Obras dispersas

¿Es un azar nuestra cultura? Si lo fuera,
reproduciendo las circunstancias que lo provocaron,
podría conocerse lo que harán mañana los hombres…

Es raro que usted me preguntase si me importa hacerme viejo. En realidad, la vejez ha ocupado mucho mis pensamientos recientemente. Verá, la edad, hijo mío, me ha sobrevenido por etapas —o, mejor dicho, por grados— tan imperceptibles, que apenas me daba cuenta de su subrepticio avance. Pero últimamente he prestado atención al asunto debido a cierta dificultad en la respiración y a una acrecentada actividad inconstante en mi corazón, cuando soy lo bastante tonto —u olvidadizo— como para subir escaleras o darme un paseo más allá de los riscos a dónde tenía por costumbre ir.

La edad es un fenómeno curioso, si puedo llamarlo así (pues, para mi paz espiritual, lo clasificaría más bien con los accidentes que con las costumbres de la vida). Los síntomas en mi caso, salvo ciertas pequeñas molestias físicas, tales como las que acabo de aludir, se hallan más bien agradablemente limitados a una falta de —¿cómo lo denominaría?— excitabilidad, quizá… Los ardientes productos de la literatura, que en años más mozos parecían tan tremendamente importantes, apenas pueden despertar ahora en mí algo más intenso que un vago agrado o desagrado. Me he vuelto más interesado por la temperatura de mi té de la tarde, que por el estado actual de las letras; más preocupado por la salud de mi rosal de Martinica que por la decadencia en la elegancia de la forma… temas que antaño me producían un grado de fervor y evangélico celo y que ahora me hacen sentir mansamente desazonado.

La vida de un crítico literario (aunque prefería titular mi «vocación» como un apostolado de las letras), no requiere, después de todo, una violenta actividad física o un esfuerzo emocional. En consecuencia, apenas me he percatado de alguna merma en mis facultades físicas. En cuanto a la vida en sí… mire, joven, cuando lanzo una mirada retrospectiva a mi pequeño puñado de años, hallo singularmente difícil desenmarañar los cabos de mi vida personal del tejido de mi carrera profesional. ¿Le desconcierta? Pues es la verdad. No puedo estar seguro, por ejemplo, de qué era lo que a mí me desconcertaba, me trastornaba más bien, en años recientes: si el fallecimiento de mi tercera esposa, o la lamentable estupidez de los miembros de la Academia Sueca de Literatura, al no haber otorgado el premio Nobel al gran Ezra Pound antes de su muerte (él siempre dijo que quería sobrevivirme, cuanto menos lo bastante como para componer un feroz epitafio para la lápida de mi tumba; yo ataqué demasiado fogosamente, lo lamento, su último volumen de canzoni). Y, al mirar hacia atrás, me encuentro constatando los acontecimientos de mi vida emotiva con los de mi carrera… «¿Cuándo conocí a Par Lagerkvist?», me pregunto. «¡Ah, sí, aquel verano que Bárbara y yo alquilamos la villa cerca de Capri!» O: «¿Dónde estaba yo cuando nació Roger?» «¡Oh, claro, corrigiendo pruebas de mi Filigrana!».

(¿Parecerá todo esto inhumano a la juventud? Bueno, quizás lo sea. ¿Quién fue? —¿Bertrand Rusell?— ¿El que en cierta ocasión observó que los libros constituyen un substituto condenadamente pobre de la vida? Temo ser la prueba viviente de este estereotipado adagio… aun cuando yo siempre repliqué: «Sí, pero la vida resulta condenadamente vacía sin libros»).

¿Me perdona? Ah… usted leyó Filigrana. Bueno, era de una pasmosa trivialidad y me entretuvo todo un verano. Hay un marcado placer en ver a jóvenes periodistas como usted leyendo realmente a alguno de los escritores por los que se sienten atraídos. Es una alegría para mí saber que los jóvenes me recuerdan aún, pues se podría decir que mi mayor pesar en la vida es que no estuve dotado por los dioses para ser un creador en literatura, sino que pertenecí a esa camada menor que simplemente comenta, en letra impresa, sus lecturas. Por lo tanto, me halaga que viniera usted aquí a recoger «material» de un viejo crítico. Me sorprende en efecto que su revista (siento no estar familiarizado con ella, pero nos llegan tan pocas, poquísimas, revistas americanas aquí) tenga algún interés por un pasado caballero de las letras, hasta el punto de enviarle tan lejos para una entrevista. Espero, he de esperar, que no me pedirá mi comentario sobre Mr. Kerouac y su obra, o no me preguntará por qué rehusé asistir al banquete de homenaje a Mr. Graves, este año, en París.

¿Eh? ¿Si es ese mi principal pesar? ¡Oh, probablemente! Me falta, diría yo, la fibra para la obra creadora. Requiere cierta consistencia física ser un escritor de primera categoría, como Tom Wolfe, escribiendo a mano durante cuarenta y ocho horas, teniendo por mesa a su frigorífico o, como Hemingway, sustentándose de ginebra y café durante diez horas seguidas. El teclear una máquina de escribir es dura tarea, joven, se lo aseguro. El excavar zanjas, en comparación, requiere mucho menos esfuerzo, o así me lo han asegurado.

—¿Cuál es mi mayor pena?

¡Ah, qué interesante pregunta! Podría usted decir que lamento principalmente no haber conocido nunca a Yeats. O bien que siento enormemente el haber publicado aquella crítica cruelmente mordaz del Retrato del joven artista, de Joyce, cuando apareció en folletón en El Egoísta, en 1913 (o poco más o menos). Pero… no, eso sería decir a usted lo que esperaba oír, y sería estar pidiendo, rogando la pregunta.

¿He de ser muy reservado y sibilino, joven extranjero? Muy bien. Lo que más siento, es que no viviré lo bastante para leer el monumento supremo de la novela americana, Los que yerran, de Willard Paxton. No será publicada hasta cuarenta años después de mi muerte (si los médicos locales están acertados en su estimación de mi estado general de salud). O bien, que nunca trabaré conocimiento con el despiadado ingenio de esas fulgurantes comedias que obtendrán para el aún no nacido Juan Lucas Jiménez su inmortalidad como «el Shakespeare argentino»… o esos embriagadores sonetos, los Adorantes, que Claude de Montaubon publicará dentro de setenta y seis años. ¿Qué podría esperarse, de un viejo crítico, que lamentara más que el no conocer las obras maestras aún no escritas del futuro, cuyos autores no han nacido todavía?

Sopórteme, joven. Y no necesita mirarme tan… Estoy aún en mis cabales, aunque a veces sea mi cuerpo lo peor de aguantar. Sé que usted no se atrevería nunca a publicar lo que voy a decirle, pero, como no se lo he contado jamás a alma viviente, permita que un viejo charlatán y solitario se descargue, aquí, a la sombra de las rosas estivales…

* * *

Nunca supe su nombre. Para mí, durante muchos, muchísimos años, ha sido simplemente: El Caballero del Vestido Verde. Siempre me resultó un enigma. A veces me pregunto si lo conocí en realidad, o si su alta figura se escapó de un sueño despierto. Quizá fue un fantasma de la mente, creado por el sopor producido por un buen Château Medoc, en un melancólico atardecer de otoño…

¿Ha estado usted en París? Ah, sí, lo conoce, y debe haber recorrido la orilla izquierda del Sena. Hay allí una callejuela empedrada con guijarros, cerca de la Place de l’Opera, subiendo una empinada calle hacia la antigua catedral de San Esteban. Hace setenta años había un «bistro»[1] pequeño y mugriento en esa retorcida callejuela que serpeaba y zigzagueaba a la sombra del campanario de Bernette, del cual se hacían lenguas antaño en el continente, con sus voladizos en arco y sus ángeles barrocos y andróginos y las palomas encaramadas en sus broncíneos arabescos. Próxima, se encuentra la buhardilla donde viviera Nerval y, cerro abajo, hacia la Ópera, aquella casa enjalbegada cuya concierge[2], mediante una propineja, se avenía a cuchichear algunas originales remembranzas de d’Auberville y los poetas del Paladins, que solían congregarse allí las tardes lluviosas y proustianas para lanzar manifiestos destinados a resucitar la literatura.

Yo llevaba en París solo un mes más o menos. El inesperado éxito de mi primero (y único) pequeño volumen de versos, Mandrágora, se me había subido a la cabeza. No habiendo cumplido aún los veinte años, hui del ambiente burgués y sofocante de América, esperando hallar en la Ciudad Luz, aquellas regiones ideales en cuya atmósfera pura y estimulante podían ser compuestos versos perfectos, y en cuyos reservados y olímpicos salones habría yo de ocupar un brillante puesto. ¡Ah… ser joven, artista, y vivir en París en aquellos opacos días! Era el Valhala y el El Dorado combinados, donde Heine murió y Proust se adormeció. Existía un diligente joven Degas en cada desván, y unos cuantos marchitos Rimbauds ordenaban aún los más pintorescos canalones y garrapateaban «¡Dieu est mort!»[3] con tiza pastel en las paredes de las callejuelas.

Había pasado un día fatigoso. Llevaba visitados dos editores con respetuoso miedo y temblando reverencialmente, pero sin resultado, y había disertado sobre poesía con un barbudo exilado ruso, que parecía una cabra sin esquilar y quién vehemente creía que el futuro de la poesía «moderna» residía en imitar a Pushkin en verso libre.

Al volver a mi habitación me detuve en el pequeño «bistro» para tomar un trago frío y un bollo caliente. La tabernita estaba atiborrada con la «troupe» de turistas tardíos de la Catedral, por lo que compartí una mesita del rincón con un caballero mayor, de aspecto instruido y profesoral. Era delgado, de sienes grises y estaba vestido modesta, pero pulcramente, con un traje de corte antiguo, color verde botella, con solapas cuya puntiaguda anchura había sido moda pasada hacía una generación, un flojo foulard[4] en el cuello, semioculto bajo una aguda perilla semejante a una espiga, gris también. Como es costumbre universal entre dos extraños compartiendo una mesa o un asiento, nos ignoramos mutuamente, salvo para dirigirnos, a hurtadillas, miradas de soslayo. Recostábase él en su silla, contemplando a la muchedumbre, teniendo ante sí un pernod que raramente sorbía. En una de las ocasiones que tomó el vaso me fijé en sus manos: manchadas de grasa, denotaban al inventor, mientras que su largo pelo y la decadente marchitez de su atuendo sugerían más bien al artista. Su rostro estaba en la sombra, pero el perfil, con su proyectada perilla y la patriarcal nariz de pico de halcón, me recordaron indudablemente al cardenal Giambatista, de la colección del Greco, en el Louvre. Saqué un ejemplar de mi libro (que me temo lo llevara conmigo a todas partes para leerlo sutilmente en público) y comencé a hojearlo.

El garçon[5] tomó mi encargó y mi acompañante acabó su bebida. Y, de una manera u otra, entablamos conversación. Yo estaba muy orgulloso de mi aristocrático francés (tal me lo imaginaba), y encantado por poder desplegar mi conocimiento lingüístico, desdeñando, como mero touriste, al americano que hablaba inglés en París. Me sonsacó mi profesión y, casualmente, él tenía extraordinarios conocimientos literarios que excitaron mi interés. Vencí su cortés protesta sobre la invitación por mi parte a un segundo pernod —yo estaba bebiendo Medoc, jactándome de mi buen gusto de catador nato —y escuché cuando él prosiguió:

—Cómo puede usted haberse percatado por mis manos, joven, soy técnico. Mecánico, si usted quiere. Soy lo bastante afortunado como para poseer unas cuantas patentes, obtenidas ociosamente en mi juventud, las cuales me procuran suficientes ingresos para vivir a mi gusto y realizar experimentos a mi antojo. No hay nombre impreso aún para mi especialidad. Lo he bautizado con el de Bibliocánica, para mi propio recreo.

»De joven estudiante, en Praga —ello debió ser mucho antes de que usted naciera, mi joven amigo— leí enormemente, y me temo que indistintamente, sin discriminación alguna. Recuerdo una imagen, o metáfora, de uno de los filósofos, la cual intrigó tanto al joven intelectual que era yo entonces que me hice profundo, e influyó de manera notoria en la elección de mi carrera. Tal vez la conozca usted: la noción de que si se ponen a cincuenta millones de monos garrapateando a la ventura (esto era mucho antes de que se inventara la máquina de escribir), ¿no llegarían a producir eventualmente, con literaria perfección, las obras completas de Montaigne?

Asentí distraído… en mi época había sido Shakespeare, pero le dejé seguir sin hacer ningún comentario, debido a la curiosidad que sentía sobre adónde iría a parar aquello, curiosidad que seguramente compartirá usted.

Se ajustó un monóculo, tomó un sorbo de pernod y continuó:

—Yo estaba poseído por esa paradoja. El verbo es preciso: era como si hubiese entrado en mí un demonio. Estaba a la par fascinado y encantado por la idea. Posteriormente, en mis cursos de matemáticas y lógica simbólica, en la Universidad, me electrizó el descubrimiento de que, hasta un concepto tan fantástico y raro, se hallaba después de todo dentro de los dominios de lo posible. Sí, después de todo, sabido es que el número de posibles combinaciones de letras en cualquier alfabeto es limitado. Desde luego, el proyecto, como originalmente lo consideró el filósofo, consumiría cincuenta mil años. Pero, aun así, era posible.

»Y así también me convertí en ingeniero mecánico experimental. Y de mucho éxito, por cierto, si he de ser inmodesto en honor a la verdad. Durante los años que siguieron, muy atareados y repletos de acontecimientos, permanecí bajo la valencia de aquella demoníaca posesión. Al fin, independiente económicamente, gracias a mis inventos, comencé a acariciar la idea. De nuevo, es preciso el verbo, pues jugaba con la noción como en ocioso pasatiempo para entretener mi holganza. La mayoría de los inventores de mi juventud tenían una máquina de movimiento perpetuo escondida en el sótano, o un fantástico plano de sustentación aérea de algún excéntrico diseño vinciano. Mi manía era la máquina de escribir.

»Al cabo de algunos años de varias creaciones chapuceras, concebí un diseño único… y la tarea de los ratos de ocio dio paso a una persecución absorbente, a una caza de todo el tiempo. Mi artilugio no era diferente a la máquina de escribir moderna, pero sí perfeccionado al máximo. No empleaba letras fijas en los extremos de las palancas, sino rodillos de letras, los cuales se revolvían al azar, creando un guirigay insensato… un caos de combinaciones de letras «al albur». El principal problema, ya que no tenía yo cincuenta años a mi disposición, era acelerar las combinaciones impresas. Mis experimentos consumieron muchos años y, al par, mi juventud. Mi invento pasó por cientos de modelos, cientos de perfeccionamientos y se comió rápidamente mi modesto caudal. Tuve mucha suerte en patentar, puramente como subproductos de mi investigación principal, varias valiosas modificaciones a la linotipia y a la misma máquina de escribir, lo cual me permitió proseguir mi tarea. Casi al principio de mis intentos de incrementar la velocidad de las combinaciones, eliminé las letras, sustituyéndolas por carretes de papel perforado con un sistema cifrado de puntos y rayas. Luego discurrí un método fonético, compuesto por sonidos, por letras… No le voy a cansar a usted contándole los muchos años que empleé antes de hallarme dispuesto a… comenzar. Pero, al fin, mi máquina (que yo denominé Bibliac, pues solo un maníaco habría intentado crear un artilugio que pudiese escribir todos los libros del mundo), estuvo lista. Operaba al perfecto buen tuntún, y «escribía» a una velocidad imposible de lograr a mano… cientos y hasta miles de veces más rápidamente que la máquina de escribir. Había aumentado la velocidad reduciendo el tamaño de los carretes de papel y los rodillos cifrados que los perforaban… ah, no voy a tratar de explicarlo, pero, en una palabra, tenía el equivalente de los cincuenta millones de monos.

—¿Y fue Montaigne el resultado? —pregunté, temo que más bien a la ligera, pues El Caballero de Verde me lanzó una seria mirada.

—No. Durante muchos meses Bibliac siguió produciendo un indescriptible guirigay, a razón de millones de «palabras» por día.

—Seguramente usted no leería…

—No; había ideado un monitor que escudriñaba las tiras y registraba cualquier importante combinación de fonemas que pudieran similar una apariencia de forma lógica. Al cabo de dos años enteros, durante los cuales continuó operando Bibliac sin una pausa, se notó una combinación. Traduje la tira, pero no pude extraer sentido alguno de ella. No obstante, de aquella Babel surgían reiteradamente ciertas «palabras» en el texto. No se puede consagrar una considerable parte de la vida a cierto proyecto y abandonarlo luego. Decidí recabar la opinión de un antiguo amigo de la Universidad que había fijado su residencia en París, lo mismo que yo.

«—Vaya, desde luego —dijo Markoy cuando le enseñé mi traducción—. Tienes aquí un pasaje primitivo de Enmerkar y el Señor de Aratta, la antigua epopeya babilónica. Y en el original sumerio, además. Creo que debes saber que está seriamente considerada como la obra más antigua conocida de toda la literatura».

—A partir de entonces viví en la gloria, en el Paraíso, saboreando tales mieles y delicias como únicamente puede paladear quien ve convertido en realidad el sueño de toda una vida. Durante los años siguientes, Bibliac progresó a través de las literaturas sumeria, babilonia, asiria y, finalmente, egipcia, mucho antes de que comenzara con Homero y desde este punto, su curso era ya predecible.

—¿Puede ser… quiere usted decir?

El Caballero de Verde asintió con leve sonrisa.

—Desde luego, nadie se ha preocupado nunca en extraer las lógicas deducciones de la paradoja de los cincuenta millones de monos. ¡Ello no comenzaba con Montaigne, sino con los verdaderos comienzos de la literatura escrita! De ahí en adelante trazaría, en ordenada secuencia, el desarrollo de las letras a través del tiempo. Porque, mire usted, existe un equivalente vivo de los cincuenta millones de monos… la propia raza humana.

Me quedé mirándole con fijeza y vacilé, no sabiendo si aquel estaba loco o me entretenía simplemente con una fábula, completamente embargado por su relato. Continuó:

—Contemplé a mi invento reproducir la literatura completa de los griegos (incluidas, debo hacerlo notar, las catorce comedias perdidas de Aristófanes, que perecieron en la Biblioteca Alejandrina, la tiempo ha desaparecida Marsyas de Homero y las muchas otras obras de Hesíodoro, Píndaro, Safo y los poetas cíclicos). Para el invierno, Bibliac había abordado a los romanos. ¡Ah, qué deleite infinito! ¡Estaba contemplando la cabal justificación, la plena reivindicación de todos mis sueños… la total realización de la obra de mi vida!

Ordené que llenaran los vasos y, cuando las largas sombras pardas del atardecer se mezclaron con el calor ciruela-púrpura del poniente, él seguía hablando:

—Los años siguientes fueron un tanto menos interesantes, pues se limitaban a repetir interminablemente el triunfo, con las literaturas de la Edad Media, la Reforma y así sucesivamente hasta la Era moderna. No hay necesidad de detallar estas obras modernas, pues ya las conoce usted en su mayoría.

Asentí, preguntándome, para mi capote, si Bibliac habría reproducido mi libro de versos.

—Ahora que Bibliac está silencioso —dije, como hallándome de acuerdo con su fantástica historia—. ¿No le parecería más que conveniente que publicara usted en las revistas especializadas un informe de su labor experimental y obtuviera así su bien merecida cosecha de fama…?

Su respuesta no fue en absoluto la que yo había esperado. Me lanzó una rápida mirada y dijo:

—¿Silencioso? Si aún no ha acabado… el experimento continúa…

—¿Pero cómo puede continuar si ha alcanzado…?

—La única dirección es… adelante —respondió con frialdad. Mi sorpresa debió haberse manifestado visiblemente en mis facciones, pues se inclinó hacia mí y dio un golpecito sobre el mármol de la mesa con su dedo índice.

—La pasada semana leí las obras que enriquecerán el próximo siglo. Bibliac está imprimiendo las palabras aún no escritas del futuro.

—¿Pero eso… eso no es imposible… a buen seguro? —dije débilmente.

Pareció barrer mis titubeos con un breve y decisivo gesto.

—Escúcheme, joven. He leído las producciones que asombrarán al mundo entero después de que usted y yo nos hayamos convertido en ceniza y polvo. Esa gigantesca novela, Los que yerran, cuyo autor, William Paxton, el más grande de los novelistas americanos, morirá antes de completarla, como lo hizo Cervantes antes de terminar el Quijote, obra a la cual será comparada. He leído la Arturiada, de Gwin Rhys Jones, un galés, y el más grande poeta épico desde Milton. Y he explorado la intrincada música de los dramas cíclicos de Von Bramen… y la rica fantasía de Talierin en el Limbo, por la cual el rey inglés, Carlos IV, ennoblecerá a Edward Quinsey Marlinson. Yo solo, entre todos los hombres, recuerdo la musical cadencia sutil de la estrofa primera del romance satírico de Tierney, «Bagdad» «Simbad soy, marino del Océano/Marino de todos los mares de Oriente…» Ah, sí, mi magnífico joven poeta, usted que ni siquiera quiere creer que estoy diciendo la verdad… en esta misma hora, Bibliac está desbrozando su incansable camino a través de poemas, cuentos y relatos en neo-anglo, un idioma que aún no ha evolucionado de nuestro actual inglés… Bibliac seguirá por siempre, infatigable como un autómata llenando sus inagotables carretes de tiras de papel con los triunfos de los siglos treinta, y cuarenta, y hasta cincuenta… hasta la última sílaba del tiempo registrado.

Usted, joven, me está mirando con la misma expresión que yo debí haber tenido cuando El Caballero de Verde pronunció estas palabras. El debió sentirse irritado por mi insulsa mirada, mis comentarios idiotas, mi aire no muy bien disimulado de tolerancia hacia el que, después de todo, hubiera podido ser simplemente un loco y no un genio que había excavado en los tesoros del Mañana.

¿Qué? Oh, él dio un brinco, levantándose como movido por un resorte, y se precipitó a la calle… y fue atropellado por un ciclista. Su magnífica frente chocó contra el bordillo de la acera, y la tiñó de escarlata… ¡ay! ¿por qué he de atreverme a recordarlo de nuevo?

¿Hmmm? ¿Muerto? Quizá… La gente se congregó rápidamente, los gendarmes acudieron… Yo me sentía estremecido hasta la médula de mi ser y vacilé —fatalmente vacilé— luego se lo llevaron en una ambulancia, y mi única y sola oportunidad se fue con él. Jamás supe ni su nombre ni su dirección. Ni si sobrevivió o murió de resultas del accidente.

Pero, desde entonces, siempre me ha acosado, me ha atormentado su recuerdo. ¿Era él solo un simple bebedor, gorrón del turista con dinero y buenas tragaderas para escuchar su fantástica historia? ¿Estaba loco, o engañado, o era un soñador o bien un excéntrico y afanoso inventor que buscaba fondos para algún disparatado invento que jamás vería la luz del día?

Acaso mi primera teoría sea la más sensata y acertada de todas. Seguramente que usted, periodista, debe haber escuchado muchas revelaciones sorprendentes ante una copa o un vaso, ¿no es así? Recuerdo a un gimoteante irlandés a quién invité a un trago en una ocasión, en Nueva York. Me confió que había vendido su alma a Asmodeo, para conservar la eterna juventud… pero que desgraciadamente no se había percatado de que ello significaba la eterna pobreza, pues ninguna suma de dinero podía sostener a un hombre que nunca muere. Y el conde italiano que conocí en la Riviera —hace veinte años, si mal no recuerdo— que gorroneó una semana entera a un riquísimo coleccionista de arte, pretendiendo ser un auténtico hombre-lobo… abandonó a nuestro mutuo anfitrión antes de la luna llena y siempre lo he echado más bien de menos. El alcohol revela frecuentemente en el hombre más vulgar… lo inesperado.

No, no, desde luego usted no puede publicar esto. Escriba solo que lamento que Pound muriese antes de que le concedieran el Nobel… o que siento también enormemente el no haber conocido nunca a Yeats. O diga que deploro la uniformidad de las letras contemporáneas. Lo que quiera. No importa.

…Pero, si lo desea, recuerde estos nombres. Paxton, Jiménez de Montaubon, Jones, Von Bremen. Sir Edward Marlinson, Tierney. Usted es muy joven, apenas de más edad que yo cuando conocí al Caballero de Verde. Usted puede vivir para leer Los que yerran… ¡Ah, gran Dios, le envidio! Usted conocerá si aquello fue o no verdad… No, no, debe perdonarme, las lágrimas afluyen con demasiada facilidad en los viejos…

Sí, el río tiene un aspecto encantador desde aquí. Debiera usted verlo en junio, los sauces de la orilla rozando con los dedos verdes de sus ramas los someros vados, y la magnífica curva de los riscos más allá. En días despejados se puede realmente…

Ah, debe de ser mi ama de llaves; creo que es ya la hora para que tome usted el tren. Gracias por haber hecho un alto aquí. Y, por favor, debe perdonar a un viejo por haber divagado de esta manera. ¡Hay tan pocas personas por estos aledaños con quienes pueda hablar! Sí, sí, ciertamente. Diga solo que saludo la memoria de Pound, y que lamento no haber conocido nunca a Yeats. Lo que usted quiera. Cualquier cosa.

No importa.


[1] Taberna, bar.««
[2] Portera.««
[3] ¡Dios ha muerto!««
[4] Pañolón.««
[5] Mozo, camarero.««

Lin Carter (1930-1988)