Juego para no esperar

Hay un servicio policial que exaspera hasta máximo al inspector más veterano; cansado, agotador cuando precisamente lo que hay que hacer es nada. Es la espera, o a la espera, que dicen ellos. Plantones, y paseatas abundan en los hábitos policiales. La espera es algo más raro, aunque tampoco infrecuente. Consiste en ocupar un local, un domicilio una estafeta en el argot policial y una vez allí, esperar que vaya alguien o algunos, que a veces se sabe quienes son y a veces son una sorpresa.

Hay que empezar con sumo sigilo y las órdenes judiciales pertinentes. Se ocupa simplemente si está vacío, o se detienen a los que están allí, procurándoles otro alojamiento. Todo ello, sin que los vecinos se den cuenta y luego mantener el juego los días y las noches necesarias hasta que el pájaro aparezca por el nido. ¿Cuándo?, ¿cómo?, ¿de qué manera? ¡Ah, hermanos, esperando se sabe y esperar en un piso que se supone vacío, o ausentes los ocupantes tiene sus inconvenientes. Como decía Luis Arenos a Sisa Tórnente, la chica de Armas y su adorado tormento, cuando ésta le exigió explicaciones sobre el anuncio de una larga ausencia que no era ausencia, pero que…

—Si es de día, se trampea bastante bien. Uno echa una siestecita mientras el otro vigila, se leen los periódicos o los libros, se puede hablar con precauciones, fumar y hasta darle al bocata que metemos en la gabardina. Pero a la noche las pasas canutas. No puedes encender luces, hacer ruidos desacostumbrados, charlar a modo, ni fumar para que el olor no te delate. Hay que estar quieto, sentado o tumbado, esperando los ruidos, junto a la puerta, para echar un vistazo por la mirilla, y…

—¿Y por qué tienes que hacer todo eso? —preguntó Sisa, que atareada con unas cigalas había escuchado a medias.

—¡Bendito Dios! ¿Qué tienes en esa cabeza!

—Talento. Empieza otra vez y habla con más propiedad.

—Eso, y mientras yo hablo te pones morada de cigalas—. Pensaba que no te dabas cuenta.

—Me doy.

—Pues come y habla. ¿Es que los policías no podéis hacer dos cosas al mismo tiempo?

Arenos se lo pensó y decidió no meterse en belenes. De modo que se dedicó a las cigalas y fue la chica la que resumió el asunto.

—Vamos a ver si he entendido. Tienes que meterte en una casa, para esperar a Carmelo Basurto.

—¿Quién te ha dicho que es Carmelo Basurto?

—¡Vamos, cordero! Desde que el Carmelo se escapó, hace siete días, a la puerta de los Juzgados, no haces otra cosa que hablar de él. Hasta durmiendo.

—Eso no es cierto. Durmiendo no hablo.

—Bueno, ya has confesado. ¿Qué pasa con el Carmelo?

—Que no aparece, que es un asesino, y que todos los días piden mi cabeza desde las alturas.

—Que le den morcilla a las alturas.

—Amén. Pero tengo que encontrar a Basurto antes de que se cargue a uno de los nuestros.

—¿A quién?

—A mí, precisamente. Me la juró por éstas el día que le detuve.

—Si tuvieras que preocuparte por todas las amenazas… —No me preocupo, pero tomo más precauciones. Y una de ellas es detenerle.

—¿Y qué quieres que haga yo?

—Esa es la fija. No quiero que hagas nada, absolutamente nada.

—¿Por qué me cuentas el caso entonces? Siempre que lo haces es una forma disimulada de que te eche una mano.

—Ahora, no. Y si te lo cuento es porque es posible que tengamos que estar sin vemos una semana o dos, ¿quién sabe? Te prevengo reina.

—¡Que vamos a estar sin vernos una o dos semanas! No se acepta.

—El deber y todo eso, cordera.

—Que le den morcilla al deber.

—Amén, otra vez; pero tú no puedes venir conmigo. Y si yo me paso doce horas de vigilia, turno de noche o turno de día, luego tengo que dormir otras tantas.

—Tú y yo hemos trabajado juntos en algo más difícil que detener a un mangante.

—No es un mangante; es un asesino, y no es que sea difícil, pero es aburrido, monótono y pesado. Hay que hacer una sola cosa: esperar, esperar y esperar. No encender luces de noche, no hacer ruidos, que nadie sospeche que hay alguien dentro. Horas y horas escuchando los ruidos de la escalera, oteando por la mirilla, con la vaga esperanza de que aparezca por allí, que ni siquiera es seguro. Aguantar los nervios, contar ovejas y tener la intuición suficiente para hacerse el sordo si el que llama es el cartero, una chica guapa o un cura. ¿Te ves tú en este tinglado?

—Podría entretenerte haciendo «streptease»; aprovecharía para hacerte un jersey. En todo caso, eres el jefe del Grupo. ¿No puedes mandar a tus inspectores?

—No te voy a contestar a eso, Sisa.

—Supongo que no. Pero ilústrame al menos. ¿Qué tiene esa casa de particular?

—En ella vive un viejo amor de Carmelo.

—¿Hermosa?

—Según se mire, pues es un chico. Nos costó mucho encontrar el indicio. Muy pocos sospechan siquiera que Carmelo sea homo, incluso puede ser una pista falsa, pero es lo único que tenemos.

—Ponle cola al chico.

—Ya lo hicimos, pero lo dejamos, porque en ciertos ambientes se destaca demasiado.

—¿Y qué harás con el mancebo?

—Lo hemos detenido ya y se encuentra en un hotel, vigilado y aislado. No es una detención precisamente, sino una precaución.

—¿Y él lo acepta?

—Le he dicho que Carmelo sospecha que él se chivó y que juró matarle.

—¿Es que va a matar a medio mundo?

—Es como comer cigalas; entra en el gusto y…

—Animal.

Y así fue como una enfadada Sisa Torriente fue a visitar al Jefe de la Brigada Judicial. La chica sólo tuvo que bajar unos pisos, desde el quinto de su negociado al bajo de la Brigada.

—Carlos, tienes que hacer algo —fue la frase de saludo.

—Claro que sí. ¿El qué…?

—Dar a otro el servicio que tiene Luis.

—¿Cuál de los siete u ocho que tiene entre manos?

—Ese de meterse en un piso de un homo para esperar a un asesino. Si tú crees que yo voy a pasarme quince días sin mi ración de tío, os equivocáis tú y él.

—Sisa; no te entiendo ni palabra. ¿De qué estás hablando?

Carlos Treviño, el jefe de la Brigada sentía cierta debilidad ante y por aquella chica, desde que en una ocasión le salvó la vida. Pero también la tenía pánico. De ser una simple auxiliar de oficinas, un indudable talento deductivo, una originalidad sin límites, y un valor a toda prueba, la habían convertido en un ídolo de la policía; pero Carlos sabía que Sisa se dejaba trozos de alma y pellejo en cada caso —y eran varios en los que había intervenido— y no quería cargar con la responsabilidad de que algún día la dieran pasaporte para un lugar sin regreso.

—Pues te advierto que tomaré las medidas para impedirlo.

Y la airada chica se marchó dando un portazo, dejando perplejo al comisario, que, indudablemente, razonaba más despacio. Cuando Luis Arenos se acercó a su grupo para repartir papel, lo mandó llamar.

—Oye, Luis; esa Iocatis a la que llamas cordera ha estado aquí profiriendo amenazas. No he entendido ni palabra. ¿Qué asunto es ese que la encocora?

—Debe ser el de Carmelo Basurto. Puesto que no hay otra forma, voy a montar una espera en casa de un amiguito.

—Y tú, bocazas, se lo has dicho a ella, ¿no?

—¡Qué remedio! La espera puede ser larga y es posible que estemos días enteros sin vernos.

—Ya entiendo —gruñó Carlos—. Pero eso tendría que preocuparte a ti, no a ella.

—Yo también tengo mis cualidades, jefe.

—No me llames jefe y procura calmar a esa fiera. Ha dicho que tomará las medidas necesarias para impedirlo. Habla ya como el gobernador civil. ¿Tú crees que…?

—No sé lo que creo. Veré lo que puedo hacer con ella.

—¡Por Dios, Luis! Mantenla lejos del caso. Si le pasa algo a Sisa tú y yo nos tendremos que suicidar.

—Yo, dos veces. Pero lo que hay que hacer, se hace, Carlos. —¿Quién dijo eso?

—Alguien; un idiota jugando a capitán Araña. Carlos, si voy a estar de espera, procura mantener lejos de la Brigada a Sisa.

—¿Y cómo? Manda más que yo. A esos gaznápiros les pide que laman el suelo y lo lamen.

—Es tu problema.

El comisario dijo en forma gráfica lo que podía hacer el inspector jefe con los problemas y lo hizo de forma que escandalizó a todos los que estaban en el pasillo.

Horas más tarde, un atribulado Arenos, trataba de sofocar posibles rebeliones, comprobando más asustado todavía que la chica de Armas no ofrecía rebelión alguna.

—¿Qué estás tramando, Sisa?—Inquirió, desconfiado.

—Nada, corazón; tú me dices que espere y espero, como Ariadna.

—¿Quién era la tipa?

—La mujer de Ulises. Esperó a su marido largos años, tejiendo y destejiendo un cobertor o una manta. De noche, deshacía lo que hacía de día. Y así…

—¡Calla, que me atabalas! Sisa, te hablo en serio. Este asunto de Carmelo no necesita tu privilegiado cerebro. Es un caso de rutina, paciencia y pies planos. De modo que no incordies; quédate quieta.

—Sí, Ulises.

Fue todo lo que Luis Arenos pudo sacar; un respetuoso: sí, Ulises, fuere el tipo que fuere, más bien un perdulario.

* * *

Aquella misma noche, el Inspector Jefe de Homicidios y el inspector Azúe montaron el primer turno de la espera, en un coquetón ático de la calle Mandri, adornado con posters gay que sonrojaron a Azúe, antiguo seminarista. El estudio, de una pieza con los servicios, parecía lo que era: un nido.

—¿Has visto, Luis…?

—No hables muy alto, Felipe; ni te muevas innecesariamente. Si alguien viene, arrimaré la oreja a la puerta para saber si hay alguien.

—Sí, pero esto es un ático sobre ocho pisos más; usará el ascensor, digo yo.

—¿Y si no lo usa?

—Llegará resoplando.

—No, si se tienen veinte años y pulmones de acero.

—¿Un mariquita…? ¡Bah!

—Felipe; los tipos más duros y crudos que he encontrado eran homosexuales.

—Ya vi la película de Al Pacino, pero me pareció exagerada.

—No lo era, por lo menos para aquella gente. ¿Qué estará haciendo Sisa?

—¿Eh? ¿Qué dices?

—Te hablo de Sisa, tarugo.

—Eso entendí. Pero ¿qué pinta ella en todo esto?

—Eso es lo que me gustaría saber.

* * *

Sisa, a aquellas horas, cuando en la Brigada sólo permanecía la guardia, estaba tratando de que el inspector Lucas le dejara ver el libro de telefonemas, libro de avance donde las comisarías sintetizan para la Brigada los casos de delitos de mayor cuantía, y desde la Brigada se solicitan gestiones previas, antecedentes, análisis y mandamientos judiciales.

—El jefe ha dicho que te pongamos de patitas en la calle si apareces por aquí.

—¿De veras? Inténtalo, anda. Luquitas, guapo…

—¡No!

—¿Que no eres guapo? Claro que lo eres.

—Que no te diré nada.

—¿Y qué voy a querer que me digas?

—Lo que hace Luis, por ejemplo.

—Ya lo sé. Está a la espera para cazar a Carmelo Basurto, en el pisito del niñato ese que ahora se pega la gran vida en el hotel Oriente.

—Pensión Roma y va que chuta —dijo el otro.

—Eso. ¿Oye, es un pluma como dice Carlos?

Lucas, aburrido a su vez, se enfrascó en una disquisición sobre la diferencia entre ser gay, pluma, loca, carroza, homo, travestí o transexual, chapero, puto y sarasa. No todos los hornos lo demostraban exteriormente: el pluma, sí; una loca era el que se pintarrajeaba y vestía de mujer; una carroza, un viejo pederasta…

—Es un mundo extraño, a medias entre la angustia y la exaltación. No hay amor entre ellos. Hay una necesidad apremiante de satisfacerse físicamente, sin etapas intermedias, sin romanticismo. Un contacto físico, breve, brutal a veces y vuelta a empezar. Como si quisieran colmar en unas horas el hambre de siglos.

—¿Y ese chico…?

—¿Manolita? Sí, es un pluma: uno que lo demuestra, incluso a pesar suyo, guapo y amanerado, sin llegar a los veinte años…

—¿Tiene expediente?

—Lo tiene, pero no te lo enseño.

—Puedo verlo en el Archivo General.

—No hay nadie ahora.

—Dime algo sobre el Carmelo.

—Atracador desde los diecisiete años; a los dieciocho, mató un vigilante jurado de Banco; a los veinte, a un Policía Nacional. Detenido siete u ocho veces. La última hace tres, con la base firme del asesinato; se escapó de los calabozos del Juzgado cuando le llevaran a declarar. Muy peligroso.

—¿Cuál es su barrio?

—¿Eh? La Mina, creo.

—¿Drogas?

—No. Tampoco sabe conducir. Se aparta de lo normal. Yo creo que es un sicópata muy peligroso.

—¿Fotos?

—Haylas, pero no te las enseño.

Sisa hizo un último intento.

—Lucas, tú sabes que yo me siento en un rincón, voy tragando datos, hago mis fichas, mi baraja y llego a unas conclusiones.

—Te he visto muchas veces. Y no es que no quiera ayudarte por miedo a don Carlos; es que yo mismo tengo miedo a que muerdas más de lo que podrías mascar. Por otra parte, es cuestión de tiempo, de rutina. No necesitas quemarte los enchufes.

Sisa no dijo nada. Sentada en una silla, estiró los pies sobre una mesa y cerró los ojos. El inspector Lucas la observó en silencio y acabo encogiéndose de hombros.

* * *

—¿Qué hora será? —musitó Azcúe.

—Las dos. Dormita un poco, si quieres —contestó Arenos.

—No puedo. Estoy nervioso. Dime, ¿contra quien conspiramos? A las dos de la mañana, entre susurros y armas preparadas.

—Yo diría que contra la libertad.

—¡Luis, hombre…!

—La libertad de los malvados, los que impiden a su vez la de los hombres normales. Algunas veces he pensado en ello, Felipe. ¡Extraña profesión la nuestra! Tenemos un poder negativo…

—Seguro que es filosofía de Sisa.

—Sisa —murmuró Araños—. ¿Qué estará haciendo ahora?

—Durmiendo, hombre, no te preocupes.

* * *

Sisa dormía con los pies estirados sobre una mesa. Lucas, de buen talante, entre llamada y llamada telefónica, hubiera deseado de buena gana despertarla, para charlar en las tediosas horas de la guardia, pero sabía que le haría hablar. Nada importante, que no supieran otros o estuviera en los archivos, pero tampoco era cosa de darle facilidades. Y sonó una vez más el teléfono.

—Sí… ¿Qué dices, hombre? ¿De dónde voy a sacar yo ahora un helado napolitano? ¡Y a mí qué me importa! Dale a chupar tu pirulí y a lo mejor se conforma… No, no le dejes salir, dale un mamporro si es necesario…

Al colgar, miró con recelo a la bella durmiente. Una respiración serena y continuada le tranquilizó. Archivó algunos papeles hasta que, unos minutos después, un quejido le sobresaltó. Era Sisa, que se frotaba una pierna.

—Un calambre —dijo la chica—. Me parece que me voy a una cama de verdad. Me duelen todos los huesos. Cíao, Lucas.

—Que descanses, Sisa.

* * *

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Azcúe, despertando de su modorra.

—El ascensor —murmuró Arenos, tomando su pistola.

Descalzos ambos, sorteando los muebles que llevaban horas visualizando, se acercaron a la puerta. Esperaron allí lo que se les antojó largos minutos. Nada, salvo el ruido de una llave dos pisos más abajo.

—Falsa alarma. La chica del sexto, que trabaja en un cine. Volvieron a sus sillones.

—Tengo sed —dijo Azcúe.

—No abras los grifos. Hacen ruido.

—No exageres, Luis.

—Exagero, pero mando. Otra noche te traes un termo.

—Me zamparía un helado de nata y fresa.

—Sobre todo de fresa, ¿verdad?

* * *

Salvadorín Trigo, que montaba la guardia en el pasillo, se frotó los ojos.

—Sisa, ¿qué haces tú aquí?

—El helado para Manolillo, ¿no recuerdas? —dijo ella, mostrando el paquete.

—¿Qué helado?

—A lo mejor lo pidieron desde dentro y tú en la higuera. Pregunta.

El inspector Trigo tabaleó con los nudillos una primorosa copita de Ojen.

—¡Oye, Murcia! ¿Habéis pedido vosotros un helado? Porque aquí está Sisa con él.

La contestación sonó ilegible, pero segundos después el inspector Murcia asomaba la cabeza.

—¡Leches! Sisa, pero si tú…

—Cambio en los planes. ¿Cómo crees que me he enterado? En la Brigada.

—Bueno, trae…

—No; quiero hablar con él de mujer a mujer. A lo mejor le saco algo.

Los inspectores se miraron. Ambos conocían de sobra la vinculación de Sisa con su inspector jefe y en cuanto a presentarse con un helado a las dos de la mañana, entraba de lleno en la heterodoxia de la chica. Dudaban, porque no hubieran podido ser policías sin dudar hasta de las sombras, pero la verdad es que estaban aburridos y con Sisa la diversión estaba garantizada. De modo que Murcia acabó encogiendo sus hombros y dejando paso a la chica.

Era una habitación igual a otra habitación de todo hotel de tres estrellas. Sobre la cama, un chico con pantalones, y blusa transparentes, se incorporó para ver quién entraba.

—¿Qué pasa? —dijo el chico.

—Nada, Manolillo, que llega «El rayo», servicios rápidos garantizados —dijo Sisa.

Sisa, veinticinco años, menuda, morena, con pantalones tejanos, pelo corto y una blusa holgada cubriendo sus senos, parecía un hermoso efebo. Debió producir buen efecto en el chico, porque éste palmeó un lugar en la cama, a su lado. Sisa se dejó caer.

—¿De verdad traes helado?

—De verdad. Una casatta napolitana. ¿Te lo vas a comer todo o nos invitas?

—¿Te gusta la casatta?

—Me chifla. —Sisa deslió el paquete, acondicionado para el traslado. Aportó igualmente unas palitas de madera.

—Todos invitados —dijo, generoso, el chico.

—Anda, dile a Salvadorín que entre —dijo Sisa al inspector Murcia.

—Pero…

—En el pasillo no hace más que alarmar. Pero si quieres, tomas la mitad de la casatta y las coméis los dos afuera.

—Mejor aquí. No me fío de ti.

Sisa puso cara de resignación y Murcia abrió la puerta para avisar a Trigo. Poco después, los cuatro, en perfecta armonía, se comían una casatta napolitana. Manolillo, intrigado, parecía disfrutar con la situación.

—¿Quién eres tú, chica?

—Soy Sisa, que es avutarda en Aragón. Un pájaro que corre mucho y vuela poco.

—¿Y también eres de la posma?

—Por partida doble. Por ser del Cuerpo y porque mi novio es el jefe de un grupo en la Brigada.

—¿Ese alto y guapísimo que parece Gary Cuper? ¡Oh, qué suerte!

—Sí. Tiene bastante suerte —comentó Sisa.

—¿Llevas pistola y todo eso?

—No. No me gustan las armas de fuego.

—Pero sabe kárate, Manolo, no te fíes —dijo Murcia.

—No es kárate; es kung fu —rectificó Trigo.

—¿No será judo? —dijo Manolillo, interesándose, que era lo que quería la chica.

* * *

A las dos y media de la mañana, Luis Arenos consultó la hora en su reloj luminoso. El tiempo transcurría tan tedioso que hubiera jurado por dos horas más. Hacía tiempo que los últimos rezagados de la casa usaran el ascensor. En alguna parte, seguía sonando un transistor o quizá fuese un radio casette. Alguien que no dormía. Se divertía tratando de identificar las piezas musicales. Acertaba al cincuenta por ciento.

—Ese es Mahler —dijo.

—¿Dónde? —saltó Azcúe echando mano a la pistola.

—Burro, el de la música.

—¿Qué música?

Luis Arenos suspiró. Caminando despacio, llegó al lavabo para mojarse los ojos. Iba a ser larga la penitencia. Estar con Sisa era una cosa; pensar en ella, otra.

* * *

Nunca, en los cánones policiales se sabía celebrado un interrogatorio de aquella forma: tumbados en una misma cama interrogador e interrogado. En el espionaje, sí; en el espionaje la cama era utensilio preferente. Sisa había convencido a los inspectores que la dejaran a solas con Manolillo. Rezongaron, pero sabían que el cerebro de Sisa era privilegiado, de modo que se fueron al pasillo.

—Oye, Manolillo. ¿Tú sabes lo que está pasando?

—Más o menos. Quieren cazar al Carmelo. Le van a esperar en mi apartamento.

—Y uno de los que esperan es mi Gary Cúper, ¿entiendes?

—No, pero parece divertido.

—¡Leches divertido! Me quedo sin hombre la tira de tiempo. Y soluciono eso o las voy a pasar canutas.

Manolillo se dio media vuelta en la cama y besó a la chica. Si era sarasa o no lo era, el chico sabía besar y Sisa por poco pierde la respiración.

—Entiendo eso —dijo el efebo.

—Me alegro que lo entiendas, Manolo, porque he pensado que tú me podrías ayudar.

—Ya les he dicho a esos cuanto sabía.

Sisa maniobró para apoyar la cabeza en el pecho del chico.

—Manolillo, siempre se sabe algo que no se sabe. Una cosa es contestar a unas preguntas elementales y otra ir dando rodeos hasta encontrar el recuerdo perdido. Pero esto sólo se puede hacer si hay una voluntad libre y con ganas de cooperar.

Manolillo volvió a un lado la cabeza y Sisa pudo notar que estaba llorando silenciosamente.

—Lo siento, chico.

—Me agradas, Sisa; pero es que me pides que ayude a todo lo que me ha insultado, pegado y odiado durante años. Cuando yo he necesitado ayuda, ¿quién me la dio? ¿La policía? ¿Los jueces? ¿Tú…?

—Entiendo, de verdad que entiendo, Manolo. Pero Carmelo es un asesino que ha matado ya a dos hombres.

—A tres…

Sisa tuvo el tacto de no sobresaltarse. En la Brigada le acusaban de dos, pero el gay los aumentaba. La sutil coacción comenzaba a funcionar.

—Tienes razón, olvidaba el primero.

Pero Manolillo estaba ya con las suyas.

—Los mismos que vienen a mí, por capricho o por vicio, son luego los que me ignoran y desprecian, Sisa. Y he nacido así. ¿Qué quieres que haga?

—No sé.

—¿Te doy lástima?

—No es precisamente lástima, Manolillo. Es toda la tristeza del mundo.

—Carmelo es un bruto. Mi tristeza es Carmelo.

—Está enfermo. Todos los que matan están enfermos. Sigue recordando, Manolo. Me odio a mí misma por obligarte a esto, pero si algo sabes y eso nos ayuda, tendrías mi amistad.

—¿Todo esto lo haces porque eres policía?

—No. Lo hago porque quiero a un hombre. El que está en tu apartamento, esperando.

—Tiene todas las ventajas. Dadle también alguna a Carmelo.

—Si miras así las cosas…

Sisa se volvió de lado. Manolillo aguantó, pero estaba claro que era más débil que ella.

—Sisa —dijo al fin—. ¿Te has puesto alguna vez al otro lado de la ley?

—Debo tener una mente perversa, porque lo he hecho muchas veces.

—Carmelo también lo hace.

Sisa intuyó que el muchacho acababa de decir algo importante, pero no conseguía dar con el misterio.

—¿Quieres decir que tiene dos personalidades?

—¿Por qué no? Como yo, como tú, como todo el mundo. Una cara para el día y otra para la noche. Una para ganar dinero y otra para gastarlo. Y ser mitad hombre y mitad mujer. Mitad fuego, mitad hielo.

—Hablas muy raro, chico.

—Me escondo y tengo muchas horas para pensar. Hasta hago poesías. O versos, si lo prefieres así, que una cosa es el verso y otra es la poesía.

—Déjame leer alguna.

—¿Aquí? Quizá tu hombre las haya encontrado y esté leyendo algunas…

* * *

Fue Azcúe el que encontró los papeles. A la luz de una linterna lapicero había estado fisgando en un secreter. Y encontrar los cajones secretos de un secreter es una broma para un policía.

—Mira, Luis. Unos papeles escritos. Parecen versos.

Arenos los tomó en sus manos —los papeles—. Están escritos a mano: «Yo, novia de la calma, entera todavía / acogida del silencio y del reloj dormido, / rapsoda sin fiereza que se cree los cuentos / floridos de la selva que no entiende mi rima…».

—Espera —dijo Azcúe, que escuchaba la recitación—, eso me suena a algo conocido.

—Todos los versos se parecen —musitó Luis.

—Algunos, no… Ya lo tengo: es John Keats, «A una urna griega»: ¡Tu novia, del sosiego, intacta aún…». Ha cambiado algunas formas, para adaptarlas a su circunstancia. Me jugaría el pellejo a que es así. «Prohijada del silencio y de las lentas horas…». ¿No entiendes?

—¿Y qué hay que entender, Azcúe. Un efebo que se compara a una urna griega. Y que imita a Keats, que era homosexual. Todo natural, como el que una urna tenga formas de mujer.

—Me gustaría que Sisa viera esto.

—¡Deja en paz a Sisa, entiendes!

* * *

A las tres de la noche, Sisa contemplaba al muchacho tendido a su lado, que mantenía los ojos cerrados.

—Manolillo, escucha.

—Llámame Silencio. Es como me llaman los que me quieren. También tiene dos sexos.

—Como quieras, Silencio; pero, escucha. La vida de mi hombre corre peligro. Y la de otros. No es tiempo para poesías.

—En eso te equivocas, Daisy. Si entendieras de poesía quizás pudieras encontrar a Carmelo.

—¿Cómo me has llamado?

—Daisy, en inglés, Margarita. Es casi tu nombre y eres como ella. Keats escribió un canción muy bella: «Canción de la Margarita». ¿Quieres que te la recite?

Una asombrada Sisa dio la vuelta al chico hasta encontrar su cara.

—¿Qué clase de hombre eres. Silencio?

—No soy un hombre, Daisy. No dejes que te engañe, también, mi presencia: parezco un chico, pero tengo veinticinco años.

—Ayúdame, por favor.

—Ya lo estoy haciendo. Pero no puedo hacer más si tú no cooperas.

—Te he traído el helado, recuerda…

Manolillo, o Silencio, rompió a reír, tanto que se alarmaron los del pasillo y Murcia asomó la cabeza.

—¿Pasa algo?

—Nada —dijo Sisa.

Murcia hizo un gesto excéptico y volvió a cerrar la puerta. Sisa pensó que tardaría mucho en olvidar, si es que lo hacía, aquella visión de ella y el chico tumbados en una cama, riendo a carcajadas: «Si se lo cuenta a Luis, voy a tener más líos que cien pares de demonios».

—Eres inefable, Sisa.

—Soy Daisy. ¿Cómo quieres que coopere?

—Siendo inteligente.

—Ponme a prueba —dijo ella.

—Lo haré.

Manolillo Silencio se levantó de la cama, buscó en el escritorio de la habitación una hoja de papel timbrado con el nombre del hotel.

—¿Tienes bolígrafo? —solicitó.

Sisa buscó en su inagotable bolso y entregó uno, barato, al chico.

—Quédate quieta ahora y no me distraigas.

—¿Vas a hacer un acertijo?

—Te he dicho que no me distraigas.

—¿Puedo sentarme a tus pies?

—Puedes, pero sin hacerme cosquillas.

Y así, durante cinco minutos. Sisa estuvo sentada a los pies de un gay que escribía con un bolígrafo barato, sobre el papel de un hotel. Y lo curioso era que le creía. Silencio tardó en empezar, como si tratara de recordar. Cuando, al fin, halló la pauta, escribió rápidamente y luego entregó el papel a Sisa Daisy.

—Toma. Si eres capaz de descifrarlo, te entrego a Carmelo.

—¿Sabes, pues, dónde está?

—Sí.

—¿Comprendes que con esto que me dices puedo detenerte y someterte a interrogatorio hasta que confieses?

—Puedes. Pero no lo harás.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque he estado muchos años a la defensiva, temiéndolo todo y he aprendido quizá demasiado sobre la naturaleza humana.

—Vale. Otra cosa, Silencio. Entre entregarme a Carmelo mediante una declaración sencilla y este galimatías, ¿qué diferencia hay?

—La inteligencia. No quiero que Carmelo caiga en manos de policías brutos.

A Sisa le ardía la cabeza. Por primera vez, encontraba a alguien más contradictorio que ella misma.

—¿Por qué tanto interés por Carmelo, que te hacía daño, como tú mismo has dicho?

—Pero no en el sentido que piensas —sonrió Manolillo—. Carmelo, en realidad, es mi hermano; hermanastro, pues mi madre lo tuvo con otro hombre cuando mi padre, y su marido, desapareció. Es cinco años más joven que yo y siempre lo he protegido. Pienso ahora —y en realidad desde hace tiempo— que ha ido demasiado lejos. Ha matado ya a tres hombres y un día le matarán a él. Quizá en la cárcel…

El suspiro que soltó Sisa casi la desinfla. Si la vida no era un tango, que se lo preguntasen a Manolillo-Silencio, o una tal Sisa-Daisy. Y a falta de palabras lo suficientemente sencillas, examinó el papel. Encontró algo que parecía un poema: leyó.

cuando cantan los pájaros con el din y el din din;
—«Era un enamorado con su moza,
con un hey, con un ho, con hey nonigó;
pasaban sobre el verde de los trigos,
en primavera, el tiempo de las danzas,
dulces enamorados quieren tiempo de abril».

Nada más. Leyó y releyó sin entender nada, bajo la mirada benévola del gay.

—¿No puedes decirme nada más?

—No, Daisy. Carmelo también merece una oportunidad.

—Está bien, chico. Regresaré victoriosa o no regresaré. Y me alegra haberte conocido.

* * *

A las tres de la mañana, Luis Arenos había examinado todos los papeles manuscritos, tratando de encontrar una clave. Lo único que sacó en limpio fue que el llamado Manuel Morales cultivaba la exégesis de los poetas ambiguos, como si a través de los siglos y el talento estuviera buscando una raíz a la homosexualidad. No se escapaba nadie; desde Shakespeare a García Lorca, desde Leopardi a Genet, todas las gamas del amor maldito eran cotejadas.

—Creo que nos hemos equivocado con Manolillo —dijo a un somnoliento Azcúa, que para combatir el tedio paseaba descalzo sobre las baldosas refrescadas—. Tendré que hablar con él nuevamente.

—¿Qué has encontrado?

—Que es del tipo intelectual y no creo que tuviera una relación homo con Carmelo.

—Pues el Carmelo venía aquí a menudo…

* * *

A las tres y media de la mañana, Sisa Torriente estaba llamando por teléfono a Ramiro Carnicero, profesor de filología inglesa, desde una cabina de las Ramblas. Costó sus buenos cinco minutos que una voz, apagada por el sueño, contestara a la llamada. Sisa se identificó rápidamente. Resulta que había hecho un pequeño favor al profesor y éste, agradecido, se le había ofrecido para todo. Aclarada su personalidad, Sisa indicó que necesitaba su sabiduría para un peritaje de suma importancia.

—¿Y no puedes esperar a mañana, hija?

—No. La vida de un hombre depende de ello.

—Está bien. Dentro de diez minutos te espero a la puerta de mi casa.

Dos antes, ya estaba Sisa en el lugar de la cita. El profesor apareció envuelto en una bata floreada.

—¿Quieres subir a casa o te basta con hablarme aquí?

Sisa le tendió el papel escrito. El profesor lo tomó, se ajustó las gafas y lo examinó con aire reconcentrado.

—Es una traducción, bastante buena, de un poema de Shakespeare. «A los enamorados les gusta la primavera». ¿Qué tiene de particular?

Sisa explicó, a su manera, el desafío que minutos antes le planteara el extraño sujeto llamado Manolillo-Silencio, la relación de éste con el asesino escondido y lo que ella pretendía. El profesor volvió a leer el papel, intrigado pero no convencido.

—¿Por qué no se lo llevas a un criptógrafo?

—No conozco ninguno. Y tengo la intuición de que es más sencillo que todo eso. El muchacho no me lo pondría imposible. También quiere una solución.

—Mira, subamos a casa y cotejaré los originales, a ver si hay alguna diferencia.

Una vez en el despacho del profesor, éste buscó una edición bilingüe de la lírica inglesa y encontró el poema: «Lovers love the spring». Sisa siguió con el dedo el desarrollo de los párrafos.

—Aquí —dijo— el segundo verso, ¿por qué no está traducido como los demás?

Con un hey, con un ho, con un hey noninó; porque no la tiene. Es una licencia poética, un grito gutural para expresar una alegría. Algo así como decir: a la bi, a la ba, a la bin bombá.

Sisa volvió al texto, conteniendo el aliento.

—Pero aquí Shakespeare escribió noninó, y mi chico escribió nonigó.

El profesor tomó el papel a su vez.

—Tienes razón. Además, ha escrito las jotas, por las haches aspiradas del inglés. O sea, ha traducido fonéticamente: «jay» por hey, Go por ho. Si lo hizo adrede, esta puede ser la clave.

Sisa pensó tanto que casi le sale humo de la cabeza.

—Tenemos, pues, tres alteraciones: jay, go o jo y nonigó. ¿Se le ocurre algo?

—Perdona, pero estoy medio dormido.

—A mí, que Jay es palabra vasca que significa juego. O un lugar en que se juega. ¿Juego-deporte? ¿Juego-azar?

—Espera, Sisa. Nonigó, ¿no te suena a algo?

—Ningo, mingo… bingo… ¿Bingo? El bingo es un juego.

—Seguro. Pero debe haber cincuenta o cien en la ciudad —dijo el profesor.

—Creo que nos lo dice también. Por ejemplo: es obvio que el bingo es un juego, ¿por qué recalcar la palabra jay? ¿No podría ser «Bingo Jay» o «Bingo Vasco», o bilbaino, o donostiarra? Profesor, déjeme usar el teléfono.

Marcó el número tan conocido de la Brigada, inspección de guardia.

—Lucas, soy Sisa…

—Pero ¡qué haces tú ahora…!

—No hay tiempo para explicaciones. ¿Llevamos nosotros un registro de los bingos?

—Dependen de Orden Público, pero guardamos los informes.

—Dime si hay alguno que se llame Jay, jai o algo vasco.

—Te puedo decir de memoria que no… Sisa…

—Estoy aquí… Lucas; seguiré pensando… No te vayas.

—No me iré, pero…

Colgó el teléfono y dijo al profesor:

—Pista errónea.

—Escucha, Sisa. ¿Y qué me dices del título? Resulta evidente que si identificas el texto, el título forma parte del juego. Prueba con Love o amor, con Spring o Primavera.

La consulta resultó igualmente baldía. Con ninguno de los cuatro términos había bingos registrados. Sisa, desolada, colgó el aparato.

—Y sin embargo, tengo razón —dijo.

—Yo también lo creo. Pero no te obsesiones. Vete a dormir y mañana será más claro.

* * *

A las cuatro menos cuarto de la mañana, Luis Arenos se cansó de meditar, se cansó de tanto calor y tanto silencio. Despertó a Azcúa que dormitaba.

—Escucha, ¿cuál es el segundo apellido de Carmelo?

—¿Eh?… Debo tener por aquí la filiación… No, ¡diablos! Me la dejé en la Brigada.

—Yo también vine limpio de papeles. Y el dueño de este apartamento es Manuel Morales Diez.

—¿Qué piensas?

—Que voy a tener que hablar con él más seriamente que hasta ahora. Y que estamos siguiendo un camino equivocado. Azcúa, levanta la tienda.

—A ti —rezongó el otro— lo que te pasa es que aprendes mucho de Sisa.

Luis Arenos no se enfadó. Por lo contrario, sonrió.

* * *

A las cuatro de la mañana, una Sisa con señales inequívocas de estar cabreadísima, entró en la inspección de guardia de la Brigada.

—Lucas, ¿está abierto el despacho del jefe?

—Sí, pero…

—Calla ahora, necesito pensar…

Y la chica se dirigió al final del pasillo, donde estaba el despacho del Comisario. Las luces estaban apagadas, pero las luces del pasillo suministraban la penumbra necesaria. Con los ojos medio cerrados se dirigió al sofá, donde se dejó caer.

—¿Estás cansada, cordera?

La voz provenía del sillón de la mesa. Sisa se incorporó a costa de pegarse un leñazo en un tobillo.

—¡Bestia inmunda! —gritó, al tiempo que se masajeaba—. Esa es mi Sisa.

Y Luis Arenos dejó el sillón para acercarse a la mujer, tomándola en sus brazos. Calmada la breve sed de la ausencia, Sisa se apartó de los labios amados lo suficiente para decir:

—Debí presumir que tú también llegarías a una conclusión. Yo voy más rápida, pero tú eres más seguro.

—Algo por el estilo. No sería digno de ti si me limitara a seguir tus pasos, o tú de mi, siendo mi sombra. Simbiosis. Por cierto, ¿cuáles son tus conclusiones?

Sisa se lo explicó todo, con poema incluido, con fracaso final programado. Estaba convencida que Manolillo decía la verdad, que quería acabar con la tragedia de un hermanastro que cada día caía más bajo, pero que tampoco se sentía agradecido a una sociedad represiva. Omitió, por descontado, la cama y su encanto personal en la rueda de las confidencias.

—A su manera, desea salvarle. Por cierto, son tres.

—¿Quiénes?

—Los muertos. Ha matado a tres hombres, no a dos.

Arenos, después de pensar, silbó tenuemente.

—Creo que ya sé quién es. Y ahora te voy a contar mi proceso.

Y lo hizo. El agobio y soledad de la espera. Las mil vueltas al recuerdo, los papeles encontrados y la intuición de estar siguiendo un camino equivocado. Manolillo no era un homo vulgar. Era un tipo cultivado. Su relación con Carmelo debería ser otra.

—Mira los apellidos: Manuel Morales Diez… Carmelo Basurto Diez. Hermanos de madre, como te dijo. Deberé hablar con ese chico.

—No, espera. Agotemos su juego. Yo he llegado a Bingo… Sigue tú.

Y tendió el papel al inspector, que no muy convencido lo examinó. Más por seguir la corriente que por convencimiento.

—Basurto es un barrio de Bilbao.

Pero el descubrimiento lo hizo Sisa. Al tender el papel con el membrete de la residencia, el nombre quedó al revés. Y leyó AMOR. Pero amor, o «love» era uno de los nombres probados. Tomó otra vez el papel y lo puso derecho.

—Roma —dijo.

Arenós comprendió que iba en serio. Abandonó el despacho para ir a la inspección. Volvió al poco tiempo.

—Bingo Roma. Está en la calle Casanovas. Retorcido el Manolillo…

—Vamos —dijo Sisa.

—Lucas y yo; tú te quedas aquí.

—No; yo voy. Todavía sé algo que tú no sabes.

—No, no puede ser. Tengo la prohibición estricta del Comisario.

—No habrá tiros, ni peligro, Luis. Lo sé, es parte del juego.

* * *

A las cuatro y media de la mañana, Luis y Sisa descendían de un coche «zebra» sin distintivos. El local no admitía ya clientes, pero todavía conservaba gente en el interior. El permiso, o tolerancia, alcanzaba hasta las cinco.

—Periodistas de «La noche en la ciudad» —dijo Sisa.

El portero o vigilante de puerta se encogió de hombros. A las cinco él se iría y si quedaba gente adentro allá la gerencia.

—Recuerda, Luis. Cuando yo te apreté el brazo, mira donde yo mire.

—¿Es que tienes la foto?

—No; también es parte del juego. Y déjame actuar a mí, aunque tú, al tanto.

—¡Malditos sean todos los juegos!

—Amén.

La sala binguera ofrecía un aspecto más bien lánguido. En realidad, ya no se cantaban números; pero el personal retiraba material, hacía cuentas mientras el bar servía bebidas a clientes demasiado excitados —o al contrario— para marcharse por las buenas sin comentar antes las veleidades de la fortuna.

La pareja deambuló sin llamar excesivamente la atención. De primera intención, Sisa encontró a su hombre.

—¿Dónde está la caja o lugar donde cuentan el dinero o guardan los cartones sellados?

Arenos indicó una puerta con el mentón. Hasta allí llegó Sisa, del brazo del hombre. La abrió. Tres personas estaban contando billetes, haciendo fajos y apilándolos. Uno más, con una insignia al pecho, sentado encima de una mesa, los observaba, más bien aburrido.

Sisa apretó el brazo a su compañero. Sus ojos miraban al hombre displicentemente sentado. Y era el vigilante, o guardia jurado. Sisa se dirigió a él.

—Hola, Carmelo.

El chico, pues era un chico de poco más de veinte años, se quedó lívido. Miró a la chica y al hombre que se le enfrentaban, lívido. Se dejó caer al suelo, mientras amagaba llevar la mano a la pistola que colgaba a su costado.

—No, Carmelo. Se acabó ya.

Luis Arenos no dijo nada, pero su pistola apuntaba a un palmo de los ojos del chico.

—¿Qué significa esto? ¿Un atraco? —gritó uno de los que contaban los billetes.

—No. Policía. El atracador es él.

—¿Camilo…? Pero si le aburre el dinero y lo guarda hasta que lo llevamos al Banco.

El Inspector Jefe no contestó. Segundos después, la pistola del chico estaba en su bolsillo y las esposas colocadas en las muñecas del aprehendido.

—Uno de ustedes, que nos acompañe a la Brigada de Investigación judicial —dijo Arenos—. No necesitan gastar gasolina. Tengo un coche en la esquina.

* * *

A las diez de la mañana, un asombrado Comisario jefe escuchaba las explicaciones de su Inspector jefe. Sisa, modestamente sentada en el sofá, ponía cara de no haber roto un plato en toda su vida.

—De las cosas más descabelladas que he visto en mi vida, ésta se lleva la palma. Y no os creería si no hubiese visto al Carmelo. Un verso del Chespir ese, un gay que juega a los enigmas y dos tontos del bote que juegan al bingo-verso y que se juegan la vida para detener al asesino más buscado de la ciudad.

—Carlos… —dijo Sisa.

—Tú te callas. No me hablo contigo.

—Entonces, no te explico el final.

—No lo necesito. ¡Fuera los dos!

Conque se marcharon al despacho del Grupo de Homicidios. Ambos tenían sueño, pero podían esperar. No podían ser frecuentes esas simbiosis de vida, peligro y triunfo y necesitaban saborearlas.

—¿Qué final es ese? —preguntó Arenos.

—Espera…

—¿A qué?

El dedo de Sisa señaló la puerta. Siguió señalando hasta que tres segundos después el Comisario jefe asomó la cabeza.

—Está bien, está bien. Explícame ese final.

—Siéntate, Carlos. Es muy simple. Mientras yo sonsacaba a Manolillo…

—¿Cómo supiste que estaba en la Residencia Roma?

—Yo no se lo dije, Carlos —dijo Arenos.

—Fue un pajarito. Y como decía, mientras le sonsacaba él me dijo que si yo, alguna vez, me ponía al otro lado de la ley. Le dije que sí, que mentalmente yo procuraba saber cómo eran las dos caras de la moneda. Entonces, él me dijo, como sin querer: que Carmelo también lo hacía. Aquello fue el principio del juego. Manuel Morales, que gusta de llamarse Silencio y que ha estado a la defensiva toda su vida, quería acabar con la racha criminal de su hermanastro, pero que no cooperaría con una policía excesivamente rígida y sin imaginación para ver el anverso y el reverso de las cosas. Luego, me dio en bandeja el soplo, siempre y cuando yo supiera estar, como dije, a ambos lados de la frontera. Cuando encontramos el bingo, comprendí que encontraríamos a un Carmelo, como decía su hermano, a este lado de la ley, aunque sólo fuese por contraste. Y eso sólo podía significar que tenía que ser guarda o vigilante.

—Armado. O por el arma.

—Sí. Pero le encontraríamos en su papel. En vez de robar el dinero, lo defendería. Ya nos explicará alguien el misterio de esa doble personalidad. Manolillo también dijo que todos la tenemos. Carmelo no ofreció resistencia, porque estaba dentro de esa otra personalidad. Tenía que ser así, o todo el juego estaba equivocado.

—Sí —suspiró el comisario—. Y como yo también he leído a Chespir, te diré: que está bien lo que bien acaba. Pero ¿me quieres aclarar por qué te metiste en ello?

—Porque no podía esperar que este larguirucho estuviese quince días lejos de mí.

A este larguirucho se le pusieron de punta los pelos del corazón. El comisario tragó saliva y se limpió una mota de los ojos.

—Está bien. Id a dormir algo, que tenéis cara de sueño.

Ambos, chico y chica, se echaron a reír sin ponerse de acuerdo. Todavía reían cuando el Comisario entraba en su despacho.

Tomás Salvador (1921-1984)