El hombre de las gafas

El 3 de diciembre (era un jueves) el hombre salió de su estudio mísero situado en la periferia de la ciudad. Su pelo estaba revuelto, la barba larga e hirsuta por el frío, y las ojeras daban a sus mejillas una sombra negra. Tuvo la sensación, vaga y casi ajena, de tambalearse, y el crujido de la escalera de madera retumbó muy cerca de sus oídos.

En la entrada de los estudios, la portera que apartaba la nieve con una pala se detuvo y clavó la vista en él.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Son las nueve —contestó ella, y le siguió curiosa con sus ojos rojos—. ¿Ha estado fuera estos días? —preguntó por fin.

—¿Qué días? —dijo él haciendo un enorme esfuerzo para pronunciar las palabras—. No me he movido de la ciudad.

—Lo decía porque no le he visto —explicó la portera.

El hombre habría querido recordarle que justo la noche anterior había pasado a recoger el correo en su cuchitril; pero pensó que era inútil tomarse la molestia con semejante bruja. Y prosiguió por la calle helada, abajo, seguido de la estúpida mirada de la mujer.

Eran las nueve; iría a la lechería a desayunar y después intentaría que las horas transcurrieran de cualquier forma hasta el momento de ir con ella. Como el día anterior había sido fiesta, no había podido verla. «¡Qué domingo más horrible!», pensó. Recordaba haber errado todo el día por las calles de la ciudad, bajo las casas altas y oscuras y en la nieve sucia, intentando distinguir en algún sitio esas redondas pantorrillas desnudas, esos graciosos ojos de pájaro. Tal vez por eso se había despertado con los huesos molidos. Naturalmente, ayer todo su errar de loco había sido inútil; pero hoy, como siempre, la vería. Ante esa certeza, una niebla le veló las pupilas, y la sangre le corrió al corazón interrumpiendo su respiración.

Andaba sobre la nieve blanda sin mirar, hundiéndose a menudo en las negras huellas de los caballos. Altísimos árboles sin sombra sobrepasaban las casas de tejado blanco. Delante de la lechería, tres hombres habían encendido un fuego; se sentó en su sitio habitual, dando la espalda al espejo empañado, y se quitó las gafas. Diligente, la lechera se acercó; pero él tenía la sensación de ver las caras a su alrededor extrañamente deformadas y entumecidas, llenas de ojos y sin labios. Además, sentía que se tambaleaba.

—¿El señor ha estado enfermo estos días? —preguntó la voz de la lechera.

—¡Que no! —respondió él con sequedad—. Recordará que anoche estuve aquí y me sentía muy bien.

—¡Pero bueno! —exclamó ella asombrada—. Usted no ha venido aquí desde el domingo.

—Ayer, justo, domingo —murmuró aturdido.

—Pero si hoy es jueves —prosiguió la mujer.

Él negó con la cabeza y calló, con desprecio. Nadie mejor que él podía recordar que el día anterior había sido domingo; nadie conocía como él la ansiosa fiebre de los domingos, los continuos paseos, las inútiles esperas. Ahora la niebla incomprensible se espesaba a su alrededor y sentía el oscuro temor de ir a desmayarse en aquel lugar. «Mi frente golpeará el mármol de la mesita», pensó. Pero sintió que sus dientes penetraban en el pan fresco y su lengua árida se humedecía. Las manos le temblaban al partir el pan, y tragaba con dificultad; pero ahora, tras el cristal opaco, percibía con mayor claridad los árboles como grandes pájaros inmóviles. Le pareció oír el silbo del viento, y salió a la calle; desde la tienda le observaban miradas piadosas. «Es jueves —pensó— y ayer fue domingo. No es posible». Y se rio con sarcasmo ante tal absurdo.

—A ver, muchacho, ¿qué día es hoy? —preguntó al guardián del establo, con aire de borracho.

—Jueves —respondió aquel, mirándole de forma torva, con recelo.

—¡Dios mío! —murmuró él, y con esfuerzo intentó recordar, y volvió a ver sin ninguna duda la noche anterior, festiva, las tiendas cerradas, la multitud, su ansiedad, y cómo se había encerrado en su estudio, por la noche, después de haber recogido el correo donde la portera.

Atravesó el puente de hierro, con la barandilla de arabescos, en vilo sobre el río helado. El cielo estaba verdoso, cerrado. Aparecieron las cúpulas de la ciudad, los campanarios puntiagudos. «¿Adónde han huido estos tres días?», pensó ofuscado. Y rio fuerte, oyendo su propia voz retumbar un rato en el puente vacío.

—Sin embargo, nunca bebo —dijo en voz alta, como para justificarse.

Y de repente se dio cuenta de que estaba ya cerca de la escuela. El patio había sido barrido con esmero, pero el tejado estaba cubierto de nieve. «Todavía faltan dos horas para que salgan», pensó desorientado, y caminó hacia delante y hacia atrás por el patio, con los brazos junto a las caderas, como una marioneta. Por fin salió del patio y se dirigió, indolente, hacia el prado, mientras oía el atormentado deshielo de la nieve bajo sus pies; se paró bajo un árbol pequeño de ramas finas y secas, y sonrió al pensar que ya solo tenía que esperar y que allí la vería. Pero le pareció ver su propia sonrisa deformada, nueva, ante sí mismo, en un espejo, y se sobresaltó.

Por esa calle no pasó nadie; en algún momento oyó el ruido aplacado de un carro, los cascos de los caballos que batían la nieve. Pero todo estaba muy lejos. El frío y la inmovilidad le dejaron inerte, y su inercia le asustaba; pero la idea de mover un miembro de su cuerpo, aunque solo fuera levantar una mano, o pestañear, le producía todavía más temor. Sentía que mantenía con dificultad el equilibrio ante un enorme vacío, y que habría bastado un mínimo gesto para hacerle resbalar desde el borde. «Ahora perderé la razón, me volveré ciego y caeré, no puedo impedirlo», pensó con una lucidez repentina.

Pero advirtió que el timbre que anunciaba la salida sonaba en ese momento. Poco después oyó los gritos de las alumnas y vio correr afuera a las primeras, con sus impermeables y sus gorros y las carteras colgando de las correas. Hablaban en voz alta, se mantenían juntas y reían; le pareció ver centellear entre ellas esa sonrisa, y se apoderó de él un temblor convulso; pero se había equivocado. Ahora sentía un calor abrasador en todo el cuerpo, excepto en las manos, que estaban sudadas y heladas.

Finalmente vio salir a su grupo. Reconoció enseguida a las tres chiquillas que cada día salían con ella, pero hoy no estaba. Caminaban tranquilas, sin hablarse, y reconoció a lo lejos la capa parda de la más alta y su orgullosa manera de avanzar, con la barbilla alzada. Sentía que no soportaría la espera y la duda ni un minuto más, pero no daba un paso. Vio entonces con claridad que una de las tres se separaba del grupo y caminaba en su dirección.

A medida que se acercaba, podía distinguir mejor a esa chiquilla robusta, su rostro redondo con ojos oscuros y vivarachos, las manos gorditas que sujetaban la mochila. Llevaba una corta capa de la que sobresalía una punta de la bata. No tenía, como ella, las piernas desnudas, sino cubiertas por medias de lana. Se paró ante él y le miró fijamente, dubitativa, moviendo apenas los labios. Él sintió una voluntad desesperada de formular la pregunta, pero de su pecho no salía ningún sonido.

—Murió ayer —dijo la muchacha, sin esperar la pregunta—, murió de repente, pero ya estaba enferma.

—¿Cómo? —dijo él, y se asustó al oír su propia voz distinta y clara.

—El profesor ha hablado de ella y todas nos hemos puesto de pie —continuó—. Yo también dije: «Presente», cuando la han nombrado.

Mientras hablaba, estaba observando al hombre con una atenta curiosidad. Él estaba quieto contra el árbol y las gafas empañadas escondían su mirada; tenía extrañas hinchazones en las sienes y la frente, y la barba convertía en gris su cara viscosa y enferma. Sus labios flojos, sin color, balbucearon débilmente, y el cuerpo sobre el que su ropa sórdida estaba como pegada se agitó convulso, mientras sus manos parecían aferrarse al vacío. Sin hablar, él se dio la vuelta, y la niña vio cómo descendía por el camino; con los brazos abandonados y los hombros encorvados, con una pesada torpeza, parecía caerse hacia delante en la niebla.

La niña volvió atrás, hacia la escuela; sus compañeras, sin duda cansadas de esperarla, se habían marchado, y las ventanas estaban cerradas; también la verja estaba cerrada, y se maravilló de que la escuela, antes tan animada, en pocos minutos hubiera quedado desierta. Le pareció tener ante sí un largo intervalo de tiempo que no sabía cómo ocupar. Una niebla inesperada, pesada, había cubierto la parte baja de la ciudad, pero las cúpulas y las cúspides de las torres estaban todavía libres, y parecían suspendidas en lo alto. Desde la explanada ella veía las calles, el puente y el río, pero todo indefinido, sumergido. Caminó entre los árboles, y la escuela ya no se veía; recorrió un camino de nieve sin hollar y se apresuró al pensar: «Voy a su casa».

El lugar al que llegó no le resultaba conocido; era vasto, inmerso en la niebla, y allí surgían altos edificios cuyas formas y colores no se distinguían. Un gentío oscuro merodeaba con una velocidad febril, sin tropezar ni pararse, y de esa multitud sin número ella no conseguía distinguir ni las caras ni las formas de la ropa; todos se cruzaban y se adelantaban alrededor de ella, y el sonido de sus pasos era continuo, parecido a una lluvia, y como aplacado por una inmensa distancia.

También ella empezó a correr.

—¡Maria! —llamó fuerte; y un eco devolvió su voz, luego otro eco, desde puntos alejados—. ¡Maria! —repitió, y se detuvo confusa.

Una voz sofocada, huidiza, como si jugara al escondite, respondió finalmente:

—Clara.

Y ella se movió sin dirección entre esa multitud apresurada, que la rozaba sin tocarla. Gritaba, al correr, el nombre de su compañera, hasta que la vio parada en medio de la gente, de pie. La distinguía cada vez más clara; ella tan solo llevaba su bata de la escuela, y tenía los ojos fijos y completamente abiertos.

—¿No tienes frío? —le preguntó, y no obtuvo respuesta—. El viento te ha despeinado —le dijo.

Entonces ella, con un gesto distraído, se pasó dos dedos entre sus rizos.

—¿Sabes? Le he visto y le he hablado —continuó Clara en voz baja. Su amiga se apartó de ella con una mirada perdida, negando con la cabeza—. No quería asustarte —se disculpó Clara entonces, y se apoderó de ella una inquietante ansiedad. En el rostro de su compañera se habían formado algunas arrugas, sus pupilas se volvieron opacas, y aparecía mucho más delgada. «Seguro que es por la enfermedad», pensó Clara.

—Ha sido él quien me ha matado —dijo Maria enseguida, con una voz tan aguda que ella se estremeció. Pero ya no era posible entenderse sin gritar; ahora toda aquella gente en su huida levantaba alrededor un viento estrepitoso y era necesario mantener los brazos pegados al cuerpo para sujetar la ropa.

—¿Por qué quieres hablar en medio de tanta gente? —preguntó ella—, ¿por qué no nos retiramos a un rincón? —Pero no consiguió que se oyera su propuesta, ni su tono de reproche.

Maria agachó la cabeza, seria y absorta, como quien recuerda con mucha dificultad. Cuando volvió a hablar, bajó la voz hasta tal punto que sus palabras se perdían en el silbo del aire y apenas se comprendían por el movimiento de los labios. Parecía no percatarse de la niebla ni de la huida circunstante, y hablaba a veces deprisa, a veces con lentitud, como un pájaro perdido que agita sus alas.

—Me esperaba cada día cerca del árbol —murmuró, mirando de soslayo alrededor.

—Cada día, cerca del árbol —repitió su amiga dócilmente.

—Y cuando caí enferma —prosiguió Maria, con sigilo—, de repente entró en mi cuarto. El aire no era claro, y yo creía que me encontraba con vosotras en la calle. Os reíais de sus gafas, y yo os dije gritando que le echarais; pero luego recordé que me había quedado en la cama por la fiebre y que aquel era mi cuarto. Él se iba agrandando como una mancha negra, acercándose desde el fondo de la pared, y decía: «Aquí estoy, he venido». Chasqueaba los dientes mientras intentaba sonreír. Yo grité: «¡No te conozco! ¡Vete!».

»Entonces se quitó las gafas para que le reconociera, y descubrió sus dos ojos quietos.

»“¿Por qué miras fijamente como un ciego?”, pregunté.

»“Porque duermo —me respondió—, estoy cansado. Ayer fue festivo, tú hiciste fiesta, y estuve deambulando hasta la noche para encontrarte, olisqueando en la nieve como un perro para buscar las huellas de tus pies. Estoy cansado, los brazos me pesan, las rodillas se me doblan”.

»“Vete —le dije—, este cuarto es mío. Tengo miedo”.

»“Quiero darte miedo —respondió balbuceando—, pero todavía no me atrevo a tocarte”.

»Y yo comprendí, por el movimiento de sus manos, que debía matarme. Me daba vergüenza hablar de ello a mi madre, que no le veía a pesar de que él estaba siempre de pie en un rincón. Durante todo el día y la noche permaneció allí, y yo mantenía la mirada clavada en él sin poder dormir ni un minuto, porque el colchón ardía y las mantas pesaban. Por la mañana me dijo: “Mañana”, y cada vez más despacio repetía “mañana”. Habría huido hacia la calle, pero ya no tenía fuerza en las piernas. Nadie me liberaba.

»Todos caminaban de puntillas, y luego comencé a gritar, porque el cuarto se quedó vacío, y no vi nada más, excepto a él. Iba desaliñado, estaba pálido, sus ojos me miraban fijamente, y se tambaleaba, apretando los puños y sonriéndome. Yo sentía caer la nieve alrededor, y las paredes descendían replegándose sobre mí y sobre él. Fue entonces cuando mi madre dijo: “Incluso con tantas mantas tiene frío. La nena está temblando. Hay que ponerle el otro camisón, el de lana”.

»Pasada la segunda noche, el tercer día fue corto como un minuto, y advertí que él se reía con un sonido bajo. Su risotada corría por el cuarto como un ratón, y yo no conseguía echarle, ni siquiera tapándome los oídos. Oía a lo lejos vuestras voces, que hablaban de mí, y comprendía que estabais alrededor de mi cama. “No es posible —pensé— que le permitan acercarse”. Sin embargo, noté su aliento encima de mi cara. “¡No!”, grité, “¡no quiero!”. Él ya no hablaba y sus manos, después de matarme, quedaron flojas como guiñapos; se encaminó hacia una calle alejada, subió unos escalones de madera, hasta una puerta, y sus ojos se cerraron por el sueño. Entonces pude alejarme de él.

—Has gritado mucho, antes —observó Clara distraída.

—Nadie entendía —dijo Maria con voz de llanto, enojada; y volvió hacia su amiga la cara como envejecida, con unos ojos secos que parecían más grandes por la pintura—. Ya no está —murmuró suspirando—. Se ha ido.

En el medio de esas altas casas sin forma, ella parecía tan pequeña, que Clara sintió pena.

—Hoy —le anunció entonces en secreto—, todas hemos respondido: «Presente» al pasar lista, cuando te han nombrado.

Maria se sobrecogió y le dijo: «Ven». Las dos amigas se cogieron de la mano. Maria conducía a Clara y caminaba temerosa, empujando hacia delante su nueva, pequeña cara marchita. El viento amainaba y la multitud se dispersaba a su paso; cuando llegaron a un muro bajo, sobre el que crecía la hierba, la niebla se había vuelto transparente como un cristal.

—Ya no hay nadie —bisbisearon.

Maria se paró cautelosa, todavía desazonada. Luego negó con la cabeza y se encogió junto a la pared, con una ansiosa, extraña sonrisa.

—¡Mira! —exclamó con un breve chillido de triunfo. Y despacio, con infinita trepidación y respeto, como quien descubre un misterio, se abrió el escote de la bata.

«Debajo no lleva nada», pensó Clara.

Inclinadas, miraron juntas, conteniendo la respiración por la maravilla. Se veía que el pecho comenzaba a nacer; en la piel infantil, blanca, a los dos lados despuntaban dos pequeñas cosas desnudas, parecidas a dos nacientes brotes de flor.

Se rieron juntas, muy bajito.

Elsa Morante (1912-1985)