De Missouri

Capítulo I

Un vaquero de elevada estatura salió a grandes zancadas de la oficina de Correos, con gran estrépito de espuelas, y se dirigió en derechura hacia sus tres camaradas que cruzaban la ancha calle después de abandonar la taberna que había enfrente.

—Mirad —dijo, agitando una carta bajo sus narices—. ¿Quién de vosotros, cuernilargos, ha escrito a la muchacha otra vez?

El trío de oyentes, apático y festivo, se quedó turbado de repente, trocando el desconcierto en pronta y vehemente curiosidad. Miraron con asombro la caligrafía del sobre.

—¡Tex! —exclamó Andy Smith, mientras su delgado rostro apuntaba una sonrisa—. ¡Soy un pillastre si esa carta no viene de Missouri!

—Pues es cierto —declaró Nevada.

—¡De Missouri! —repitió Panhandle Ames como un eco.

—¿Y bien? —inquirió Tex, casi resoplando.

Los tres vaqueros pasearon la mirada desde Tex a los otros compañeros, y de nuevo a Tex.

—Es de ella —prosiguió Tex. Su voz subió de tono en el pronombre—. Todos conocéis la letra. ¿Qué hay del trato? Prometimos no volver a escribir a esa maestra de escuela, pero alguno de nosotros ha engañado a los demás.

Sus camaradas prorrumpieron en un coro de fuertes protestas, alegando inocencia, pero era obvio que Tex no se fiaba de ellos, y que ellos, a su vez, tampoco creían en él ni en cada uno de los demás.

—¡Oídme, chicos! —dijo Panhandle de repente—. Acabo de ver a Beady, y me parece que nos miraba con malos ojos. Será mejor que nos larguemos a alguna parte del bosque.

—Mejor es volver a la taberna —repuso Nevada—. Me parece que todos tenemos necesidad de un buen trago.

—¡Beady! —exclamó Tex al tiempo que todos repasaban la calle—. Puede ser tan culpable como uno cualquiera de nosotros.

—Es verdad; hay muchos como Beady —respondió Nevada—. Pero, Tex: tu mente no funciona. Nuestra amiga de Missouri ha escrito antes de recibir noticias nuestras.

—¿Cómo sabes eso? —preguntó Tex con recelo—. De acuerdo; la máquina de escribir del jefe es un galimatías, pero sirve para ocultar alguna pista. ¿Entienden, compinches?

—¡Maldición, Tex! —intervino Panhandle con mal humor—. ¡Tú necesitas un trago!

Hicieron su entrada en el salón y se fueron rectamente al mostrador, donde, a juzgar por la concurrencia, parecía evidente que Tex y sus amigos no eran los únicos que ansiaban procurarse energía artificial. Vieron una mesa libre en un rincón, y allí se encaminaron. Tex dejó la carta encima de la mesa, y todos la miraron de hito en hito.

—Pues viene de Missouri —aseguró Panhandle, comprobando el matasellos—. Kansas City, Missouri.

—Y no hay duda de que es letra de ella —añadió Nevada con horror—. La reconocería entre un millón de cartas.

—¿No vas a leérnosla? —demandó Andy Smith.

—«Señor Frank Owens…», —pronunció Tex, empezando por leer el sobre— «Rancho de Springer, Beacon, Arizona…». Muchachos, ese Frank Owens puede ser uno cualquiera de nosotros.

—¡Huy! Quizá sea un maldito más —añadió Andy.

—Parece que alguien de nosotros ha jugado una mala pasada a la maestra —reanudó Tex, moviendo su aquilino rostro con gesto grave—. Leemos un periódico de Kansas City, en el que aparece un anuncio referido a una maestra que desea empleo en la desierta Arizona. Y le escribimos, y ella contesta que está decidida a venir. Nos dice que no tiene más de cuarenta, y nosotros nos asustamos como coyotes; de cualquier modo, hicimos trato de no volver a escribir. Pues bien; por lo visto, alguien ha debido de hacerlo, y todos me creéis un gran embustero, lo mismo que pienso yo de vosotros. Pero eso no es lo más importante; aquí hay otra carta dirigida al señor Owens, y apuesto mis arreos que significa apuros.

—Oye, dámela —pidió Andy—. No temo a ninguna mujer.

Tex arrebató la carta de manos de Andy.

—Vaquero, eres demasiado palurdo para leer cartas de señoritas —advirtió Tex—. A ver, uno de vosotros: un cuchillo… Oíd, la carta huele a perfume.

El vaquero puso la carta sobre la mesa con ademán solemne y empezó a leer, con visible esfuerzo:

Kansas City, Missouri, Quince de junio.

Apreciado señor Owens:

Su última carta ha sido mucho más explícita que las anteriores, en las que se notaba cierta vaguedad y confusión.

Sus líneas me han llenado de esperanza y expectación. No voy a perder tiempo en hacerle saber que la estoy muy agradecida; de inmediato iniciaré los preparativos para trasladarme al Oeste. Saldré mañana y llegaré a Beacon el diecinueve de junio, a las cuatro y media de la tarde. Advierta que he consultado el horario. Sinceramente,

JANE STACEY.

Después de la lectura de la carta, se produjo un profundo silencio entre los presentes. Los vaqueros parecían anonadados. De pronto, Nevada estalló:

—¡Dios mío, muchachos! ¡Hoy es diecinueve!

—Bien; Springer necesita una maestra en el rancho —dijo Andy por fin; al parecer, era el de mayor sentido práctico—. Hay allí media docena de chicos que carecen de escuela, sin contar con los de otros ranchos. Oí que el jefe lo decía.

—¿Quién diablos lo dijo? —tronó Tex, furioso consigo mismo y con sus colegas.

—¿Qué ganamos con disputar sobre eso? —manifestó Nevada—. Está hecho; la maestra se halla en camino y va a llegar en el expreso. Tenemos cinco horas y creo que son pocas. ¿Qué vamos a hacer?

—En ese tiempo puedo agarrar una melopea sensacional —intervino Panhandle, indiferente.

—¡Ya! Y dejarnos en la estacada —replicó Tex, desdeñoso—. Pues nada de eso; en este asunto tenemos que apechugar todos. ¿No sabéis que hoy es sábado y que Springer vendrá al pueblo?

—¡Dios mío! ¡Nos va a echar a todos del rancho!, —declaró Panhandle—. Lo tenemos bien merecido, por hacerte caso, Tex. Apostamos todos que esta magaña ha sido urdida en tu magín.

—En el mío o en el de cualquiera de vosotros —replicó Tex con calor.

—Escuchadme, vaqueros chiflados —intervino Nevada—. Basta de porfía. ¿Qué vamos a hacer?

—Hay que decírselo a Springer.

—Pero, Tex: el jefe no querrá creer que no hemos mantenido correspondencia. Nos pondrá a todos de patitas en la calle.

—Algo hay que explicarle —repuso Panhandle.

—Es cierto —continuó Tex—. Se me ocurre una idea; ya es tarde para hacer que la pobre maestra regrese al lugar de partida; así es que alguien tendrá que ir a recibirla. Habrá que pedir prestado un calesín y conducirla al rancho.

—¡No cuentes conmigo! —exclamó Andy.

Y asimismo, Panhandle y Nevada le imitaron.

—Yo os seguiré a caballo para asegurarme de que vais a recibir a la señorita —se burló Andy.

Tex había dejado de poner mal gesto, pero no delató aún que la idea de Andy le gustara.

—¡Al diantre todos! —prorrumpió con acaloramiento—. Basta de pullas; deberíais poneros en el puesto de la maestra. ¡Bonita faena para una mujer! Alguien debería pagar por este embrollo. ¡Si llego a saber…!

—Sigue con tu gran idea —interrumpió Nevada.

—Vosotros me acompañaréis; yo me encargo del calesín. Saldré al encuentro de la dama y hablaré; creo que podré deshacerme de ella fácilmente. Si no logro convencerla de que vuelva a Missouri, la llevaremos hasta el rancho y dejaremos que Springer resuelva. Lo único que no revelaremos a ella, ni a Springer, ni a nadie, es la identidad de Frank Owens.

—Tex, eso no está nada mal —expresó Andy con admiración.

—Lo que yo quiero saber, muchachos —inquirió Panhandle—, es quién va a ser el guapo que le hable al jefe. Puede que ahora no parezca difícil, pero ¡llevar una mujer al rancho! Ya sabéis que Springer es muy esquivo; joven y rico como es, y soltero además, siempre está tan atrafagado que parece temer a las chicas. ¡Y vosotros le lleváis una maestra madurita, romántica y sensiblera! ¡Dios mío…! Digo que lo mejor será que la reexpidáis en el próximo tren.

—Pan, eres muy hábil tratándose de caballos y ganado —replicó Tex—, pero no conoces la naturaleza humana, y además estás muy equivocado con respecto al jefe. Confieso que nos encontramos en un aprieto, pero me inclino por hacernos cargo de la dama en cuestión antes que hacer que se vuelva. Alguien puede enterarse de todo esto, o tal vez la maestra hable, y desde luego que no le faltaría motivo. Además, suponed que Springer se entera que alguno de nosotros ha jugado una mala pasada a una mujer; se va a encolerizar mucho más que si llevamos a la maestra al rancho. Es probable que el patrón intente hallar una solución razonable. Puede que Springer sea tímido con las mujeres, pero es la persona más íntegra de todo Arizona. Mi idea consiste en negar que alguien de nosotros sea Frank Owens, y salir al encuentro de la señorita… señorita…, ¿cómo se llama…?, señorita Jane Stacey, llevándola a presencia de Springer y dejar que ella lo explique todo.

En las horas siguientes, mientras Tex recorría el pueblo en busca de un calesín y su correspondiente tronco de caballos, los otros muchachos errabundeaban de la taberna a la oficina de Correos, y viceversa; después, para variar, hacían lo propio entre la tienda, la fonda y la taberna. El pueblo se abarrotaba poco a poco con los habituales visitantes de todos los sábados.

—Muchachos, ahí viene el jefe —dijo Andy de pronto, señalando a Springer con el dedo índice.

El vaquero se ocultó en el primer portal que le vino a mano, que resultó ser otra taberna. Estaba bastante concurrida; había vaqueros, rancheros y mejicanos, y sobre todo mucho humo de tabaco y mucho ruido.

Los compinches de Andy le siguieron con gran alboroto; y hasta que todos se colocaron frente al mostrador de esa taberna, ninguno se percató de que era el lugar de reunión de vaqueros que no estaban en términos amistosos con la cuadrilla de Springer. Nevada fue el único que se mostró indiferente ante los hechos.

—Bien; ya estamos dentro —manifestó, elevando la voz para que pudieran oírle otros que no fueran sus compañeros—. Además, ¿quién demonios se preocupa de Beady Jones?

Se alinearon en el mostrador, cosa nada decente para unos jóvenes que tenían una cita importante y en quienes era necesaria la más estricta naturalidad; el alcohol era un mal compañero para eso. Después de varias rondas, hablaban en voz baja y haciendo muecas sobre la posibilidad de que Tex se topara con el jefe.

—¡Si al menos le perdiera de vista hasta que Tex pueda meter en el calesín a esa maestra cuarentona de Missouri y conducirla hasta el rancho! —exclamó Panhandle, que mostraba gran regocijo.

—Es verdad. Tex, ese bonito patán, e9 el culpable de todo este enredo —añadió Nevada—. Ese vaquero no se atreverá a cortejar a Jane, si cree que nosotros andamos cerca. Pero, muchachos, nosotros vamos a estar presentes.

—¡Ni por un millón me pierdo yo el encuentro de Texas con el patrón! —dijo Andy.

En aquel momento, un vaquero alto y llamativo, de rostro cetrino y ojos pequeños y brillantes, que parecían dos cuentecillas negras, se alejó de un grupo de bulliciosos colegas y salió al encuentro del terceto, dirigiéndose a Nevada:

—¡Hola, muchachos! —saludó—. ¿Qué estáis haciendo por aquí?

Su tono era frío e impertinente, y su arrogante ademán y pregunta hizo que algunos parroquianos guardasen silencio, picados por la curiosidad. Andy y Panhandle se recostaron de nuevo en el mostrador; ya estaban habituados a tal situación y sabían quién sería el encargado de hablar por ellos.

—¡Hola, Jones! —respondió Nevada con aire negligente—. Hemos caído por aquí de casualidad. Nosotros, sabes, tenemos por norma elegir la compañía de gente que nos es grata.

—¡Ajá! La gente de Springer es muy poco escrupulosa —voceó Jones con risa burlona—. Tan poco, que no se molesta en respetar las cercas ajenas.

Nevada mudó de posición ligeramente.

—Beady, llevo algunos tragos y mi cabeza no está demasiado clara —dijo Nevada entre dientes—. ¿Te importaría hablar de manera que pueda comprenderte?

—¡Bah! Me entiendes bien —pronunció el otro en tono sarcástico—. Te digo lo que hace tiempo intento hacer comprender a tu rubio compinche, a ese Texas.

—Ahora empiezas a hablar claro, Beady. Texas y yo somos compinches, es cierto. Me gustaría que fueras tan amable como para llevar esta conversación fuera de tus métodos habituales. Parece como si algo te rebosara en el cuerpo.

—Puedes apostar a que sí y que no tardaré en reventar —chilló Jones, cuyo violento genio no estaba acostumbrado a soportar mucho tiempo el dejo lento y sereno con el que recibía respuesta.

—Bien; antes de que estalles, dime lo que significa eso de que los muchachos de Springer no respetan las cercas de los demás.

—Muy sencillo; os limitáis a cortarlas y pasar —repuso Jones.

—Beady, no me agrada llamarte ruin embustero, pero eso es lo que eres.

—Y tú también —gritó Jones—. Yo mismo vi a ese tipo, Texas, cortar los alambres.

Nevada asestó un golpe con notable rapidez y potencia, que derribó a Jones sobre una mesa de juego, con la cual dio en el suelo. Jones estaba tan perplejo, que no acertó a recuperarse hasta que algunos de sus camaradas corrieron hacia él y le ayudaron a levantarse. Inmediatamente, encendido en cólera y renegando con furia salvaje, echó mano al revólver. Lo sacó de la pistolera, pero, antes de que pudiera apuntar, sus amigos le sujetaron, hablándole con gravedad y temerosos de lo que pudiera ocurrir. Jones forcejeó unos minutos.

—¡Maldito loco! —le dijo al fin uno de ellos, a grandes voces—. ¡No lleva arma! ¿Quieres que te acusen de homicidio?

Esta advertencia devolvió la razón a Jones, aunque no ciertamente la serenidad.

—Señor Nevada, la próxima vez que venga a este pueblo, vale más que lo haga prevenido —dijo entre dientes.

—Seguro, y será de mal agüero para ti, Beady —atajó Nevada.

Panhandle y Andy sacaron a Nevada de la taberna, y una vez en la calle prorrumpieron en exclamaciones mitad de excitación y mitad de cólera. Sus rápidos pasos los llevaron otra vez a cruzar la calle en dirección a la taberna que había frente a la oficina de Correos.

Al salir de ella iban cogidos del brazo, y su paso estaba lejos de ser firme. Deambularon por una de las principales calles de Beacon, aunque sin que su porte sobresaliera en un sábado por la tarde, pues como no andaban dando grandes voces ni se comportaban de modo peligroso, nadie paró atención en ellos. Springer, su jefe, se cruzó en su camino, y los miró al azar, alejándose sin dar señales de haberlos reconocido. De haberlos curioseado más de cerca o con mayor atención, habría sacado la conclusión de que sus muchachos parecían andar del brazo de algún misterio, tanto como iban enlazados entre sí.

A la hora convenida, el trío llegó a la estación del ferrocarril. Tex estaba ya allí, midiendo el andén con paso nervioso, consultando el reloj muy a menudo. El expreso de la tarde estaba al llegar. En el amarradero de la estación había un calesín nuevo y un tronco de caballos muy briosos.

Los muchachos, al atravesar la anchurosa explanada, vieron el flamante carruaje y los inquietos animales, e hicieron cábalas sobre la sagacidad de Tex.

—¡Dios mío! ¡Material nuevo de las cuadras de alquiler! —suspiró Andy.

—¡Que me aspen si no! —añadió Panhandle con una mueca amplia.

—Ese Texas tira el dinero con la esplendidez de un gran señor —admitió Nevada.

Texas los vio llegar y los estudió detenidamente, y de pronto arrancó hacia ellos. Caminó a grandes zancadas por el borde del andén, encendida la faz como una amapola, y al llegar junto a sus camaradas los increpó con dureza.

—¿Qué ocurre, compinche? —dijo Andy, que parecía un poco más sobrio que los otros dos.

La respuesta de Tex llegó en forma de una andanada de obscenidades. Por fin terminó:

—¡… cerdos remolones, que habéis cogido una cogorza y me dejáis solo en la estacada! ¡Pero ya os estáis largando de aquí! ¡No quiero ver a ninguno por aquí cuando llegue el tren!

—Tex, el jefe está en el pueblo y ha preguntado por ti —dijo Nevada.

—¡Me importa un rábano! —respondió Tex con mirada furiosa.

—¡Espera a que te encuentre, y verás! —manifestó Andy tragando saliva.

—Tex, la verdad es que pasó junto a nosotros y no dijo una palabra, como si tuviera a menos el hablarnos —añadió Panhandle—. Ni siquiera nos vio.

—No me extraña, pandilla de vaqueros borrachos —dijo Tex con disgusto—. Repito que os esfuméis.

—Pero, compinche, sólo queremos estar aquí cuando recibas a nuestra querida Jane, de Missouri —repuso Andy.

—¡No sois más que unos vulgares fanfarrones! ¡Que me maten si no es cierto! —tronó Tex con rabia.

En aquel preciso instante, un agudo pitido anunció la llegada del tren.

—Ahora es el momento de largaros —prosiguió— y dejarme a solas con la fiesta. Siempre supe que era el único tipo con modales en la cuadrilla de Springer.

Los tres vaqueros no reaccionaron ante el comentario irónico de Tex, sino que lentamente comenzaron a retroceder, mirándose entre sí con expresión estúpida, con gran regocijo por la comicidad de la situación.

El largo y polvoriento convoy entró en la estación resollando hasta que se detuvo frente al edificio con un chirrido de frenos. Llevaba un solo pasajero con destino a la población —una mujer—, y ésta se apeó del vagón muy cerca de donde aguardaban los vaqueros. La mujer vestía una larga chaqueta de lino e iba tocada con un lindo sombrero, cuyo espeso velo marrón le ocultaba el rostro. No era demasiado alta, y parecía frágil en comparación con las pesadas maletas que el mozo le tendía desde el vagón.

Con sus ínfulas de galán, Tex se encaminó hacia ella.

—¿La señorita… Stacey? —preguntó quitándose el sombrero.

—Sí —respondió ella—. ¿Es usted el señor Owens?

El acento de la recién llegada no correspondió a las esperanzas de Tex, y eso le desconcertó.

—No, señorita… No soy el señor Owens —dijo—. Permita que la ayude, por favor… Me llamo Tex Dillon, y soy uno de los vaqueros del señor Springer. He venido a darle la bienvenida y a conducirla al rancho.

—Muchas gracias, pero en verdad esperaba encontrar aquí al señor Owens —repuso la mujer.

—Señorita, ha habido una equivocación; he de confesarle que no existe ningún señor Owens —profirió Tex en un arranque de hombría.

—¡Oh! —exclamó ella con ligero sobresalto.

—Mire usted, señorita, la cosa ocurrió así —continuó el vaquero, turbado—. Uno de nuestros muchachos, no yo, fue quien le dirigió las cartas, firmando con el nombre de Owens. Por cierto que no existe nombre semejante en toda la comarca. Su última carta de usted, aquí la traigo, cayó en mi poder por pura casualidad, así como le cuento, señorita. A mis amigos aquí presentes les puse al corriente de todo esto, y decidimos venir a recibirla.

Ella meneaba la cabeza en tanto escrutaba al curioso terceto de vaqueros que Tex indicó como a sus camaradas. Éstos avanzaron arrastrando los pies, no con demasiada premura, pegados casi uno a otro. La condición en que se encontraban, así como su confusión, no podían pasar inadvertidas incluso para una recién llegada de Missouri.

—Devuélvame la carta, por favor —dijo ella volviéndose a Tex. Tendió la mano, diminuta y enguantada, para tomar la misiva—. Entonces, ¿no hay por aquí un tal Frank Owens?

—No, señorita; así es —respondió Tex, abatido.

—Así es que nada de eso es cierto. ¿No necesitan aquí una maestra? —titubeó ella.

—Creo que no, señorita —replicó el vaquero—. Pero Springer requiere los servicios de una, y eso es lo que nos indujo a contestar al anuncio. Puede usted hablar con el patrón y contárselo todo. Estoy seguro de que el asunto terminará bien. El señor Springer es una excelente persona, y no toleraría que nadie se burlara de una pobre y madurita maestra de escuela.

En su atolondramiento, Tex había manifestado su íntimo pensamiento; su lamentable desliz le hizo parecer más confuso que nunca, y los otros vaqueros tuvieron que hacer un esfuerzo para contenerse.

—¡Una pobre y vieja, maestra de escuela! —repitió la señorita Stacey—. Tal vez la decepción no ha sido privativa de ninguna de ambas partes.

Diciendo esto, apartó el velo y puso al descubierto un semblante pálido pero de extraordinaria belleza. Era una mujer muy joven. Tenía los ojos grises y unos labios dulces y bien dibujados. Bajo el velo pugnaban por escaparse unos rizos de cabello castaño. Su cara estaba moteada por débiles pecas.

Tex se quedó mirando a la exquisita aparición con ojos muy abiertos.

—¡Pero usted manifestó en su carta que no tenía más de cuarenta años! —exclamó.

—Y es verdad —asintió la señorita Stacey con brevedad.

Y entonces se hicieron patentes el cambio de actitud y de estado de ánimo de los vaqueros. De súbito, la aparición de un hombre hizo que los jóvenes se quedaran como paralizados. El recién llegado era de gran talla; caminaba hacia el grupo a buen paso, y al llegar ante él miró con detenimiento a los componentes del grupo y luego a la joven forastera, para volver a posar sus pupilas en los muchachos. Por unos instantes, éstos le miraron como atontados.

—¿Es usted el señor Springer? —preguntó la señorita Stacey.

—Sí —replicó, y se quitó el sombrero.

Tenía el rostro muy moreno, de penetrantes ojos azules y expresión franca.

—Me llamo Jane Stacey —dijo ella precipitadamente—. Soy maestra de escuela, y escribí en respuesta a un anuncio. He venido a Missouri porque recibí unas cartas de un tal señor Owens, del rancho Springer. Este joven ha venido a recibirme y no ha sido demasiado… explícito. Creo comprender que no existe ese señor Owens y que he sido víctima de una broma… Él me ha dicho que el señor Springer no consentiría que una pobre y vieja maestra de escuela fuera el blanco de una burla semejante.

—Me alegro mucho de haberla conocido, señorita Stacey —respondió el ranchero, haciendo gala de una cortesía muy del Oeste, que reconfortó a la joven—. Muéstreme esas cartas, por favor.

Ella abrió su bolso y, rebuscando en él, extrajo varias cartas. Springer no miró una sola Vez a sus confusos vaqueros, y cogió los papeles que le entregó la muchacha.

—No, ésta no —dijo la señorita Stacey, ruborizándose—. Ésa es una que escribí al señor Owens, pero que no llegué a echar al correo. Es innecesario que la lea.

La joven no apartaba la mirada de Springer en tanto que el ranchero leía las otras cartas. Cuando hubo terminado, pidió a la joven le hiciera entrega de la misiva que ella le pidió. La señorita Stacey dudó unos instantes, pero al fin rehusó. El ranchero tenía un aspecto grave, frío, de hombre práctico. Sus agudos ojos escrutaron los rostros de los cuatro preocupados jóvenes.

—Tex, ¿eres tú ese Frank Owens? —preguntó con rudeza.

—No; yo… no —tartamudeó Tex.

Springer formuló a los demás idéntica cuestión, y recibió la misma contestación, torpe pero negativa. Se encaró con la muchacha de nuevo.

—Señorita Stacey —dijo—, lamento decirle que alguien le ha jugado una mala pasada. Me hubiera disculpado mucho antes, de haberlo sabido. Ahora, todo cuanto puedo decir es que lo lamento muchísimo.

—Entonces…, entonces, ¿no hay sitio para mí, una escuela donde pueda enseñar? —titubeó ella, suplicante. Parecía que las lágrimas iban a resbalarle por las mejillas.

—Ésa es otra cuestión —repuso el hacendado, sonriendo agradablemente—. Claro que hay sitio para usted; hace tiempo que deseo una maestra de escuela. Algunos de mis braceros tienen hijos, lo mismo que otros de los alrededores, y le aseguro que necesitan una maestra con urgencia.

—¡Oh! ¡Estoy tan contenta! —murmuró ella, aliviada—. Temía verme obligada a volver a mi casa. Sabe usted, no me encuentro muy bien, y el médico me dijo que un cambio de clima me sentaría bien. Por eso decidí venir al Oeste…

—No parece usted una enferma —cortó el ranchero, mirándola con sus sagaces ojos—. Personalmente, la encuentro muy bien.

—¡Oh! ¡Eso sí! ¡Pero no soy muy fuerte! —protestó ella rápidamente—. Y he de admitir que no fui sincera en lo de la edad.

—Me estaba preguntando sobre eso —dijo él, circunspecto. En su mirada centelleó un brillo malicioso—. Desde luego, menos de cuarenta.

Ella se tiñó de arrebol por segunda vez, y ahora con muestras de confusión.

—En realidad, no puede decirse que mintiera; tenía miedo de decir que era simplemente… joven. Y deseaba lograr ese puesto con verdadero afán. Soy una maestra competente, a menos que los presuntos alumnos sean gente adulta.

—Los discípulos que tendrá en el rancho son todos niños —repuso él—. Bien, es mejor que emprendamos la marcha antes de que oscurezca. El camino es largo. ¿Es ése todo su equipaje?

Springer la ayudó a subir al carruaje y luego colocó las maletas bajo el asiento posterior.

—Deje que le ponga esta manta —dijo—. El sendero está lleno de polvo, y cuando lleguemos a la sierra refrescará la temperatura.

Al llegar a este punto, Tex pareció volver en sí y avanzó unos pasos, pero Andy, Nevada y Panhandle quedáronse inmóviles, sin apartar la mirada de la hermosa y sonrojada faz de la joven maestra. Tex desató los caballos, que comenzaron a trenzar cabriolas, y tomó las riendas como si fuera a montarse en el calesín y conducirlo.

—Ya tengo las provisiones y el correo, señor Springer —manifestó alegremente—. Puedo partir cuando usted quiera.

—Yo llevaré a la señorita Stacey —respondió secamente el ranchero.

Tex se quedó atónito por unos instantes. Los claros ojos de la maestra parecían alterar su serenidad, y un leve tinte de rubor ensombreció el cetrino rostro del vaquero.

—Tex, puedes utilizar mi caballo —díjole el ranchero.

—¡Ese garañón cerril…! —exclamó el vaquero—. Tengo pánico a ese animal, señor Springer.

¡Eso decía el mejor jinete de todo el contorno!

El ranchero optó, al parecer, por tomarle en serio.

—De veras que es una bestia difícil, Tex, y ya sé que no eres de lo mejor en cuanto a caballos. Si te hace saltar de la silla, siempre te queda tu propia montura.

La señorita Stacey desvió la mirada; había en sus labios un amago de sonrisa. Springer se acomodó a su lado y, empuñando las riendas, azuzó a las bestias, y éstas emprendieron la marcha, sin que el ranchero se molestara en mirar a sus desconcertados vaqueros.
 
 

Capítulo II

En pocas semanas cambiaron mucho las cosas en el rancho Springer. Los vaqueros francos de servicio ofrecían gran pulcritud en su atuendo y una mayor corrección en sus modales. La chiquillería tampoco fue ajena a la sutil transformación: acudían a clase limpios, con rostros alborozados, y prestaban más atención a las lecciones de la gentil maestra. Había que contar también con la presencia de un ranchero taciturno y solitario entregado a sus meditaciones y sueños y cuya perspicaz mirada se posaba a menudo en la reducida cabaña de adobe, bajo los álamos, que servía de escuela. Y, por último, el rostro de Jane Stacey tenía esa lozanía y el bronceado que indica vida al aire libre, en contraste con la palidez habitual del morador de las grandes urbes.

Ocurría pocas veces que Jane terminara su labor en la escuela sin encontrarse con algunos de los vaqueros de Springer. Tex era el más asiduo, y, al decir de Andy, era a causa de ser el capataz, y tenía la potestad de enviar a sus hombres hasta los confines del rancho cuando así le venía en gana.

Una tarde, Jane dio con el capataz. Iba bien rasurado, y su porte era magnífico; un soberbio ejemplar de hombre. Tex tuvo la fortuna de llevar revólver un día que la maestra se asustó a la vista de un crótalo, y el vaquero acabó con el reptil de un disparo certero. La señorita Stacey, en su temor, se apoyó en el capataz; le estaba muy agradecida, admiraba su destreza con el arma y hasta murmuró que una mujer se sentiría muy amparada a su lado. Desde entonces, Tex llevaba siempre el revólver en la funda, sin parar mientes en las chanzas de sus camaradas.

—Señorita Stacey —dijo el vaquero, anhelante—, ¿quiere venir a dar un paseo conmigo?

Los muchachos ya la habían adiestrado en el arte de montar a caballo; y si todo cuanto decían acerca de su habilidad en la silla era cierto, pensaba que sería, en efecto, muy digna de admirar.

—Lo siento —respondióle Jane—. He prometido a Nevada salir con él hoy sin falta.

—Pues creo que Nevada está ahora a muchos kilómetros de aquí, valle arriba —repuso Texas—. Y no estará de vuelta hasta bastante después de la anochecida.

—¡Pero si estaba citado conmigo! —protestó la maestra.

—Y también tiene que cumplir con sus obligaciones. No olvide que trabaja para el señor Springer y que soy el capataz de este rancho —dijo Texas.

—Le mandó a propósito a perseguir reses —aseguró Jane con severidad—. ¿Es eso cierto?

—Así es. Andaba pavoneándose entre sus compañeros de barracón de que hoy tenía una cita con usted y de que ninguno de nosotros tiene nada que hacer con usted.

—¡Oh! ¿Conque dijo…? Y ¿qué le respondió usted?

—Pues le dije: «Nevada, creo que hay un novillo atascado en el cenagal allá en Cedar Wash. Ve y sácalo».

—¿Cuál fue su reacción? —inquirió Jane con curiosidad.

—No me agradaría repetir lo que dijo, señorita Stacey. No creía que fuese tan… malo. Empleó el peor lenguaje que jamás se oyó en este rancho, y luego salió a caballo como alma que lleva el diablo.

—¿Es verdad que había un ternero atrapado en la ciénaga?

—Creo que sí —repuso Tex, un tanto avergonzado—. Eso ocurre muchas veces.

Jane miró al capataz un poco desdeñosamente.

—Fue un ardid de pésimo gusto —dijo ella.

—Peores me los jugó él, señorita. Y no olvide que en el amor y en la guerra todo está permitido… ¿Quiere usted cabalgar conmigo?

—¡No!

—¿Por qué?

—Porque prefiero hacerlo sola hasta Cedar Wash y ayudar a Nevada a encontrar el ternero perdido.

—¡Señorita Stacey! ¡Usted no va a ir sola hasta ese lugar, ¿entiende?!

—¿Quién me lo va a impedir? —preguntó Jane en actitud retadora.

—Yo mismo, o uno de mis muchachos. Son órdenes del señor Springer.

Jane iba a hablar, pero se contuvo, sorprendida, mientras su rostro se cubría de rubor. Tex, asimismo, parecía confuso después de su declaración.

—Señorita Stacey, supongo que no debiera haber dicho eso; se me fue la lengua. El jefe dijo que no era necesario que usted lo supiera, pero nos mandó vigilarla y cuidar de su persona. Éste es un lugar agreste, y podría extraviarse o caerse del caballo.

—El señor Springer es muy atento y piensa en todo —murmuró Jane.

—Este rancho ha cambiado mucho desde que llegó usted —continuó Tex, repentinamente alentado—, y a mí esos requilorios no me agradan. Los muchachos andan de cabeza por usted.

—¿De veras? ¡Eso es muy halagador! —repuso Jane en son de mofa.

Sentía cierto aprecio por sus admiradores, pero había cuatro de ellos a quienes no había perdonado todavía.

El gigantesco capataz no carecía de ingenio.

—Es verdad, y no tardará en darse cuenta de ello —replicó el hombre—. Si los ojos le sirvieran de algo, notaría que la crianza de ganado en este rancho está casi paralizada, hasta que se haga algo para impedirlo. ¡Hasta el propio Springer se muestra tierno con usted!

—¡Cómo se atreve! —protestó Jane, enrojeciendo intensamente.

—Yo no temo decir la verdad —declaró Tex, resuelto—. Él le tiene afecto; así lo creen los muchachos, y en verdad que está más gruñón que nunca. Y hasta diría que celoso. ¡Dios mío! ¡Celoso! No la pierde a usted de vista…

—Suponga que le digo que usted se atrevió a hablarme de este modo —cortó Jane, estremecida, al filo de una extraña sensación.

—¿Por qué habría de hacerlo? El patrón se moriría del susto; no tiene el coraje de decírselo en persona.

Jane meneó la cabeza, y su rostro conservaba todavía el rubor. Aquel vaquero, como todos sus camaradas, no tenía remedio. Ella intentó desviar el tema de la conversación, cuando de pronto Tex la tomó en sus brazos. La muchacha forcejeó con todas sus energías, pero el vaquero consiguió besarla en la mejilla y en el lóbulo de la oreja. Por fin, la maestra pudo zafarse del acoso.

—Ya… —jadeó— lo ha hecho usted… ¡Me ha ofendido gravemente, Tex! Ya no volveré a pasear a caballo con usted, y ni siquiera le dirigiré la palabra.

—Le aseguro que no era ésa mi intención —repuso Tex—. Jane, ¿quiere casarse conmigo?

—¡No!

—¿No quiere ser mi novia… hasta que me quiera bastante para…?

—¡No!

—¡Pero, Jane! ¿Podrá perdonarme, al menos? ¿Volveremos a ser buenos amigos?

—¡Jamás!

Jane no era del todo veraz en sus palabras. Comenzaba a comprender a aquellos hombres de la pradera, su soledad y sus ansias de amar. A despecho de la simpatía y afecto que les profesaba, sentía a veces el deseo de mostrarse esquiva y severa con ellos.

—Jane, no olvide que me debe muchísimo, mucho más de lo que pueda figurarse —dijo Tex seriamente.

—¿Cómo así?

—¿Nunca se ha detenido a pensar en mí?

—Ni mis ideas más descabelladas podrían hacer que usted cambiara, Tex Jack.

—Usted nunca hubiera llegado hasta este lugar, de no haber sido por mí —dijo él con solemnidad.

Jane no pudo menos que mirarle con extrañeza.

—Hace tiempo que quería decírselo, pero me faltó valor. Jane…, yo fui quien escribió la carta, y las que siguieron. Yo soy Frank Owens.

—¡No! —exclamó Jane.

Se sorprendió en gran manera; el asunto Frank Owens nunca se puso en claro a su entera satisfacción. Dejó de ser para ella motivo de inquietud desde hacía algún tiempo, pero no lo había olvidado por completo. Clavó sus pupilas en el rostro del hombretón; era como una máscara, pero Jane pudo calar en ella y cerciorarse de que mentía. El vaquero era osado, por supuesto, pero la maestra leyó una chispa de hilaridad en lo más profundo de su mirada.

—Sí; soy el hombre que le encontró ocupación en estas tierras, cuando usted se sentía delicada y buscaba mudar de ambiente… Y si ahora se encuentra tan lozana me lo debe a mí, sólo a mí.

—Tex, si fuese usted realmente Frank Owens, la cosa cambiaría muchísimo; admito que le debo a usted mucho, puede que todo. Sería muy distinto, pero… no creo que lo sea usted.

—¡Es tan cierto como el Evangelio! —manifestó Tex—. ¡Que me muera si no lo es!

Jane cabeceó con tristeza, compungida ante tan monstruosa prevaricación.

—Sigo sin creerle —dijo, y se alejó, dejándole solo.

Tal vez no fuese mera coincidencia que, en el transcurso de los días que siguieron, Nevada y Panhandle asediaran a la bella maestra e intentasen convencerla con ingeniosos y patéticos argumentos del hecho portentoso de ser cada uno Frank Owens. O mejor, no obstante, podía atribuirse tan insólito proceder a que ellos, con ese instinto inherente a todo enamorado, intuyeran la importancia y significación del papel que el misterioso corresponsal tuviera en la ventura y salubridad de la señorita Stacey. Ella atendió con una mezcla de cólera y regocijo a la decepción de sus galanteadores, y a entrambos respondió de idéntico modo: «No lo creo».

Gracias a esas burdas maquinaciones de los vaqueros, Jane comenzó a entrever una vaga, dulce y turbadora sospecha acerca de la verdadera identidad del misterioso vaquero que usaba el nombre de Frank Owens.

Andy tenía originalidad y bravura, y habría decepcionado a Jane, de no haber averiguado ella, por pura casualidad, la conexión entre él y ciertas amorosas misivas que venía encontrando en su escritorio. Se apesadumbró al principio, pues el mecanografiado de las cartas parecía idéntico al de las que recibió ella, firmadas por el enigmático Frank Owens. Jane se sobresaltó al descubrir la emoción que la embargaba al leer el primero de los solícitos mensajes; con ello se percató con entera franqueza de la precaria postura en que se encontraba su propio corazón. Cuando supo que Andy era el autor de los románticos billetes, sus sueños se quebraron en fragmentos; era indudable que el vaquero no se avendría a servir de mensajero librando cartas de amor que no escribiera. Por lo visto, se limitó a ejercitarse en el manejo de alguna máquina de escribir y, aprovechando la coyuntura, había deslizado los escritos en su pupitre. La maestra sentía nacer en su intimidad un brote romántico y recoleto que ni ella misma se atrevía a formularse.

Cada una de las cartas procedentes del fructífero «Frank Owens» la conturbaba en gran manera, aun cuando sospechaba el origen de ellas. No obstante, convino en comprobar el entretenimiento de Andy en sus horas libres, y le dirigió un papel concebido como sigue:

Mi querido Andy:

¿Se acuerda usted del día de mi llegada, cuando usted creía que yo era una pobre y añosa maestra, en cuya ocasión aseguró que no era Frank Owens? ¡Y ahora jura que es ese hombre! Si fuera de esas personas que saben lo que es la verdad, tal vez le concediese una oportunidad; ahora, en cambio, no estoy dispuesta a hacerlo. Es usted un monstruo de iniquidad. ¡No creo una sola palabra de cuánto me dice!.

Y dejó el escrito en lugar bien visible, justo donde ella encontraba las misivas en su mesa de trabajo. A la mañana siguiente, la nota no estaba allí, y tuvo la certeza de que Andy era el autor. El vaquero no se dejó ver durante tres días.
 
 
Y aconteció que se celebraba una fiesta en Beacon todos los años, a fines de estío. Los vaqueros trataron de convencer a Jane de que el acontecimiento era algo que de ningún modo habría de perderse. La maestra no había acudido a ninguno de los bailes que organizaron las gentes del lugar desde que ella había llegado al rancho de Springer. El que estaba en puertas era algo diferente: la solemnidad más sobresaliente del año, en cuya ocasión se daban cita los habitantes que poblaban los ranchos en muchos kilómetros a la redonda. En realidad, Jane ardía en deseos de asistir a la fiesta, y sin embargo le constaba que no podría aceptar la compañía de uno cualquiera de sus admiradores sin exponerse a desairar a los demás. Anticipaba mentalmente escenas de tan maravillosa celebración, que tal vez le sería imposible presenciar, cuando un buen día Springer la abordó.

—¿Quién será el feliz vaquero que la lleve al baile?

—Ésa parece ser una cuestión tan encubierta y problemática como la personalidad de Frank Owens —replicó Jane.

—¡Oh! ¡Veo que todavía recuerda ese nombre! —dijo el ranchero.

Su perspicaz mirada la examinó de un modo extraño.

—¡Pues claro que sí! —suspiró la maestra.

—¡Malo, malo! ¡Ese hombre es un malvado…! Pero ¿no irá a decirme que nadie la ha invitado?

—Lo malo es que me lo han pedido todos.

—Ya veo. De todos modos, no deje de ir. Le agradará conocer a algunos de los rancheros y a sus esposas. ¿Qué le parece si la escolto yo?

—¡Oh, señor Springer! ¡Aceptaré… encantada! —repuso Jane.

—Muchas gracias. Así, quedamos en eso. He de ir al pueblo por asuntos de ganado; será el viernes próximo, y estaré allí todo el día. La fiesta comienza al oscurecer, pero dispondré que los Hartwell pasen a recogerla, y ellos la llevarán al pueblo en su carruaje.

El ranchero se mostraba sereno e interesado, como de costumbre, si bien Jane creyó notar en sus pupilas algo que alteró el ritmo normal de su corazón. No podía olvidar lo que dijeran los vaqueros, aunque ella no se atreviese a creerlo.

La maestra dedicó buena parte de sus horas de asueto a componer un vestido que se proponía lucir el día de la fiesta, que prometía ser interesante. A causa de su quehacer, poco había de ver a los vaqueros. Tex estaba enojado con ella, y parecía ignorar su presencia. Jane se preguntaba qué iba a ocurrir en el baile; abrigaba sus temores, además, pues había aprendido a conocer a aquellos hombres, de carácter violento y fogoso. Soñaba y se deshacía en conjeturas, ora alborozada, ora pensativa, en espera de la noche memorable.

Los Hartwell eran gente simpática, cuya hija menor asistía a las clases de Jane, y la evidente satisfacción con que acogieron el donaire de la joven añadió más emoción y ansia por la aventura. La muchacha temía confiar en su propia opinión en cuanto a su aspecto. Durante el largo trayecto hasta la población, en aquella fresca anochecida del caer otoñal, y mientras escuchaba el parloteo de la chiquillería y la conversación de los Hartwell, la maestra no pudo sustraerse a pensar lo que Springer opinaría de ella y de su atuendo.

Según dijeron sus acompañantes, invirtieron más tiempo del normal en el recorrido. Éste era de tinos veinticinco kilómetros, pero a Jane le pareció un paseo.

—De veras que es mejor para usted y para los niños —comentó la señora Hartwell—. Esos bailes duran de siete a siete.

—¡No! —profirió Jane.

—Así es, señorita Stacey.

—Bien, ya sabe usted que soy una forastera de Missouri, pero eso no va a impedir el pasarlo lo mejor que pueda.

—Y lo hará, querida, a menos que esos vaqueros se peleen por usted, lo que parece más que probable. Pero por lo menos no habrá disparos; mi marido y el señor Springer forman parte de la junta organizadora, y se negará la entrada a los vaqueros armados.

Las palabras de la señora Hartwell confirmaron a la maestra lo que ella había comenzado a sospechar. Aquellos atolondrados y enamoradizos vaqueros podían llegar a ser peligrosos. Este pensamiento la hizo estremecer, a la vez que le repelía.

Una rápida ojeada al salón la dejó atónita. Era una enorme estancia, con muchas trazas de granero, de paredes y techo compuestos de rústicos troncos, y cuya decoración consistía en cintas multicolores que disimulaban su cruda desnudez. Unas lámparas de petróleo, dispuestas en sendas repisas, proporcionaban luz suficiente, pues había buena copia de ellas distribuidas por la sala. La sorprendió el bullicio que reinaba en el ambiente: la música, el pisar de recias botas, las alegres risotadas, mezcladas con recias voces masculinas y la algarabía de la muchachada, todo ello fundido en infernal y confuso alboroto. Una tropa de bailarines se arremolinaba a corta distancia de la maestra. No tuvo tiempo de recrearse en la contemplación del espectáculo, pues inmediatamente Springer se plantó ante ella. El ranchero tenía un aspecto bien distinto al que ella conocía; acaso fuera por la ausencia del habitual pantalón de pana y sus recias botas de montar. Si Jane necesitaba ver materializado lo que ella soñaba en cuanto a despertar admiración, ahí lo tenía en forma de admiración sincera por parte del ranchero.

—Le aseguro que es algo maravilloso para el viejo Bill Springer el tener aquí a la más hermosa de las invitadas —dijo el hacendado.

—Muy agradecida, señor Springer —respondió ella con picardía—, pero no me es difícil adivinar que ha sido vaquero antes que propietario.

—Así es, señorita, y tenga la seguridad de que no tardará mucho en comprobarlo —rió él—. Claro que jamás podré competir con ese… Frank Owens. Pero bailemos; poco podré hacerlo después, con tanto rival.

La arrastró al torbellino de la danza; Jane le consideró dócil como pareja de baile, aunque estaba lejos de ser un bailarín consumado. La muchedumbre en movimiento tenía la devastadora potencia de un alud, y pronto adquirió la convicción de que, si bien su vestido soportaría quizá la tremenda embestida, sus delicados pies no saldrían victoriosos del lance. Springer se concentraba en la danza, y se mostró muy parco en palabras. Ella sentíase alejada e inquieta en sus brazos. De pronto, el intenso ronroneo se apagó y con él todo movimiento.

La música había cesado.

—Le aseguro que nunca me había divertido de este modo —admitió Springer con un destello de excitación en su moreno rostro—. Y ahora la dejo en manos de esa turba que viene a nosotros.

Era obvio que se refería a sus muchachos. Tex, Nevada, Panhandle y Andy, los cuatro en cabeza, en apretado haz, avanzaban a su encuentro, emperifollados y con la faz radiante.

—Buena suerte —susurró el ranchero—. Si se encuentra en algún apuro, no dude en llamarme.

La joven no tardó en comprender el significado de las palabras de Springer. No tardó en darse cuenta de que era inútil negarse a las solicitudes de aquellos rudos vaqueros; lo más prudente y seguro era rendirse a la evidencia, que es lo que ella hizo.

—Muchachos, no hablen todos a un tiempo; no olviden que sólo puedo bailar con uno a la vez. Así, pues, lo haré por orden alfabético; ¿saben?, soy una pobre y vieja maestra de escuela, oriunda de Missouri. Primero, Andy, y después, Nevada, Panhandle y Tex.

A pesar de las vehementes protestas de los jóvenes, ella siguió inflexible en lo dicho. Cada uno de ellos aprovechó escandalosamente su turno; la estrujaron de forma violenta, y Tex fue el peor de todos ellos. La joven trató de alejarse para tomarse un respiro, pero el vaquero la manejaba como si se tratase de una muñeca. Parecía en trance, aunque se adivinaba algo diabólico en él.

—¡Tex! ¿Cómo se atreve? —resolló la maestra, al terminar la pieza.

—Bien, señorita; confieso que haría cualquier cosa tratándose de usted —replicó él, engallándose.

—¡Debería avergonzarse de su comportamiento! —prosiguió ella—. Hará que no baile de nuevo con usted.

—¡Vamos, señorita! —suplicó el vaquero.

—De veras que no, Tex, si no se refrena un poco. No es usted un hombre cabal.

—¡Vaya! —añadió él, poniéndose rígido—. Está bien; saldré de aquí y me emborracharé, y cuando regrese limpiaré esta sala tan aprisa, que se va a marear sólo de verlo.

—¡Tex! ¡No haga eso! —dijo ella con cierta precipitación, mientras él se alejaba ya—. Retiro lo dicho, y voy a darle otra oportunidad, si promete portarse con mesura.

El pronto ofrecimiento hizo que, por el momento, se librase de él. La señora Hartwell vino en su ayuda y la condujo hasta un grupo de rancheros y sus respectivas consortes, a quienes presentó a la joven forastera. A continuación hizo lo propio a diversas jóvenes y sus parejas. La maestra se vio convertida en el blanco de la admiración de muchos pares de ojos, y aceptaba más invitaciones de las que podía cumplir o simplemente recordar.

Su siguiente acompañante fue un vaquero, alto y apuesto, llamado Jones. Jane no sabía en realidad lo que hacer con respecto a ese hombre, pero era un experto bailarín y no la sujetaba de modo que tuviese dificultad en respirar, como hacían los demás. Derramaba abundante verbosidad, y su ingenio era chispeante y agudo, de sutil adulación. La maestra no podía dejar de percibir que aquel bello mancebo acaso fuera más descarado que el propio Tex, pero al menos su modo de conducirse lo implicaba la violencia física. Jane gozó mucho de su compañía, y hasta hubo de admitir que aquel señor Jones era hombre de singular atractivo. Quizá su apostura denotaba al hombre descarado y primitivo, demasiado confiado en sus encantos, pero eso quedaba sumergido en la excitación del momento y en la certidumbre de que Missouri se hallaba muy lejos de allí. Jones le pidió, más que suplicó, otro baile, y aunque ella, sonriente, le hizo ver que tenía otros muchos admiradores que aguardaban su turno, el vaquero le dijo que, de todas formas, vendría por ella al poco rato.

Siguieron a continuación varias piezas, con sendas parejas distintas; Jane iba convirtiéndose cada vez más en el centro de la reunión. Todos los varones bebían los vientos por la joven maestra de escuela, que se divertía horrores. Sin darse cuenta apenas, bailó dos veces con Jones antes de la cena de medianoche; la joven no lograba comprender cómo el vaquero lo había conseguido. Éste se limitó a arrancarla del corro de admiradores y la arrastró al torbellino de la danza. La muchacha no reconoció tan imperdonable proceder hasta que de pronto se acordó de que minutos antes había prometido a Tex un segundo baile, y que luego lo acordó a Jones, o que al menos lo había compartido ya con él. Pero, al fin y al cabo, ¿qué podía hacer en medio de tanta confusión? La mirada de Tex, que sorprendió en una de las turbulencias del bañe, la llenó de remordimiento.

Por fin llegó la hora del tan ansiado refrigerio; era la ocasión esperada por la gente menuda, que reprimía el sueño con gran estoicismo. Jane gustaba mucho de los niños, y tomó asiento entre la numerosa prole de los Hartwell, quienes se mostraban muy afectuosos con la maestra. Ésta se preguntaba por qué Springer no hacía acto de presencia en la sala; posiblemente a causa de sus deberes como miembro del comité organizador.

Servido el opíparo banquete, las gentes se aprestaron a volver al salón, donde los músicos afinaban ya sus instrumentos. Jane vio a Andy, muy pálido, con semblante de no andar muy sobrado de salud. La joven intentó llamar su atención, y al no lograrlo resolvió ir al encuentro del vaquero.

—Andy, por favor; vea de encontrar a Tex. Le debo un baile, y le concederé el primero, a menos que venga el señor Springer y me pida que lo haga con él.

Andy la miró con tal indiferencia, que era una novedad para ella.

—Bien, se lo diré, aunque Tex no está muy presentable que digamos. Por lo que hace al baile, esta noche ha terminado para nosotros.

—¿Ha ocurrido algo? —inquirió Jane, poco remisa en husmear dificultades.

—Hubo una pelea.

—¡Oh, no! —exclamó Jane—. ¿Quién? ¿Por qué? Vamos, Andy; dígamelo.

—Bien; cuando dejó a Tex por Beady Jones, usted puso en ridículo a los nuestros —respondió Andy con frialdad—. De todos modos, nada habría ocurrido si Beady Jones no se hubiera precipitado; pero Tex le golpeó, y eso hizo que comenzara el jaleo. Beady devolvió el porrazo, y, siento decirlo, hizo que Tex mordiera el polvo. Ese Jones es un mal sujeto, y más bruto y corpulento que Tex. Bien; tuvimos buen trabajo en apartar a Nevada, pues la cosa hubiera empeorado. ¡Ésa sí que iba a ser una buena pelea! ¡No me la hubiese perdido por nada del mundo! Pero los mantuvimos alejados hasta que apareció el patrón, y lo que éste dijo fue suficiente, se lo aseguro. Beady Jones siguió con sus baladronadas (antes trabajó para Springer como capataz), hasta que el jefe se puso fuera de sí y le espetó: «Jones, una vez te despedí porque eras demasiado pendenciero para contarte entre mis hombres, pero escucha bien esto: si vuelves a armar camorra, te voy a dar la zurra más imponente que jamás haya recibido vaquero alguno…». ¡Demontre! ¡El patrón estaba hecho un basilisco! Le aseguro que me sorprendió, tanto que llegué a sonrojarme. Puede apostar que Beady Jones cerró su pico de oro con más rapidez de lo que se cuenta.

Una vez terminada su larga perorata, Andy se alejó de ella sin mucha ceremonia. La maestra no estuvo sola demasiado tiempo, el suficiente para que la invadiera una sensación amarga de disgusto para consigo.

Jane trataba de encontrar a Springer, deseando que acudiera a su lado, aunque temiendo al mismo tiempo la presencia del ranchero. Éste no aparecía por ninguna parte. La maestra se vio nuevamente sometida al continuo tormento de la danza, hasta notar que casi se agotaban sus fuerzas. A las cuatro de la madrugada apenas podía andar; su precioso vestido estaba roto y arrugado, y tenía los pies como insensibles. A duras penas llegó a la silla vacía que estaba a la vera de la señora Hartwell, donde tomó asiento con verdadera delicia. Para no caer rendida por el sueño, no perdía de vista el centro de la sala, donde el baile estaba en su cénit. La maravillosa fiesta, que se inició bajo los mejores augurios, acabaría triste para ella.

Al poco tiempo, el éxodo se iba produciendo, pese a que a la maestra le parecía que los danzarines nunca abandonarían el local. Ella salió acompañada por los Hartwell, y, ya fuera, tropezó con Springer, quien por lo visto lo había dispuesto todo para la marcha. La actitud del ranchero hacia la compungida maestra fue cortés, pero indiferente.

Durante el prolongado trayecto de regreso al rancho, Springer no le dirigió la palabra ni una sola vez, y tampoco volvió el rostro para mirarla. Al despuntar el alba, que a Jane le pareció fresca y gris, sintió unas ganas tremendas de romper a llorar.

La hermana de Springer y la solícita ama de llaves aguardaban su llegada, dándoles la más cordial bienvenida e indicándoles la mesa donde esperaba un desayuno confortador.

Terminada la colación, Jane se encontró unos momentos a solas con el taciturno ranchero.

—Señorita Stacey —dijo el hacendado con un tono de voz desconocido para la joven—. Su abierto coqueteo con Beady Jones fue causa de dificultades para mis muchachos.

—¡Señor Springer! —exclamó la maestra, alzando el rostro.

—Le ruego me disculpe —respondió el ranchero. Su incisivo tono no difería gran cosa del de Tex. Al fin y al cabo, aquel rudo hombre del Oeste seguía siendo un vaquero, idéntico a los que trabajaban para él, aunque con algunos años más, y por ello más reservado de carácter y cuidadoso en el lenguaje—. Si no fue de ese modo, quiere decir entonces que el señor Beady Jones le causó muy grata impresión.

—Si a alguien le importaba eso, ya se habrá enterado —replicó ella, luchando por reprimir un sentimiento que le era difícil sujetar.

—De acuerdo, pero ¿niega que eso sea cierto? —demandó él en actitud serena, mirándola con el ceño fruncido y reprobadoramente.

Eso, más que la pregunta en sí, fue lo que encendió la ira y la contrariedad de la maestra.

—Siento gran admiración por el señor Jones —manifestó ella en tono altanero—. Es un bailarín maravilloso, y además no me rodea el talle con la furia de un oso. De veras que tuve la oportunidad de recuperar el aliento mientras bailaba con él. Además, es un hombre que sabe hablar; todo un caballero, vamos.

Springer inclinó la cabeza en un gesto de dignidad. La morena piel de su semblante palideció; y Jane tuvo la impresión de que el estado de cosas iba agravándose por momentos para todos. Comenzó a sentirse culpable por su orgullo temerario.

—Gracias —dijo el ranchero—. Le ruego disculpe mi impertinencia; veo que encontró al fin a ese Frank Owens en la persona del vaquero Jones. Por lo que a mí se refiere, ya no me queda nada por decir en esta cuestión.

—Pero… pero, señor Springer… —balbució la maestra, aturdida por las asombrosas palabras del ranchero.

Éste se limitó a inclinar la cabeza de nuevo y se retiró seguidamente. Jane se sentía demasiado débil y angustiada para nada que no fuera un buen descanso y el deseo incontenible de estallar en sollozos. Subió a su cuarto y se despojó de su lindo vestido, que ahora odiaba con toda su alma; se dejó caer en el lecho y ocultó la cabeza bajo la almohada.

Jane despertó a media tarde, con la sensación de haber reposado a placer. Sentía un gran alivio, y parecía extrañar su arrepentimiento. Procedió a vestirse con gran esmero y salió del dormitorio, insegura e insatisfecha de sí misma. Al llegar al espacioso porche, púsose a caminar por él de un lado a otro, atisbando la roja pradera hasta la oscura franja del bosque que coronaba las lejanas colinas. ¡Cuán bello era aquel territorio de Arizona! Se sentía encantada aquí. ¿Tendría que abandonarlo alguna vez? Confiaba en que nunca llegaría el momento en que tuviera que hacer frente a esa posibilidad. De pronto irrumpió en la cocina, donde la bondadosa ama de llaves, que tenía en gran estima a la maestra, le ofreció emparedados de pavo, dulces y riquísima leche. Mientras Jane aplacaba el hambre, la buena mujer cotilleaba acerca de Springer y de los muchachos; la información que obtuvo del ama de llaves renovó su inquietud respecto a los acontecimientos de la noche pasada.

Al abandonar la cocina se fue en derechura al patio, y, naturalmente, enfiló los establos y los graneros. Springer apareció en compañía de un ranchero a quien Jane no conocía; esta vez, sin embargo, Springer no se detuvo a saludarla con frases amables, como era su costumbre, sino que se limitó a rozar el ala del sombrero al cruzarse con ella. Jane consideró el hecho como un desaire, y eso la hirió en gran manera.

En tanto proseguía vereda abajo, iba sumida en profundas cavilaciones. Le pareció que una negra nube empañaba de pronto el horizonte feliz de su existencia en el rancho de Springer. La maestra no creía haber hecho nada que provocara semejante cambio de actitud entre los vaqueros. La senda desembocaba en una ancha explanada, limitada por los corrales, diversos establos, graneros y el taller de forja. A un lado se alzaba un espacioso y cómodo barracón, que servía de alojamiento a los vaqueros.

La aguda mirada de la maestra se paseó por los muchachos antes de que éstos notasen su presencia. Al hacerlo por segunda vez, tropezó con un bosque de anchas espaldas. La dejaron pasar sin dar el menor indicio de que ella existiera; era evidente que tal proceder era inusitado en ellos. El grave desaire la ofendió amargamente; sabía que no se mostraba muy razonable, pero no podía o no quería hacer nada por impedirlo. Rebasó las dependencias y encaminó sus pasos hasta la cerca que contorneaba los pastos, y se puso a contemplar los potros y los terneros que retozaban en la hierba. De regreso al rancho, pasó más cerca de los vaqueros, pero la actitud de éstos no varió: la dejaron caminar sin nacer ademán de advertir su proximidad. La queda vocecilla interior la seguía atormentando, acusadora. La maestra corrió a su aposento con intención de leer un poco y arreglar su ropa, o repasar las labores escolares de sus pupilos, pero en vez de esto sentose en una silla y se echó a llorar.

Springer no hizo acto de presencia a la hora de la cena, y eso constituyó para ella la gota que colmó el vaso. Comprendió que había malogrado su magnífica oportunidad. ¡Esos estúpidos y apasionados vaqueros! Y entre ellos iba incluido Springer. ¡Cuán quisquilloso era aquel hombre! ¿Cómo iba ella a saber la manera de tratarlos? Lo peor de todo era que sentía por ellos auténtica admiración. En cuanto al ranchero, ella no estaba muy segura de sus sentimientos para con él, ni acababa de comprender su verdadero carácter, aunque tuvo que confesar que le aborrecía.
 
 
El día siguiente era domingo, y hasta la fecha había sido una jornada muy atareada para la maestra. Éste, sin embargo, tenía trazas de ser una festividad vacía, si bien acudieron los visitantes habituales, rancheros de las haciendas vecinas. Los vaqueros estaban libres de sus obligaciones, y otros camaradas llegaron de otros ranchos para departir con ellos.

La atención de Jane se centró en un imponente jinete que se dirigía a la casa a todo galope, levantando densa polvareda en el umbroso sendero. Su figura le parecía familiar, aunque de momento no cayó en la cuenta de quién podía ser. ¡Qué cuadro tan maravilloso compuso al apearse de su montura, vestido con sus mejores galas, relucientes las botas y las espuelas, y destocándose! Jane pudo oír que el recién llegado preguntaba por la señorita Stacey, y entonces supo quién era el forastero. ¡Nada menos que Beady Jones! La pobre maestra se quedó horrorizada, y, sin embargo, muy a pesar suyo, sentíase atraída por el gallardo vaquero. Recordaba ahora que el joven le pidió permiso para ir a saludarla el domingo, y por lo visto ella no había rehusado. ¡Pero el vaquero habíase atrevido a presentarse, después de la pelea con Tex y el duro altercado con Springer! Eso era de un cinismo sin precedentes. ¿Cómo era en realidad ese Jones? Desde luego que no carecía de audacia, pero lo que más importaba a la joven maestra era la opinión que de ella se había formado el vaquero. Jane se dispuso a hacer frente a la situación; ya que así se presentaban las cosas, vería el mejor modo de salir airosa del lance. La inminencia de una catástrofe le infundió valor. ¡Ya verían los vaqueros, tan indolentes, ardorosos e intrincados como eran, de lo que una joven del Este era capaz! Dejaría que Springer creyese que había visto al misterioso Frank Owens en la persona de Beady Jones.

Con la mente ocupada en ese pensamiento, Jane descendió al porche para salir al encuentro del visitante. Se armó del mejor encanto y donaire y se dispuso a afrontar los acontecimientos —pues Springer estaba presente— como si se tratara de la cosa más natural del mundo. Después de los saludos de rigor, condujo a Jones hasta uno de los rústicos bancos de madera adosados a la pared de troncos, al extremo del porche.

Jane quería calibrar al vaquero en el menor tiempo posible, si ello estaba a su alcance. Mantenía la conversación poniendo a prueba toda la habilidad y discernimiento de que era capaz, y en este terreno la postura era favorable a ella.

Jones no era distinto de los demás vaqueros que ella conocía; no en vano se había criado en la misma región y llevado idéntico género de vida. Pero no dejó de advertir que su vehemente adorador carecía de virtudes que tanto apreciaba ella en Tex y en Nevada sobre todo. Ese Jones era un soberbio ejemplar de varón, un bruto bizarro y cautivador, y tuvo que admitir, a su pesar, que la atraía su inmenso atrevimiento al enfrentarse con una situación que no era ciertamente cómoda para él. Aunque, pensándolo bien, acaso él comprendió que la maestra era su escudo, pero no por eso dejó de tomar precauciones, pues Jane adivinó el bulto de un revólver bajo el recamado chaleco.

Por cierto que era bien patente en todas sus acciones que el joven vaquero creía haber hecho una conquista. Beady Jones era el hombre más fuerte y osado con quien la maestra se había tropezado jamás, y acaso el único incapaz de apreciarla como mujer. No pasó mucho tiempo sin que mostrase un ardimiento poco común. Jane se había habituado a la palabrería sentimental de los vaqueros, pero este sujeto no era interesante ni divertido; era peligroso. Cuando la maestra, casi por la fuerza, arrebató la mano a la opresión de las de él, diciéndole que no estaba acostumbrada a conceder a los hombres tales privilegios, él la miró con una mueca que evidenció el apuesto demonio que llevaba en su cuerpo.

—Bien, cariño; pues te has perdido ratos muy buenos —dijo—. Veo que tendré que compensártelos.

Jane no podía sentirse realmente injuriada por aquel lunático vano y desvergonzado, pero sí furiosa consigo misma. Su primer impulso fue disculparse y dejarle bruscamente, pero Springer estaba allí; la joven no dejó de captar las furtivas e inquisidoras miradas de sus negros ojos. Y, por si fuera poco, los muchachos formaban grupo en el extremo opuesto del porche. Jane temía el estallido de un nuevo conflicto. Pero ella, o por su causa, había conducido la situación hasta el extremo presente, y, por tanto, debía aceptar las consecuencias. La hora siguiente fue un creciente tormento para ella, hasta que al fin la precaria posición se le hizo insostenible; cuando Jones la importunó de nuevo requiriéndola para un paseo a caballo en una venidera ocasión, ella se sometió hasta la humillación, con el solo objeto de poner fin a la entrevista. En verdad, no centró su atención a las insinuaciones del vaquero, o realmente se daba cuenta de lo que hacía, el caso es que pudo librarse de su compañía con soltura y dignidad, en presencia de Springer y los demás. Después de lo ocurrido, carecía de entereza para quedarse allí y afrontarlos. ¡Con qué amargura les habría desilusionado a todos! Jane prefirió el amparo de la soledad y las tibias sombras de su alcoba, pero una vez en ella no pudo resistir el deseo de atisbar a los vaqueros a través de la ventana; los muchachos habían merecido su más infinita estimación, pero ¡ay!, ahora, a no dudarlo, la joven maestra de escuela oriunda de Missouri ya no contaría con su afecto.
 
 

Capítulo III

La actividad en la escuela siguió como antaño, y los vaqueros mudaron de actitud hacia la joven maestra de modo perceptible; Springer también recuperó parte de su habitual cortesía, pero Jane echaba algo de menos, tanto en su ocupación como en el trato de ellos. Su corazón se entristecía por el modo en que se había transformado todo a su alrededor. ¿Volverían las cosas a su antiguo cauce? ¿Qué había ocurrido? Ella sólo era una chica de la ciudad, quizás un poquitín sentimental y poco habituada a esas rústicas gentes del Oeste. Al fin y al cabo, creía no haberlos defraudado, al menos en cuanto a gratitud y afecto, aunque al parecer ellos jamás lo advertirían.

Un buen día, Jane decidió salir sola a caballo en dirección a las colinas. Se olvidó del riesgo que entrañaba la excursión y de las advertencias de los vaqueros. No quería más que estar a solas y meditar, pues sentíase muy desgraciada. El trabajo en la escuela, los niños, los amigos que se había procurado, incluso su caballo, por quién sentía gran devoción, todo esto era ya insuficiente para ella. Algo extraño le había acontecido. En vano intentó persuadirse de que acaso sintiera nostalgia o simplemente que su salud no fuese tan buena como imaginaba; de todos modos, no era fiel a sí misma, y lo sabía.

El otoño tocaba a su fin, pero el sol era cálido en los atardeceres; era todavía la estación en que dominaban los vientos suaves. Ante ella se extendía el hermoso valle, inmensa superficie verde claro con manchas móviles constituidas por las reses. En lontananza alzábanse suaves colinas, cuyas faldas vestían pequeños bosques de cedros, y, dominando el horizonte, la silueta del imponente macizo montañoso. Su caballería era muy veloz y estaba habituada al peso de su jinete; éste adoraba a su montura y a la abierta campiña, el aire que batía su rostro, y, por encima de todo, el mundo vasto, sereno, silente y solitario que la rodeaba. Nunca volvería a encontrarse a gusto en una gran urbe, entre una turba de gentes quejumbrosas. Aquí estaban la salud y la vida plena…, y algo más que había acelerado los latidos de su corazón y hecho renacer el color en sus mejillas.

Cabalgó a todo galope hasta que el caballo acusó el rápido ritmo de la marcha y ella quedose sin poder respirar con facilidad. Lentamente aminoró la velocidad; las montañas parecían muy cercanas, aunque en realidad no fuera así, pero ya llegaba a su olfato el perfume seco y penetrante de los cedros.

Y entonces, por primera vez desde que partió del rancho, volvió la cabeza atrás. Había recorrido un largo trecho —unos quince kilómetros—, y la hacienda era un punto verde en la gris lejanía. De pronto descubrió la figura de un jinete que se aproximaba; pensó que se trataría de alguno de los vaqueros que, habiéndola visto salir a caballo, dejaban que creyera haber pasado inadvertida, para salir luego en su persecución. Tal proceder, normal hasta la fecha, irritó ahora a la maestra; quería estar sola, para poner en orden sus pensamientos. Contra su costumbre, utilizó la vara para fustigar al caballo, que arrancó a todo galope. La maestra estuvo un buen rato sin mirar tras sí, y cuando lo hizo comprobó que el jinete desconocido no sólo había ganado terreno, sino que estaba cerca de ella, aun cuando no podía reconocerlo todavía. Por un momento pensó en Tex, o en Andy tal vez; de todas formas, no importaba mucho que fuera uno u otro de los vaqueros. Jane estaba furiosa, y si el atrevido pretendía acercarse a ella, lo iba a sentir.

Fue la carrera más sostenida y veloz que había efectuado en su vida. No tardó en llegar al pie de las colinas, y, sin parar mientes en que no pasaría mucho tiempo sin que errase el camino, se perdió entre los cedros e inició el ascenso por el escaso declive de la ladera. Al coronar la colina siguió luego falda abajo, trotó un trecho barranca arriba y enfiló la siguiente colina. A veces, el noble bruto se veía obligado a marchar al paso, y ella aprovechaba el respiro para escuchar con atención. A su oído llegaba el rumor del perseguidor, que atravesaba por entre los cedros; el jinete seguía las huellas dejadas por la montura de la maestra, y ésta podía así mantener la ventaja que le llevaba. No tardó demasiado en percatarse de que se había extraviado, pero no le importaba gran cosa. Siguió cabalgando por las colinas y dando rodeos por espacio de una hora, hasta que llegó al límite de sus fuerzas. Por fin, en la cima de una empinada colina, refrenó su cabalgadura y esperó, mientras pensaba en la identidad de su posible perseguidor.

Pero ¡cuál no sería su asombro al oír rumor de herraduras y crujir de ramas en dirección opuesta a la en que esperaba la llegada del enigmático caballista! De súbito surgió de entre los cedros un jinete que se aproximaba al trote, y Jane no tuvo que esforzarse demasiado para reconocer en él a Beady Jones. Estaba segura de que este encuentro era puramente casual, y asimismo de que éste no podía ser el vaquero que la seguía desde que salió del rancho y que había provocado su cólera. El caballo de Jones era albo, y este descubrimiento reprimió un tanto tu furia.

Jones se encaminaba hacia ella, y cuando estuvo lo bastante cerca, Jane pudo observar el rostro, moreno y de expresión cínica, y los ojos brillantes de codicia; se percató al instante de que había cometido una locura al adentrarse en la fragosidad y exponerse a algo que los vaqueros del rancho habían tratado siempre de evitar.

—¡Hola, cielo! —saludó Jones alegremente, con una mirada diabólica en sus ojos—. Me parece que has tardado mucho en decidirte a venir a verme, tal como me habías prometido.

—No he venido a su encuentro, señor Jones —respondió la maestra, con valentía—. Creo que, en efecto, quedamos en algo parecido, mas es cierto que no tenía la menor intención de cumplirlo.

—Claro; ya me figuraba que estabas jugando conmigo —declaró él con acritud.

Acercó su blanca cabalgadura hasta pegarla a la de ella.

El jinete alargó una de sus enguantadas manazas y aferró del brazo a la maestra.

—¿Qué quiere decir con eso? —inquirió Jane, tratando de poner su brazo en libertad.

—Te aseguro que mucho, preciosa —dijo, ceñudo—. Te defendiste muy bien de esos palurdos de Springer pero ahora vas a probar algo que no te será tan fácil.

—¡Suélteme, rufián! —gritó Jane, pugnando por desasirse.

Estaba furiosa y asustada; parecía una criatura en las garras de aquel gigante.

—¡Diablo! ¡Tu forcejeo hará esto más interesante! ¡Vamos, gatita, ven acá!

La levantó de su silla y la trasladó hasta su montura, junto a sí. El caballo de la joven, espantado, desapareció entre los cedros. Jones rodeó a la maestra con sus hercúleos brazos; ella consiguió mantener los labios alejados de los del hombre, pero éste la besaba en la cara, en el cuello, y esas caricias la llenaban de oprobio y disgusto.

—Jane, me largo de esta región —dijo—, y sólo he esperado esta oportunidad. Apuesto a que siempre te acordarás de Beady Jones.

Jane comprendió que el vaquero no se detendría ante nada y se aprestó a defender su pudor. Luchó con gran ardimiento para desprenderse de su atacante y ver de deslizarse hasta el suelo; gritaba de puro coraje, mientras le golpeaba y arañaba. La piel del rostro varonil manaba sangre a causa de los rasguños. La joven parecía cobrar nuevas energías a medida que aumentaba su temor, hasta que logró resbalar entre el cuerpo del hombre y el arzón, quedando con la cabeza a una parte y las piernas en la opuesta. Tal postura era difícil y penosa, pero infinitamente más tolerable que verse estrujada entre sus brazos. Jones cabalgaba como si llevase un saco semivacío en la silla. De pronto, las manos de Jane tocaron la culata del arma del vaquero; la maestra, en su afán por encontrar algún punto sólido en que poder asirse y mitigar la tremenda incomodidad de su posición, tropezó con la pistolera. ¿Se atrevería a sacar el arma de la funda y matar a Beady? Y fue entonces cuando percibió con claridad el ruido de otros cascos de caballo. Vuelta como estaba, reconoció a Springer, que se acercaba a galope tendido, en línea recta hacia ellos y lanzando roncos alaridos.

La maestra notó que Jones intentaba sacar el revólver, pero ella hacía presa en el arma y sus dedos parecían pequeños garfios de acero. La furiosa energía que empleaba Jones para poder usar el revólver provocó la caída de la joven, que al mismo tiempo arrastró el arma con ella.

—¡Arriba las manos, Beady! —oyó decir a Springer.

Por unos instantes, la maestra quedó tendida en el polvo, hundido el rostro en él. Se esforzó en arrodillarse luego se arrastró para alejarse del peligro de los caballos. Todavía agarraba con fuerza la culata del enorme revólver, hasta que, segundos después, casi sin aliento, se tendió en tierra, sin dejar de mirar a Jones, que estaba con las manos en alto, en tanto Springer le apuntaba con su pistola.

—¡Estate quieto, vaquero! —ordenó el hacendado, en tono áspero—. ¡Me costaría muy poco agujerearte la piel!

Sin dejar de vigilar a Jones, que evidentemente esperaba un descuido para atacar, Springer habló de nuevo.

—Jane, ¿vino usted para encontrarse con este vaquero? —inquirió.

—¡Oh, no! ¿Por qué me pregunta eso? —dijo Jane, ahogada en sollozos.

—¡Es una mentirosa, patrón! —dijo Jones, con absoluta sangre fría—. Dejó que la cortejara, y quedamos en reunirnos en este lugar. Bien, le tomó algún tiempo decidirse, y ahora que ha venido no quería saber nada de mí. Yo quería asustarla un poco para hacerla entrar en razón, y en esto llegó usted.

—Beady, conozco tu modo especial de tratar a las mujeres. Ahorra tus fuerzas, porque barrunto que vas a necesitarlas.

—Señor Springer —titubeó Jane arrodillándose—. Yo… me sentía tontamente atraída por ese vaquero, al principio. Entonces…, aquel domingo que siguió a la fiesta en que vino a verme al rancho, pude conocerle mejor; llegué a despreciarle con toda el alma. Para librarme de su presencia, le prometí salir a caballo en su compañía, pero sin el menor deseo de hacerlo. Lo había olvidado por completo, y hoy he salido sola por primera vez desde que estoy en estas tierras. Me di cuenta de que alguien me seguía, y pensé que era Tex o alguno de los muchachos; esperé un momento, y a poco apareció Jones a mi espalda… Y, señor Springer, me arrancó de la silla… y me trató brutal e ignominiosamente. Me defendí con todas mis fuerzas, pero ¿qué podía hacer?

La faz de Springer cambiaba de expresión a medida que la extensa explicación de Jane tocaba a su fin. El ranchero arrojó su arma al suelo, junto a la maestra.

—Jones, voy a propinarte una paliza de muerte —dijo el ranchero, frunciendo el entrecejo.

De un salto se arrojó sobre el vaquero y lo derribó de la silla, quedando éste tendido de bruces en tierra. Entre tanto, Springer se despojó del sombrero, el chaleco y las espuelas, pero conservó puestos los guantes. Jones se apoyó en una rodilla y midió la distancia entre Springer y él, y luego su mirada se posó en el revólver que había en el suelo. De un salto felino intentó alcanzarlo, pero Springer se lo impidió con un soberbio puntapié que derribó a. Jones.

—Jones, eres tan ruin como dice la gente —murmuró el ranchero, disgustado—. Voy a contentarme con una buena tunda, cuando debiera acabar contigo.

—¡Vaya! Bien, jefe; no es probable que pueda lograr ninguna de las dos cosas —repuso Jones, sombrío, incorporándose.

Mientras ellos se embestían, Jane tuvo la ocurrencia de coger el revólver de Springer y, junto con el de Jones, se alejó a prudente distancia. Su primera intención fue echar a correr y esconderse en alguna parte, pero era más fuerte la fascinación que ejercían sobre ella ambos contendientes. Aun en su lamentable condición, la muchacha se percató de que el vaquero, joven y fuerte como era, no conseguía hacerse con Springer. Rodaron entrambos por el claro, peleando entre los cedros y de nuevo en el calvero.

Llegó un momento en que Jones tan pronto estaba en el suelo como en pie; estaba cubierto de sangre, desgreñado, molido a golpes, y se las veía y deseaba para contener el terrible golpeteo.

De repente, el vaquero desgajó una rama seca de cedro y, blandiéndola, arremetió contra el ranchero. Jane dejó escapar un grito de horror, cerró los ojos y se abatió al suelo. Desde allí podía oír las fuertes imprecaciones de ambos luchadores y el sordo ruido de los golpes que cambiaban. A poco abrió los ojos, temerosa de ver algo terrible, y en vez de ello divisó a Springer de pie, restregándose el semblante con el dorso de la mano, y a Jones, que yacía en tierra, inmóvil.

—Vamos, Jane —dijo—. Creo que todo ha terminado.

Tomó de la brida al caballo de Jones y lo aseguró al tronco de un cedro. Después, conduciendo su propia montura, volvió al encuentro de la maestra.

—Quiero darle las gracias por haber arrebatado el arma al vaquero —dijo en voz cálida—. De no ser así, hubiera ocurrido algo grave; habría matado a Jones, probablemente… Vamos, déme los revólveres… La pobre muchachita de Missouri…; no, ya no es la forastera; pertenece al Oeste desde hoy.

El rostro del ranchero estaba cubierto de rasguños y cardenales, la ropa sucia y con manchas de sangre, pero su aspecto no era el que cabía esperar después de tan desesperada lid. Jane sintió que le flaqueaban las piernas, y hasta su voz quedó reducida a un tenue hilo.

—Le acomodaré en mi caballo hasta que demos con el suyo —dijo el ranchero.

La levantó del suelo como si fuese una pluma y la sentó en la silla; hecho esto, echó a andar guiando a su cabalgadura, que llevaba de la brida.

Jane le vio escrutando el suelo, por lo visto a la busca de pisadas de caballo.

—¡Ah! ¡Ahí están! —exclamó.

Torció el rumbo entre la arboleda, y Jane no tardó en hallar su querida montura, pastando en la mustia hierba. Poco después, la maestra montaba su caballo, recobrada en parte de su amarga experiencia. Pero ahora parecía presentir que, conforme se recuperaba de una serie de emociones, iba sumergiéndose en otras, aunque de índole muy distinta.

—Hay un fresco y limpio manantial cerca de aquí, en las rocas —destacó Springer—. Creo que necesita beber un poco, lo mismo que yo.

Descendieron por la soleada ladera cubierta de cedros, hasta alcanzar una sombría barranca festoneada de pinos. Remontaron el curso, y a poco, entre unos riscos húmedos y cubiertos de musgo, vieron el cristalino chorro de una fuente.

Jane estaba ahora en el umbral de confusas emociones, de esperanzas y temores encontrados, de un futuro emocionante y turbador. ¿Por qué la había seguido Springer? ¿Por qué razón no había enviado a uno de sus muchachos? ¿Por qué se sentía ella tan temerosa y alocada? El ranchero siempre se portó muy correcto con ella; al menos hasta que la ofendió tan injustamente. ¡Y ahora estaba junto a él! Springer habíase batido por su causa; ¿acaso no podría olvidar? Su corazón latía con furia; cuando él desmontó para ayudarla a bajar del caballo, Jane sintió en su rostro el calor de la sangre que se agolpaba en él.

—Señor Springer, yo… creía que era Tex, u otro de los muchachos… —acertó a decir la maestra.

Él se echó a reír y se quitó el sombrero. Su rostro ardía, y las heridas que lo cubrían sangraban aún ligeramente.

—Monta usted muy bien —dijo—. Además, ese caballito es una maravilla.

El ranchero descinchó ambos caballos. Jane consiguió ocultar un poco su confusión.

—¿No quiere caminar un poquito? —preguntó el hacendado—. Eso la aliviará. Sólo nos encontramos a unos veinticinco kilómetros de la casa.

—¿Tan lejos?

Springer la ayudó a incorporarse y permaneció junto a la mujer, con una mano apoyada en la grupa de su pequeña montura. Los ojos del ranchero la miraban llanamente; las pupilas parecían brillar más dulces que de costumbre. La apostura del hombre era tan viril, fuerte y espléndida, que ella sentía que se le escapaba el aliento. Temía traicionar su estado de ánimo y desvió la mirada del rostro del ranchero.

—Cuando los muchachos descubrieron que usted había salido a caballo, todos ensillaron el suyo para salir en su búsqueda —dijo—. Pero les pregunté si el patrón no merecía el honor de hacer algo por la señorita, y entonces me dejaron.

Y en aquel preciso instante algo imprevisto aconteció en el ánimo de Jane; se sentía invadida por una oleada extraña de felicidad, que luchaba por ocultar, aunque sin lograrlo. Casi le era imposible hablar; el silencio imperaba entre ellos. La maestra notaba la presencia de Springer, mas no tenía fuerzas para mirarle a los ojos.

—¿Le agrada a usted vivir aquí en el Oeste? —inquirió de pronto el ranchero.

—¡Oh, muchísimo! Jamás me iría de este lugar —respondió ella impulsivamente.

De nuevo enmudecieron ambos. Springer se aproximó a la joven maestra, y se apoyó más en su montura. Jane se preguntaba si el hombre notaría los fuertes latidos de su corazón, que pugnaba por estallar.

—¿Querrías ser mi esposa y quedarte aquí para siempre? —dijo el ranchero, sin más preámbulo—. Estoy enamorado de ti, Jane; me encuentro muy solo desde que murió mi madre… Además, tendrás que casarte con alguno de nosotros. Como dice Tex, aquí ya no se trabaja como antes, y esto no puede continuar. Esos muchachos parece que no logran interesarte del todo. ¿Puedo yo alentar alguna esperanza?

El ranchero cogió la mano enguantada de la maestra y la acarició. El gesto era tan suave, que Jane apenas lo notó; pero, con todo, su fuerza era irresistible, y ella se vio subyugada por tan leve caricia. Al instante acudió a los brazos del hacendado, quien sonrió complacido a la maestra.

—Jane, todos me llaman Bill, para abreviar, o también «jefe», pero mi nombre completo y verdadero es Frank Owens Springer.

—¡Oh! —exclamó Jane, asombrada—. ¡De modo que tú…!

—En efecto; aquí tienes al culpable —confesó el hombre, feliz—. Ocurrió así: mi cuarto está junto a la oficina, y algunas veces oía a los muchachos andando en la máquina de escribir. Barrunté que algo estarían tramando, así que me puse al acecho y descubrí lo de Frank Owens y la maestra de Missouri. La empleada de Correos de Beacon me dio tu dirección, y, naturalmente, intercepté algunas de tus cartas. Desde luego que la cosa prometía ser divertida.

—Yo… no acierto a comprenderos ni a ti ni a tus terribles muchachos —admitió Jane, perpleja—. ¿Y cómo se les ocurrió eso de Frank Owens?

—Ahí está el enigma, aunque opino que su idea era jugármela a mí.

—Dime, Frank —inquirió ella, suplicante—. ¿Escribiste tú las cartas de amor? Porque había dos tipos de ellas; eso es algo que me tenía intrigada.

—Admito que fueron obra mía —confesó—. Fue algo en tus líneas que hizo que me enamorase de ti sin conocerte personalmente, cuando todavía eras una desconocida residente en Missouri. ¿No te parece que así queda todo aclarado?

—Sí, Frank; me parece que ahora sí —repuso ella.

—Regresemos a casa e informemos a los muchachos —dijo Springer alegremente—. Ahora la bromita será para ellos. Yo, por mi parte, ya acorralé a «la maestra de Missouri que no rebasa los cuarenta».

Zane Grey (1872-1939)