Grititos de reencuentro

Se hablaba de venir todos vestidos siempre de negro, las redactoras de las gruesas y satinadas revistas, sus diseñadores, los estilistas fotográficos con sus respectivos asistentes, los periodistas y escritores de opinión, los ladrones de ideas y los que hacen que todo funcione, los compradores llegados de Tokio o de Estados Unidos.

En fin, siempre detrás de esa avalancha negra bajo las arcadas de la calle de Rivoli, una marea que se detiene en la calle de Marengo, hasta que un policía les hace señas para que pasen al lado derecho de la calle. La avalancha salta hacia ese lado, ante el gran baldaquín amarillo junto a la puerta Marengo del Louvre, donde la marea se pierde, porque aquí ya todo es negro. Tan negro como rojo es un campo de amapolas, es decir, con un par de ancianos en el medio.

Grititos de reencuentro, prêt-à-porter en París. Por encima de todos los saludos se escuchan las voces de contralto de las italianas; en cada mejilla un beso lanzado al aire, mientras la mirada de los que besan y de los que son besados ya se fija en otra parte; el gesto de asentimiento sonriente, a la espera de la sonrisa de respuesta, diciendo hacia un lado: «¡Menuda arpía!». Sin embargo, también ese cordial encuentro tiene sus unidades de tiempo fijas, y antes de dispersarse los dos miembros de la pareja ya buscan liberarse para ir al encuentro de otras personas.

Dado que la moda es algo tan efímero, el habitué, ya sea del sexo femenino o masculino, esa casta de seres humanos reunida delante del baldaquín amarillo, se sirve sólo de lo que pretende resaltar. A ello se añade el hecho de que, para seguir estrictamente la moda, el habitué ya no será lo suficientemente joven o delgado. Ambas son razones para optar por la moderación en lo relativo a las nuevas tendencias.

Uno de los elementos preferidos del habitué es la bufanda. Ésta casi siempre es negra, a veces es fucsia o ambas cosas, aunque siempre de esa dócil cachemira que, aun con un volumen de tres hilos, puede enrollarse y anudarse como la muselina fina.

Pocas veces la bufanda yace, por la vía más corta, sobre el cuello, destinada, sin más, a calentar. A menudo es llevada solamente a un lado, como la capa de un torero. Otras veces se tensa como la cinta de estiba de un cargador de pianos o como el cabestrillo de un lesionado, yendo desde el hombro izquierdo, en diagonal, pasando por la espalda y acabando en una abundante borla que reposa sobre la clavícula derecha. En su drapeado más exigente la bufanda forma una especie de cáliz. De color rojo fucsia y bastante alejada de la garganta, yace sobre el abrigo con el gesto de una capa exterior que se marchita, obligando a la cabeza de su portador a adoptar el papel de capullo central de una flor.

Pues debajo de tales pruebas de valor, el habitué va vestido de un modo rigurosamente práctico. Lo que lo convierte en un ignorante conocedor de la moda es un abrigo de cachemira negro. Pero como también en el círculo más íntimo de los ignorantes existe una moda, el abrigo, la mayoría de las veces, puede fecharse, y proviene de una de las casas de moda más recomendadas. Por eso los ignorantes jamás ignoran del todo. Más bien, a pesar de toda opacidad personal en relación con la moda, constituyen un jurado doblemente duro de sus iguales.

El habitué no puede concebir la cualidad de vestir relajadamente sin estar acorde con la moda. Porque toda renuncia a la moda evidente crea para él el espacio de una moda paralela. Quien se detenga ante aquel baldaquín con el pesado abrigo Ulster de su padre, no por ello será inocente, sino que será, más bien, contracíclico; quien lleve el abrigo impermeable de un agrimensor, ya no podrá, si llueve, afirmar que sólo lo tomó prestado para cubrirse. Y ello se debe a que hace ya rato que su abrigo habrá sido reconocido como una desviación, como una osadía.

No hay manera de escabullirse de la moda. Quien a causa del sopor matutino metió el pie derecho en el zapato izquierdo o al revés, y llega de esa guisa hasta aquel baldaquín amarillo, puede ser tomado por una persona creativa. Porque todo se cambia de lugar a propósito, incluso los descuidos. Ahora bien, no a todo el mundo, en el círculo de la gente de la moda, se le admitirá tal osadía. Quien abandona el terreno intermedio y seguro del color negro y no quiere impresionar al habitué, sino contar con su respeto, debe ser una personalidad en ese ambientillo.

Todas las condiciones para ser esa personalidad las cumple la periodista de moda Anna Piaggi, de Milán. Su amistad con el couturier Karl Lagerfeld, bastante conocida por todos en ese ambiente, tiene un rango mucho más elevado que la que tienen con él todos los demás periodistas del ramo, también los elegidos. A Anna Piaggi se la considera su musa. Es más bien bajita y tiene una nariz grande, de árabe, que preserva su rostro de cualquier encanto pasajero. Esa mujer no ofrece nunca la más mínima pista para adivinar su edad. Es la encarnación de la osadía.

En medio de ese escuadrón de abrigos negros ella aparece con un vestido de viaje de color verde, de la belle époque, combinado con unos botines de botones de color lila. En la cabeza, una gorra de rafia cuya visera, que se eleva en diagonal, tiene el tamaño y la forma de una hoja de remo. Una mano cubre el botón de jade de un bastón de caballero; la otra se posa en el antebrazo de su acompañante. Para Anna Piaggi, un acompañante es algo imprescindible, pues él es el encargado de llevarle las cosas profanas: la espaciosa bolsa, por ejemplo, o el paraguas, sobre todo ese día en que un bastón es lo que da el toque especial a sus complementos. El acompañante, además, tendrá que protegerla de cualquier molestia inoportuna. Porque Anna Piaggi camina por las calles con esa gorra de rafia y un miriñaque bajo una falda de cabalgar, apartándose de los acontecimientos de la moda en la puerta Marengo. Y es allí donde pone el toque enigmático; incluso en París, donde todas las variedades de vestidos étnicos forman parte de la imagen urbana.

Su ropero, según se cuenta, llena tres plantas de su casa en Milán. Y cuando deja su ciudad de residencia, aunque sea sólo por tres días, se lleva consigo cuatro baúles repletos de cosas, sin contar las cajas de los sombreros. Una vez llega a su destino, deja los baúles sin abrir, aunque ha traído consigo todo el equipaje por si surgiera algún evento de moda.

Con su atrevida mezcla de estilos, la forma insólita con la que se pone unas polainas tropicales inglesas a modo de guante de noche, o con la que lleva un corpiño de campesina bretona combinado con una blusa de duquesa de Jacques Fath, Anna Piaggi puede contar con la amplia anuencia de la gente del mundillo. Sus osadas desviaciones están por encima de la norma de cualquier desviación. Se las considera sacrosantas y escapan al juicio de la turba, que quisiera poder en alguna ocasión poner el dedo gordo boca abajo y celebrar el fracaso de alguna de sus apariciones.

De modo que sólo quedan las osadías de los aficionados, los entrecanos calcetines de lana de oveja combinados con un pantalón de leopardo, y encima una levita con un sombrero jacobino. Y junto a ellos, el bloque rigurosamente negro de los japoneses bajo sus cabellos espesos de color azul oscuro. Y dado que casi siempre llevan ropa muy desahogada cubriendo figuras más bien bajitas, parecen unos dados oscuros y compactos.

Bajo la bóveda de la puerta Marengo hay dos estrechos pasos que permiten salir de los impenetrables bloqueos de la calle. Unos policías con medias gabardinas de color azul oscuro revisan las invitaciones. A ese primer control, llevado a cabo con mohín de rutina de servicio, le sigue un segundo, realizado por unas jóvenes encargadas de revisar los bolsos en busca de armas. Y de acuerdo con esa obligación algo más íntima, las jóvenes piden disculpas con una sonrisa y sólo alzan un poco el contenido de la bolsa sin revolver demasiado en sus profundidades.

Tras la puerta Marengo, en la Cour Carré del Louvre, tienen lugar las exhibiciones. Han levantado allí tres carpas blancas cuyas entradas están flanqueadas por unos laureles metidos en unas macetas; entonces, de nuevo, aparece otra barrera para controlar el paso, delante de la cual hay que resignarse a una nueva tanda de saludos. La entrada a las carpas va sucediendo por etapas. Tienen prioridad los jefes de redacción de las revistas internacionales de moda, de las revistas femeninas francesas y los compradores de la Quinta Avenida. Este círculo de personas, cuyo grado de conocimiento mutuo tiene casi carácter requisitorio, podrá ocupar sus sitios antes de que comiencen los empujones de la multitud. Son, por supuesto, los mejores sitios, con la primera fila en posición frontal a la pasarela o justo en la curva que forma la herradura. Mister Fairchild, de Women’s Wear Daily, ocupa la silla central en el eje central, por lo que está sentado justo en el punto de mira de esas piernas largas que se abalanzarán sobre él.

Ubicar a la gente de la moda, pedirles que ocupen las sillas que llevan su nombre o el de sus publicaciones, es una encomienda delicada. Y es que un sitio objetivamente bueno puede convertirse, para la sensibilidad de una persona, en uno pésimo, si quien está sentado delante de ella es alguien a quien esa persona le gustaría ver sentado detrás. Por eso la autoestima y la silla asignada están separadas por varias filas. «¡Estoy sentado en la tercera fila, me van a oír!», se oye decir a una voz masculina.

Como una mesa redonda de caballeros, los fotógrafos ocupan los bordes de la pasarela. Sentados sobre sus maletas metálicas, cada uno delante del sitio que tiene marcado, dejan en el suelo sus aparatos y se permiten una breve pausa de respiro antes del desfile. Entonces se apaga la luz en la carpa. Alguien dice: «Vaya, ya empieza, eso es que ya han llegado las redactoras jefas de Marie-Claire», dos damas rigurosamente peinadas, muy distinguidas. También los comentarios sobre la compradora de Bergdorf & Goodman, del número 754 de la Quinta Avenida, se acallan en la oscuridad. «Esta vez», se decía de ella, «ha intentado llevar el look de Lauren Bacall». La compradora lleva una blusa clara en forma de camisa de media manga.

Un caballero llega algo tarde. Quiere llegar hasta la cuarta silla de una fila en la que ya todos se han acomodado de la mejor manera posible. El señor tiene que pasar por encima de unas rodillas sobre las que ya se despliegan los cuadernos de apuntes; pisa los bolsos colocados en el suelo, arranca las bufandas de los abrigos superpuestos en las sillas de la fila delantera, y luego, al sentarse por fin, le dice a su vecina en la tercera silla: «Señora Mohr, yo no soy tan delgado como usted, aunque paso más hambre».

Sobre la pared del escenario aparece el nombre del modisto. La música empieza, y como lanzadas por catapultas, las modelos corren por el carril asignado. Esas mujeres dominan todas las formas de caminar. Como tiradas por un hilo o empujadas por el viento, van introduciéndose en el aplauso. A cada paso giran los pies hacia fuera, como si tuvieran que pisotear un insecto. En un movimiento hacia delante en forma de balanceo, imitan las contracciones de una serpiente que se traga a su presa directamente desde la garganta hasta las profundidades. Para ello esbozan una sonrisa que traen desde los bastidores, como si una historia increíble siguiera surtiendo su efecto en ellas. Los fotógrafos se colocan en diagonal a la pasarela, doblan sus torsos hacia un lado y lo hunden para obtener una imagen frontal. En ello, cada hombro pretende superar al otro en altura, como si colgaran del sidecar de una motocicleta. Las redactoras de las secciones de moda hacen sus apuntes con letras grandes y presurosas. A juzgar por el ataque de sus rotuladores, las noticias tienen que ser descomunales. Llevan al papel bocetos simultáneos en la medida en que sus trazos exageran una vez más lo exagerado.

Dado que el cuerpo femenino, aparte de poder ser esbelto o bajo, ancho o delgado, siempre es igual, y dado que ninguna mujer tiene alas en la espalda ni dispone de una tercera pierna o de una cola para apoyarse como un canguro, sobre la que pueda desplazarse a toda velocidad, la moda debe rendir tributo a una anatomía eternamente invariable. Los brazos necesitan mangas, el torso una funda cerrada o por cerrar, y por lo menos el tercio superior de las piernas pide quedar cubierto. Dentro de esas condiciones ha de orientarse el diseñador de moda.

Si un modisto dotara a la parte inferior de una caja de cartón de unos agujeros para meter por ellos las piernas de una mujer, la caja de cartón, por su esencia, sería un pantalón. Una pieza de ropa abierta hacia el busto, con mangas, podría estar hecha de masa para pan, pero por su esencia sería una chaqueta. El diseñador de moda puede atarle a la modelo un banco de ordeño en las caderas para despojar a la falda de cierto elemento tradicional, pero no por ello habrá inventado una nueva pieza de ropa. Por eso cualquier boceto, aun el más estrafalario, sigue en deuda con los antiguos géneros de la camisa y el pantalón, del vestido y de la falda, del abrigo y la chaqueta. El creador de moda tiene el mismo problema que el diseñador de una cuchara. Si una cuchara ha de servir para tomar una sopa, sólo se la puede cambiar un poco, pero no crearla de nuevo. Necesita siempre un mango y un cuenco.

A la moda exhibida la música le otorga su sostén acústico. Al paso felino de las modelos se oye un redoble de tambor acelerado, el de una melodía que se acaba. Los grandes felinos espantan a sus víctimas sobre la pasarela. Estas últimas llevan pequeñas campanillas de piel de cordero en forma de minifaldas. De repente las gatas y los corderos se han transformado en diaconisas grises como la pizarra. De sus orejas cuelgan unas cruces de aluminio, y también sobre los pechos, desnudos bajo la gasa, puede verse una cruz. Por los mandiles blancos, debe de tratarse de alguna orden de servicio, del personal de alguna enfermería. Eso sí, que Dios se apiade de esos enfermos si tienen algún otro padecimiento aparte del masoquismo. Esas criaturas atraviesan la sala imaginaria llena de camas sólo como generadoras de confusión. Son sirenas de hospital, enfermeras perturbadoras y frías, que pasan por alto cualquier lloriqueo, sobre todo las negras, muy superiores en belleza.

Como durante ocho días consecutivos habrá cincuenta y cuatro desfiles de moda —si bien algunos no tendrán lugar en estas carpas, sino en el Grand Hôtel, en las casas centrales de los modistos, en teatros o en el Cirque d’Hiver—, y la gente de la moda habrá de cumplir con un agotador itinerario a través de París. Pero el habitué elude esa exigencia. Con sus muchos años de saturada experiencia, sabe dónde habrá de aburrirse. Los modistos con una clientela burguesa fija, incluidas las casas reales extranjeras y los emiratos, no le interesan. Porque allí ocupan sus puestos, por delante de cualquier osadía, las consideraciones metafóricas y los tonos pastel de ciertos garrapiñados de confitería.

El habitué tampoco acude a esos sitios cuando en el salón principal del Grand Hôtel, en la calle Scribe, bajo las más opulentas cúpulas del Segundo Imperio, puede contarse con la presencia de madame Guy de Rothschild, de Marie-Hélène, de madame Elie de Rothschild, de Liliane, de las princesas de Kent y de Fürstenberg o de Paloma Picasso.

En el Grand Hôtel presenta su moda Jacqueline, la vizcondesa de Ribes. Siendo una mujer joven, dicen las buenas lenguas, cuando todavía no confeccionaba ropa, conocía a todos los famosos que ahora la aplauden desde sus mejores asientos. Las malas lenguas, en cambio, dicen que parte de esos famosos han sido alquilados a través de madame Dumas, la agente parisina que tiene también bajo contrato al duque de Orleáns.

El público en la presentación de Jacqueline de Ribes parece menos profesional que el de las carpas. Por la frescura de sus cosméticos, esas mujeres no pueden venir de otras citas, deben de haber venido al Grand Hôtel directamente de sus mesas de tocador. Todo en ellas es impecable, nada brilla salvo el cabello y los labios. Su delgadez bajo los estrechos vestidos no hace sospechar ningún esfuerzo, más bien una estricta desgana de comer algo que no sea una base de alcachofas y unas tiras de filete de lenguado. En sus pañuelos de seda de Hermès sacan a pasear a la fauna del África francesa, con lo cual, según el drapeado, se les clava en el pecho el cuerno de una gacela o la pezuña de una cebra les golpea la garganta.

Para este pandemonio de damas parisinas cuenta en la moda, únicamente, lo que ellas también puedan vestir. Una excepción la hace el vestido de novia al final del desfile, algo de por si impracticable, ya que en el caso de todas ellas el momento de pasar por el altar quedó atrás hace mucho tiempo. Como una anteojera, al vestido le crece desde el talle una especie de corola gigantesca que llega hasta más arriba de la cabeza, como si hubiera que proteger a la novia de un repentino cambio de opinión.

A menudo lo sensacional de un desfile de moda no está en la moda en sí. Porque a menudo lo que queda bien grabado en la memoria, más que las prendas de ropa, es la puesta en escena. La moda, para decirlo de una forma guarnecida, sólo ofrece el pretexto para un nuevo tema de conversación.

Yamamoto hace que una luz, en tupido haz, sea disparada desde los cañones de la luminotecnia; las bolas de luz de un faro examinan las cabezas de los espectadores; mientras unos dedos incandescentes revuelven la oscuridad de la carpa, sobre la pasarela, las modelos, que agitan en sus manos unos cristales de cuarzo, desfilan barriéndolo todo, como escobas. Frente a esas salvas, esas franjas y fragmentos de luz, pueden preservarse en la memoria, a los sumo, tres vestidos de noche. Bajo el chiffon negro, sólo mínimamente suspendido, revelan el trasero desnudo de su portadora junto al desfiladero que lo divide en dos. De ese modo, nadie para quien la moda no signifique gran cosa se quedará allí sentado durante esas horas aburridas.

El desfile de moda, como espectáculo, no conoce barreras civilizatorias. Valses de Musette, coros de cosacos, aviones en vuelo rasante, vuelos de moscardones, apocalipsis generados por sintetizador, Peer Gynt, inicios del año escolar en los Cárpatos, misas en Harlem, Bad Fuchsl y Córdoba en las mismas aplicaciones de un cuello, Noche de paz o la paz de los relojes de juguete, juegos de cintas chinas combinados con chales búlgaros sobre los hombros, pies en cruz metidos en zapatos de gamuza bávara, las poses de locura del rey Luis de Baviera enfundados en chaquetas típicas, acompañados de cantos tiroleses y cítaras, de plumas negras y verdes de urogallo, a lo bersaglieri, como setos en torno al escote, sacos a cuadros de gánsteres con Lieder de Schubert, bolsos rodantes llevados de una cuerda, como perritos, palomas blancas posadas sobre un haya roja con la base cubierta de musgo, neviscas con niños encapuchados y un macho cabrío de pelaje negro: en fin, un popurrí sin límites.

En Chloé, durante un desfile de vestidos de franela al estilo de la Dietrich, alguien grita a toda voz llamando a Josef von Sternberg. Luego los gritos amainan bajo el repique de un carrillón de Potsdam, el cual, por su parte, deja de sonar para dar paso a un arrollador violín gitano. A continuación, se anuncia alguna calamidad, y se emplean para ello los melifluos tonos de una verbena, y entonces todos creen que pronto llegará el asesino y se llevará a la doncella con su vestido llevado al extremo. En Claude Montana se emiten, como en los deportes de fuerza, gritos de alivio, así como las duras señales de unos pastores sardos que intentan entenderse a través de las montañas, desde distancias enormes.

Entre esos polos de tonos suaves o exagerados, de elegancia solemne y diseños subversivos que, en el mejor de los casos, pueden contar con una indignación entusiasta, se despliega el arte de las modelos. Cuando avanzan lentamente, como dueñas y señoras, parece como si delante de ellas se abriera una calle y una especie de turba de figurantes rústicos y utilitarios se apartara hacia uno y otro lado. Y cuando tienen que darse prisa, también como dueñas y señoras, ya que con pasos largos y rápidos es más bonita la manera en que ondea una toga, surge la impresión de que corren a cerrar en su castillo alguna ventana abierta, ahora que ha entrado de golpe una ráfaga de tormenta. Todo el tiempo irradian desprecio por quien financia sus vestidos. O, como mujeres pícaras de caderas pronunciadas, muestran un abierto orgullo por la ruina de éste. Con una sonrisa sonámbula, portan sus embarazos enfundados en vestidos estilo Imperio, con las manos plegadas sobre el elevado vientre. O hacen mohínes frente al espejo de una polvera, o transforman la larga pasarela en un serrallo adormecido.

Como ejecutoras de una pantomima, jamás piden piedad por un atavío ridículo. Apuestan por la virtud del dinero, ya que las más bellas entre ellas ganan unos 3500 euros por desfile y recorren la pasarela hasta cuatro veces al día. Están gestualmente preparadas para todo, para el cielo, el infierno, el Juicio Final o el sacrilegio. En el desfile de Thierry Mugler, el coro de una catedral entona el Hossana in excelsis, y, para acompañarlo, las modelos llevan trajes de esgrima concebidos como vestidos de noche, con protecciones acolchadas hacia la entrepierna, a fin de protegerlas de la estocada enemiga. Expuestas a cualquier fechoría, se ajustan cada dedo de su guante negro hasta el empalme con el nudillo y mueven la tela de chiffon como una fusta a través de la mano de delgada hechura.

De entre unos vapores verdes va saliendo el elenco de un burdel infernal, acompañado por los devotos cantos de unos monjes. Madres superioras con paso de ambladura, con bustos turgentes y mentones trituradores, con bolsos en forma de cuenco de llamas ornamental, de molares, con elfos cocainómanos que menean unas colas bajo unas chaquetas de esmoquin abotonadas a la espalda y alzan una pierna hasta la altura del hombro. En el Agnus Dei, se ve a María Estuardo avanzando hacia el cadalso. Las hijas de los verdugos tiran de los regazos de sus sastres y se alegran por la cálida mujer a la que unas sirenas de ambulancia prometen aún la salvación. Pero el Réquiem ya ha comenzado, seguido de las voces de unos mozos en honor de una novia vestida de blanco.

Lo aprovechable en la moda, en este desfile blasfemo, sólo se revelará al conocedor, al habitué. En su sobreexcitación, en su capacidad para no escandalizarse ya por nada, sólo él podrá descubrir entre los vapores, entre los extáticos oratorios y las colas satánicas los primeros atisbos de lo nuevo, eso que algún día podrá marcar el gusto.

Tras un desfile de moda, el modisto se muestra en la pasarela. Para algunos el aplauso pasa a convertirse en ovación. No a todos se les notaría en la calle lo que son realmente. Yves Saint Laurent elude los vítores como un maestro de cálculo mal pagado; Christian Lacroix lo hace como un cocinero que siempre está buen humor, mientras que Karl Lagerfeld camina por entre las exclamaciones jubilosas como un rey bajito y harto que acaba de desatarse la servilleta. Y como lo haría un harén con el amante, sin envidias, también las modelos celebran al modisto. Es una especialidad criminal a la que aquí se le rinde tributo. Dos veces al año ha de aparecer algo nuevo en el escenario, o por lo menos el modisto ha de estar en condiciones de simular que lo que presenta tiene carácter de novedad.

Quien conoce al modisto o es, por naturaleza, atrevido, se cuela, tras el desfile, detrás del escenario, donde sirven el champán. También aparece por allí el habitué, ese que ya está harto de todo. Para no dejar entrever su curiosidad, intenta dotar su presencia de cierta frialdad. Se mantiene aparte con su copa, a la espera de que se despeje el pelotón de los que felicita, de que las alborotadas audiencias dejen de ser tan fortuitas. Sólo entonces camina directamente hacia el modisto para que éste pueda ir extendiendo su mano y llamarlo por su nombre de pila.

Tras unos paneles abiertos y dispuestos en forma de camerinos, las modelos ya están cambiándose. Se dejan ayudar para sacarse los nuevos modelos de ropa y se mueven, en su desnudez, con tal sentido práctico, como si aquellas prendas de ropa no fuesen más que un uniforme de trabajo. Entre las enormes muchachas pululan los asistentes, moviéndose como pequeños maquinistas. Entre las maniobras de los peluqueros, que ahora deben alisar los peinados altos como torres, vuelven a sobresalir las cabezas de delicada osamenta de las etíopes. Las negras, cuyos empinados traseros convierten en una ironía cualquier vestido de noche, se deshacen de sus medias dando saltitos de ambladura. Y de repente todas se muestran en su belleza original, sin gestos profesionales, entre las demás personas.

La vivencia de ocho días de moda se va achatando hacia el final, convirtiéndose en una monotonía ruidosa. Es entonces cuando todos se alegran de un incidente como el siguiente: en el hotel Intercontinental, en la calle de Castiglione, esquina con la calle de Rivoli, donde se hospeda mucha gente del mundo de la moda, la suite de un jeque árabe ha quedado destrozada por su halcón de caza.

Marie-Luise Scherer (1938-2022)