baja:
—Osman, hijo, Osman, levántate. Levántate hijo mío. Ya es de día.
El niño gimió y se dio lentamente la vuelta.
—Osman, hijo mío, que ya está amaneciendo…
Cogió al niño de los hombros. Lo levantó con todo cuidado… Como si pudiera caerse y desmadejarse… Lo volvió a acostar.
—No se despierta, oye, no se despierta. ¿Qué quieres, que lo mate?
Bajó con ligereza del chamizo, que osciló como una cuna.
El hombre se enfureció:
—¡Vete al diablo con él! ¡No se ha despertado!
—No se despierta, oye, ¿qué quieres que haga?
El hombre saltó a la escalera hecho una furia, Subió al chamizo, agarró al niño de los brazos y lo levantó. El niño era como un lebratón que colgaba inerme de sus manos. Gritó «¡Mamá, mamá! mientras se debatía, medio dormido aún, El hombre sacó al niño y lo soltó a los pies de su madre, en medio del polvo del patio.
La mujer no podía apartar los ojos del niño:
—¡Dios mío, que los hijos no caigan en manos extrañas!
Lo cogió con presteza del suelo y lo estrechó contra su pecho. El niño abrió unos ojos como platos y miraba sin comprender nada. Trajo agua fría y le lavó la cara.
El niño se espabiló:
—¡Mamá!
—¡Hijo de mi alma!
—¿Me has puesto guindilla en la boca?
En aquel momento llegó el carro del agá Mustafa y se detuvo frente a la puerta.
—Osman…
Osman se fue corriendo y sal tó al carro. Desbordaba de alegría y se puso a cantar.
La madre confió en un aparte a Zeynep, que trabajaba a jornal en casa del agá Mustafa:
—Te lo suplico, Zeynep, cuida de Osman, es tan niño… Está en los huesos…
—No te preocupes, hermana, que ya me ocuparé yo de que no le pase nada malo.
Llegaron a los campos de labor. Aún no había salido el sol. Las gavillas, todavía húmedas de rocío, permanecían alineadas al pie de la cosechadora. Olor a hierba y a trigo húmedo. Engancharon el caballo a la narria y comenzaron a cargar las gavillas; en lugar de un par de caballos, solo tiraba uno. Osman sujetaba de la cabeza al caballo; nada más llenarse la narria, raudo como un pajarillo iba y venía sin cesar a las eras.
Los que cargaban la narria bromeaban con Osman.
—¿Qué tal Osman?
—¡Bravo, Osman!
Osman estaba contento…
De improviso, el sol salió tras de las montañas como una bola de fuego muy roja… De las gavillas y los tallos de trigo se elevaba, lentamente, una bruma ligera y casi imperceptible. En el cielo comenzaron a formarse, poco a poco, unas nubecillas blancas.
Osman no paraba de ir y venir entre las eras y las gavilladoras. Estaba pletórico y lleno de vida.
Zeynep, cada dos por tres, decía, acariciando a Osman:
—¡Hala Osman! ¡Estás hecho un león!
 
 
El sol se alza por encima de la cumbre. La claridad inunda el horizonte. Los tallos de trigo y las gavillas relucen con el sol. Los rayos de luz parecen apagarse, girar y revolotear de uno en uno, a miles, a cientos de miles. De los rostros de las gavilladoras, cubiertos de polvo, chorrean surcos de sudor. Todo arde alrededor.
Osman está más moreno, su rostro parece aún más afilado, y apenas se distinguen sus grandes ojos, casi cerrados… Tiene la camisa empapada de sudor…
Qué queda del ímpetu de la mañana… Ahora Osman va dando traspiés al caminar. En cualquier momento puede caerse bajo las pezuñas del caballo… Osman trata de mantenerse en pie.
El suelo parece hierro candente. Cada vez que apoya el pie, da un respingo. Así que su manera de andar es un poco rara.
Mientras llega la narria, las gavillado ras se tumban a descansar a pleno sol sobre las gavillas.
Osman no para de mirar al cielo… Una nubecilla… A veces pasa, fugaz, la sombra de una nube blanca… Los ojos se le van detrás de la sombra de la nube…
El sol en la cumbre… Crujen las espigas. La tierra, agrietada y ardiente, bajo los pies de Osman… que brinca sin cesar.
Osman trata de aguantar. Fuego por abajo; fuego por arriba. Como si le hundieran un hierro al rojo en los pulmones…
Calor… Todo deslumbra… Los ojos no distinguen nada a diez metros.
 
 
Zeynep se volvió desde lo alto de las gavillas y miró a Osman. Se dio cuenta de que le fallaban las piernas.
—Osman —le dijo—, Osman, Osman, hijo, no sigas yendo y viniendo a pie, voy a subirte al caballo.
Lo levantó y lo subió a lomos del caballo, pero no se le paró el temblor de las piernas. Iba y venía montado en el caballo. Zeynep ataba las gavillas a lo lejos. Osman saltó del caballo y fue a pie hasta donde estaba Zeynep.
—¿Por qué has dejado solo al caballo, Osman? ¿Y si se escapa?
Osman se acercó y le cogió la mano:
—Mira, tía Zeynep–le dijo— cuando sea mayor te compraré unos pendientes de oro.
Y se volvió corriendo junto al caballo.
 
 
El calor es asfixiante. El aire está detenido, no hay ni un soplo de viento. Aunque va a caballo, a Osman le duelen las piernas, ya ni las siente. En cualquier momento, puede caerse. No distingue nada a su alrededor. Osman no guía al caballo, es el propio caballo el que va y viene.
 
 
Entre tanto llegó el descanso del mediodía. Comer bajo el sol… El agua estaba templada, como si fuera sangre. Todas las súplicas de Zeynep no lograron que Osman probara bocado. Estuvo todo el tiempo bebiendo agua.
A Zeynep se le ocurrió echarle un cubo de agua por la cabeza, y el niño pareció recuperarse.
Cuando se levantaron para volver al trabajo, Zeynep le dijo:
—Osman, hijo, no te levantes, que otro lleve el caballo.
—No, tía Zeynep, yo lo llevaré, no estoy nada cansado.
Cuando le quitaron el caballo de las manos, Osman se sentó sollozando:
—No estoy cansado, lo juro que no estoy cansado.
Entonces intervino una vieja:
—¡Subid al mocoso ese al caballo… y que se caiga bajo sus patas, y lo haga pedazos!
Osman replicó:
—¡Lo juro que no me caigo, de verdad que no me caigo! ¡No estoy cansado!
Lo subieron, y a las tres vueltas empezó a marearse. Trataba de aguantar.
Pero llegó un momento en que se quedó tumbado sobre el lomo del caballo, agarrándose a sus crines. Zeynep se dio cuenta de lo que ocurría y cogió a Osman de lo alto del caballo. Osman había perdido el conocimiento. Lo llevó hasta donde las gavillas y lo acostó:
—Hijo —le decía—, hijo, qué testarudo eres…
Después Zeynep volvió a traer agua y se la arrojó sobre la cabeza. Como estaban a pleno sol, le hizo sombra con su propio cuerpo. Osman volvió en sí al cabo de un rato. Hasta que legó la hora de irse, estuvo contemplando las labores con los ojos vacíos, acurrucado como una bola en la gavilla en que lo había dejado Zeynep. Se sentía tan avergonzado que era incapaz de levantar la vista del suelo.
Al terminar la faena, Zeynep cogió a Osman de la mano y lo subió al carro. Osman parecía un saquito de patatas.
—Osman, hijo, hoy has trabajado mucho. El agá Mustafa te dará tu paga y más…
Osman, confundido, preguntó:
—¿Dices que va a pagarme?
—Has trabajado mucho.
Osman pareció animarse.
 
 
Toda la familia está reunida afuera, comiendo frente a la puerta de la casa. Al otro lado hay un carro con los caballos enganchados. Tienen la cabeza hundida entre la hierba fresca, y se escucha un runrún, como si la estuvieran devorando. El olor a hierba fresca lo invade todo.
Anochece. Osman está donde los caballos. Está ahí plantado, desde que han regresado de los campos. Impaciente, con la mirada fija en los comensales. Pero los comensales no han reparado en él.
Osman está esperando. Al final, ya no puede más y tose. Osman no para ni un momento. Coge una rama del suelo y la rompe para hacer ruido. Los comensales ni se enteran. Luego con la rama partida comienza a trazar líneas y círculos en el suelo. Se pone a raspar el suelo con la rama con toda su fuerza. El ruido del fuerte roce del palo en la tierra… No consigue lo que se proponía. Los comensales están hablando y bromeando. Osman se impacienta. Sigue raspando el suelo con la rama. Borra las rayas con el pie. Con la punta de la rama en el suelo… Empieza a correr dando vueltas en torno al palo. Luego se olvida de los comensales y se abstrae en sus juegos. Dibuja, dibuja y luego lo borra.
De repente se oye un grito… Se le ha caído la rama que tenía en la mano. Se ha quedado de piedra.
Querría dejarlo todo y escaparse, pero no puede.
La mujer del agá MustafA, sorprendida, , exclama:
—¡Dios mío! ¡Osman! Pero si es Osman… ¡Ven, Osman!
Osman no se mueve del sitio.
—¡Ven Osman, hijo, siéntate a comer!
Osman permanece indiferente, sin responder.
—¿Te ha enviado tu madre?
Osman permanece con la cabeza gacha, mirando al suelo.
—Pero estás bobo o qué, ¿por qué no te has ido a tu casa al volver del campo? Ahora tu madre te estará buscando, estará inquieta.
Se inclinó hacia su marido y le dijo algo. Los comensales se rieron.
Osman en lo único que pensaba era en escaparse, lo pensaba pero era como si estuviera clavado en el suelo.
El agá Mustafa dijo:
—Pero, bueno, si me he olvidado de darle a Osman su paga…
Sacó el monedero y le ofreció una moneda de veinticinco. Osman agarró la moneda en un abrir y cerrar de ojos. Soltó un «Con Diooos»
y se largó.
Volvió corriendo a su casa y, casi sin aliento, se arrojó en brazos de su madre:
—¡Toma! —le dijo.
La madre se pasó tres veces la moneda de veinticinco en torno a la cabeza y luego se la llevó a los labios.

Yaşar Kemal (1923-2015)