Conversión

En una pintoresca villa, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía un matrimonio que no se distinguía de las infinitas familias de la población por su talento, por su belleza, por su fortuna ni por ninguna otra circunstancia que los hiciese notables.

Vivían en paz a ratos, pues su diferente modo de apreciar las cosas producía frecuentes altercados (que cual nubes de verano se desvanecían en breve), consistiendo su dicha en la contemplación y admiración de dos robustos hijos; y sus bienes de fortuna en la casita que habitaban y un pequeño campo en el que cosechaban trigo, aceite y vino, algo más, no mucho, de lo que se necesitaba para el consumo de la familia.

En el tiempo que medió entre el nacimiento de Alfonso y el de Jacinto, que así se llamaban los muchachos, habían venido al mundo y muerto en muy tierna edad dos hermanitas, mediando ocho años de diferencia en la edad de ambos. El padre era tan condescendiente con los dos hijos como duro e intransigente con su mujer, y como siempre los defendía y jamás daba la razón a su madre cuando con justicia los reprendía, increpándola con palabras groseras, de aquí nacía una falta de respeto de parte de aquellos para con la autora de su existencia.

Alfonso estaba matriculado en la escuela pública y asistía a las clases cuando lo tenía por conveniente, yendo unas veces al campo con su padre, donde no tenía nada que hacer, y otras a jugar con otros niños desaplicados como él, persiguiendo a las gallinas, apedreando a los perros o cogiendo y comiendo la fruta ajena a medio madurar.

Cuando tales fechorías se averiguaban, el padre solía reprenderle suavemente, pero en cuanto su madre mezclaba su filípica un poco más severa a los blandos consejos del jefe de familia, este le mandaba callar, y solía añadir que para ser tan instruido como ella y para convertirse en un trozo de alcornoque siempre llegaría a tiempo, aunque perdiera muchos días de clase. La mujer unas veces prorrumpía en llanto, otras dominaba con trabajo su justo enojo, y otras, en fin, denostaba a su esposo promoviéndose una de las conyugales reyertas de que llevo hecha mención. En cualquiera de estos casos, el chico se quedaba tan satisfecho, mirando a su madre con aire de triunfo, y pensando en sus adentros qué nueva diablura llevaría a cabo.

Al empezar esta verdadera historia, Alfonso tenía 12 años y 4 por consiguiente su hermanito. Este se hallaba más encariñado con su madre, pero tampoco la respetaba y se rebelaba contra los pequeños castigos que se veía precisada a imponerle.

Había habido en el pueblo algunos casos de sarampión; propuso el padre que se retirase a Alfonso de la escuela, y su esposa replicó con dulzura que ya había hablado con el profesor acerca del particular, y este le había asegurado que ningún peligro corría en su establecimiento, antes bien, como les sería imposible retenerle en casa, por las calles podría tener roce con algún niño que se hallase en estado de convalecencia (que es el más peligroso para el contagio) al paso que en la escuela no eran admitidos hasta transcurrir cuarenta días desde la invasión.

Contra su costumbre se dio el hombre por convencido y el chico siguió yendo a clase durante tres días; al cuarto, se les antojó a él y a otro compañero saltar la tapia de un huerto vecino y darse un atracón de higos, pero fueron vistos por otros condiscípulos y delatados al maestro, el cual envió a su pasante que los condujo a su destino cogidos de la oreja. Fueron reprendidos en presencia de todos los compañeros, y condenados a una hora de arresto. Alfonso sentía, un poco el escozor de la oreja, en cuanto a la reprensión no le impresionó gran cosa, y menos aún el temor del arresto, pues esperaba confiadamente que su padre iría a exigir que se levantase, mas esperó en vano, pues aquel estaba trillando, comió en la era, y no se enteró del castigo de su hijo, el cual llegó a su casa una hora más tarde vomitando improperios contra el maestro, el pasante y el niño delator, y preguntando a la madre por qué no había ido a buscarle. Esta le mandó callar, y como el muchacho insistiese en sus quejas y desvergüenzas le aplicó una bofetada.

El berrinche de Alfonso fue mayúsculo, piramidal, no comió ni hubo medio de hacerle ir a la escuela.

Al retirarse su padre por la noche le dio la razón y le suplicó que cenase, pero él dijo que se sentía enfermo y que no tenía apetito. El labrador reprendió a su mujer y aseguró que al día siguiente pondría las peras a cuarto al profesor y su pasante; pero tuvo otra cosa más perentoria en que pensar; pues el chico amaneció con calentura, llamose al médico y declaró que tenía el sarampión: contagiose también Jacinto, el cual se salvó, pero Alfonso, indócil y rebelde, ni quiso permanecer quieto y abrigado en la cama ni tomar los sudoríferos y otros medicamentos y se arrancaba los sinapismos, de modo que no pudiendo verificarse la erupción, falleció a los ocho días.

Llorole la madre con verdadero dolor, pero se consoló con resignación cristiana; y en cuanto al padre, ni el médico, ni el cura ni el maestro ni aunque le hubieron predicado frailes descalzos, nadie ni nada fue suficiente para convencerle de que la coincidencia del disgusto del niño y su enfermedad fue completamente fortuita, que ni un tirón de orejas, ni un arresto, ni una bofetada dan por resultado la invasión del sarampión y que otros muchos chiquillos, entre ellos Jacinto, la habían sufrido sin que en ellos hubieran mediado tales circunstancias. Se obstinó, pues, en que le habían muerto a su hijo, y se hubiera separado de su mujer de no haber temido el escándalo, pero si la separación no se efectuó, quedó la madre privada de intervenir poco ni mucho en la educación de Jacinto, y el padre se vengó del profesor colocando al niño en una escuela laica, que poco tiempo antes se había establecido en el pueblo; cuyo director, solo atento al lucro, odiaba al maestro titular y halagaba las pasiones de los padres de familia, adulando a los discípulos y tolerando sus defectos.

Inútil nos parece decir que si Alfonso crecía holgazán, procaz y caprichoso, Jacinto lo fue mucho más, no pudiendo tolerar su padre que nadie le corrigiese. Pasaré, pues, por alto sus primeros años, que fueron muy semejantes a los de su hermano mayor, para asegurar que llegó a ser un joven sin temor de Dios, sin amor filial y sin respeto ni consideración a persona alguna.

El padre hubiera deseado que no se moviese de la población y quedase al cuidado de la hacienda, pero él miraba como una deshonra el ser labrador, habló con insultante desprecio de la agricultura y cuantos a ella se dedican, y declaró que quería seguir una carrera en que pudiese lucir su talento; y su voluntad fue respetada como lo había sido siempre.

En la escuela laica se enseñaban bien o mal las asignaturas de la 2.a enseñanza, él las cursó allí, y el Maestro le acompañó a la capital de la provincia, le recomendó a los Catedráticos y se graduó de bachiller.

Quiso después seguir la carrera de médico, los padres se desprendieron de gran parte de sus ahorros, le llevaron a la capital del distrito universitario, pagaron la matrícula, y le dejaron instalado en una buena casa de huéspedes.

Era su compañero, entre varios jóvenes que allí moraban, Enrique, muchacho juicioso y prudente, simpático y candoroso, que acaso por la ley de los contrastes trabó con Jacinto amistosas relaciones.

El primero, sin embargo, era puntual en su asistencia a las clases, mientras su amigo hacía faltas frecuentes, como habían hecho su hermano y él en la escuela de 1.a enseñanza; su amigo le aconsejaba que estudiase y aprovechase el tiempo para no exponerse a perder el año, y dar un cruel disgusto a sus padres; pero él se encogía de hombros y solía contestar:

—Déjame en paz, que yo no soy ningún chiquillo y ya sé lo que me hago.

Otras veces preguntaba el mal estudiante al bueno:

—¿Dónde vas?

—Toma, a cátedra.

—Pues yo me voy a jugar al billar, que es más divertido.

—Al fin del curso lo encontrarás.

—Bueno, repetiré el examen en Septiembre, y si no, el año que viene.

—Pero ¿y tus padres? No los amas, por lo visto.

—¿Qué quieres que te diga? Mi madre es una ignorante, y padre un majadero, que me ha criado a mis anchas, haciendo siempre lo que me ha dado la gana; con que ahora, que soy un hombre, mira si por complacer a los vejetes iría a privarme de jugar y divertirme.

—Pues yo por mis padres daría mi vida entera.

—Y yo, por los míos, ni una hora.

Frecuentes eran entre los jóvenes estos altercados, pero siempre volvían a quedar amigos.

Jacinto perdió el año.

Fue a su pueblo, no obstante, y dijo a sus padres y a cuantos quisieron oírlo que había sacado la nota de sobresaliente en todas las asignaturas. La mentira se descubrió cuando al empezar el curso siguiente, el buen padre, que contra la voluntad del joven, se obstinó en acompañarle, se disponía a entrar en la secretarla para matricularle de las asignaturas correspondientes al 2.o año, pues entonces hubo de confesar que no tenía aprobadas las del primero. Reprendiole con la suavidad acostumbrada, le prometió callar el secreto, y le exhortó con lágrimas en los ojos a que aprovechase el tiempo, manifestándole que había tomado dinero a crecido interés sobre la casa y la tierra, y que si su carrera duraba muchos años se arruinaría completamente. Jacinto quiso tener razón, trató a su padre de interesado y egoísta, y aseguró que le sobraba talento para estudiar los dos años en uno.

En efecto, no era tonto, pero no tenía el hábito de estudiar ni trabajar, y cada día se aficionaba más al juego y a francachelas. Enrique, por el contrario, era un modelo de estudiantes, pero seguía profesando a su compañero un cariño casi fraternal, pagaba, algunas veces sus pequeñas deudas y se abrogaba las funciones de mentor, lo cual le costó algunos disgustos. Un día le increpó duramente tratándole de mal hijo y de hombre desalmado y sin pundonor, y el calavera contestó que él no se dejaba insultar por nadie, y que era necesario lavar con sangre aquella ofensa, para lo cual, al día siguiente, le mandaría sus padrinos.

Enrique contestó sonriendo desdeñosamente:

—¿Y crees que por un mentecato como tú voy a exponerme a perder la vida o a cometer un homicidio, causando en cualquiera de los dos casos la desgracia de mis amantes padres?

—Pues yo tendré el derecho de llamarte cobarde.

—Y yo de no hacerte caso.

—Lo diré a todos nuestros compañeros.

—Todos te conocen y me conocen.

Separáronse enojados y estuvieron unos días sin hablarse, pero olvidaron con el tiempo el incidente y volvieron a tratarse como amigos.

La desaplicación de Jacinto dio el fruto que era de esperar, o mejor dicho de temer; aquel año no se atrevió a presentarse a exámenes ni fue a su pueblo por las vacaciones.

Los compañeros fueron desfilando, Enrique se separó de él con tristeza, y en el mismo día recibió Jacinto una carta de su padre (la primera en que se permitía reconvenirle seriamente). Acompañaba dinero para el viaje, y añadía que infiriendo de su silencio que también había perdido el curso, le ordenaba que en uno u otro caso se trasladase a la casa paterna, que si le presentaba las pruebas de su aplicación le acompañaría nuevamente el año inmediato, aun a costa de los mayores sacrificios, y si era cierto lo que sospechaba, tendría que abandonar la carrera.

El pobre hombre no contaba con la huéspeda, que en esta ocasión era la patrona, a quien, como el sastre, el zapatero y a algún otro debía bastante, de modo que con la cantidad recibida no podía pagar ni siquiera la mitad.

¿Y cómo viviría en adelante?… Porque su orgullo no le permitía volver a su casa y confesar la verdad.

Tomó por fin una resolución que él creyó heroica. Me voy a la casa de juego, dijo, si la suerte me es favorable, otras veces he empezado con menos y me he retirado con pingües ganancias, y si lo pierdo todo, me suicido. Si los imbéciles de mis padres se quedan sin hijo, peor para ellos, por qué no me educaban mejor.

No estaba allí su ángel bueno, que quizá se hubiera enterado y hubiese tratado de disuadirle. Entró en la casa de juego fuera de sí, jugó sin tino, loco, desesperado, y no acertó ni una sola carta, no levantándose de la mesa hasta que perdió la última peseta.

Ahora el suicidio, dijo, y mientras se dirigía a su casa iba reflexionando que no le había quedado dinero para comprar un arma… Acordose entonces de una que conservaba como prueba de amistad. Enrique, que tenía parientes en Navarra, había ido el año anterior a visitarlos y había traído de la famosa fábrica de Éibar una daga cuyo precioso puño tenía incrustaciones de oro. Jacinto se prendó de ella y el otro se la regaló.

Entrar en su cuarto, apoderarse del arma, y salir dejando abierto el armario como también la puerta de la habitación fue obra de un momento.

Una vez llegado al campo, buscó un lugar poco frecuentado, y se clavó la daga en el pecho; se tambaleó y cayó bañado en sangre.

No había transcurrido un minuto, cuando acertaron a pasar dos hermanas de la Caridad, viéronle, se acercaron solícitas, y mientras la una corría a dar parte al primer agente de la autoridad que encontrara, la otra se arrodilló a su lado, levantó su cabeza y le habló de Dios.

—Yo tengo envidia a esos que creen en Dios, yo no creo —dijo el herido con débil acento.

—¿No? ¡pobre desgraciado! ¿Quién si no Él nos ha traído a este sitio, por donde apenas acostumbramos pasar?

Probó la hermana a extraer el arma, vio que estaba hondamente clavada, y dijo que sería preciso que esta operación la llevase a cabo el facultativo, pero que antes se habrían de administrar al paciente los Santos Sacramentos. No contestó este, y tomando su silencio la religiosa como signo de asentimiento, habló de Dios con palabras tan persuasivas, con voz tan dulce, con tan divina inspiración, que Jacinto confesó después que, en el estado de postración en que se encontraba, le pareció que había muerto, que en efecto había Dios, el cual le había perdonado, y que eran los ángeles los que le hablaban aquel hermoso lenguaje.

Al ponerle en la camilla, se desmayó y al volver en sí se encontró en la casa de socorro. Un sacerdote se había instalado a la cabecera de su lecho. Las palabras que él le habló suaves, consoladoras, llenas de misericordia y de amor, eran la continuación del discurso de la religiosa.

—¿Por qué no me habrán hablado antes así? —decía él y desde entonces se creyó que era otro hombre y se consideró con fuerzas para vivir. Recibió los Sacramentos y sufrió resignado la primera cura que se llevó a cabo con felicidad.

Enterada la patrona, que era compasiva, pidió que le llevasen a su casa y escribió a sus padres y a Enrique.

Los primeros se pusieron inmediatamente en camino el segundo anticipó su regreso.

La curación fue rápida y lo que es mejor, el alma de Jacinto también quedó curada, acabó su carrera con lucimiento, hoy día es un famoso médico, buen hijo, excelente amigo, y como tiene sentimiento religioso y conciencia de sus deberes, obra de suerte que se ha captado el aprecio y simpatía de cuantos le tratan.

Pilar Pascual de Sanjuán (1827-1899)