Campeón

Midge Kelly consiguió su primer knock-out cuando tenía diecisiete años. El noqueado fue su hermano Connie, tres años menor que él y lisiado. La bolsa fue de medio dólar, dado al menor de los Kelly por una dama cuyo automóvil había estado a punto de arrebatarle el alma a su frágil cuerpecito.

Connie no sabía que Midge estaba en casa, o nunca hubiese corrido el riesgo de dejar su recompensa sobre el brazo del sillón menos cómodo de la habitación para contemplar mejor su resplandeciente belleza. Cuando llegó Midge de la cocina el lisiado cubrió la moneda con la mano, pero el movimiento careció de suficiente velocidad para escapar a la aguda vista de su hermano.
—¿Qué escondes ahí? —preguntó Midge.
—Nada —dijo Connie.
—¡Eres un mentiroso con una sola pata! —dijo Midge.
Se acercó a la silla de su hermano y aferró la mano que escondía la moneda.
—¡Suéltala! —ordenó—. ¡Suéltala y termina con tu música! —dijo el mayor, y arrancó la mano de su hermano del brazo de la silla.
La moneda cayó al piso desnudo. Midge se arrojó sobre ella. Su boca, pequeña, se abrió en una sonrisa triunfal.
—Nada, ¿eh? —dijo—. De acuerdo, si no es nada, no lo quieres.
—Devuélveme eso —sollozó el menor.
—¡Lo que te voy a dar es una nariz roja, pequeña serpiente! ¿Dónde robaste esto?
—No lo robé. Es mío. Una señora me lo dio después de casi atropellarme con un coche.
—Es un crimen que haya fallado —dijo Midge.

Midge se dirigió hacia la puerta. El lisiado recogió su muleta, se levantó de la silla con dificultad y, sollozando se acercó a Midge. Este último le oyó y se detuvo.
—Será mejor que te quedes donde estás —dijo.
—Quiero mi dinero —gritó el chico.
—Sé lo que quieres —dijo Midge.
Alzando el puño que aferraba el medio dólar, lo lanzó con todas sus fuerzas sobre la boca de su hermano. Connie cayó al suelo con un golpe sordo, la muleta cayó sobre él. Midge permaneció junto al cuerpecito.
—¿Tienes bastante? —dijo—. ¿O quieres esto también?
Y le dio un puntapié en la pierna inútil.
—Imagino que esto te será suficiente —dijo.

No hubo respuesta del muchacho caído en tierra. Midge lo contempló durante un instante, luego miró la moneda que tenía en la mano y salió a la calle, silbando.

Una hora más tarde, cuando la señora Kelly volvió a su casa después de su trabajo en la Lavandería Faulkner encontró a Connie en el suelo, gimiendo. Arrodillándose a su lado le llamó por su nombre varias veces. Luego se levantó y, pálida como un fantasma, se precipitó fuera de la casa. El doctor Ryan salió del hogar de los Kelly casi al anochecer, andando hacia la calle Halsted. La señora Dorgan lo estaba espiando cuando él pasó frente a su puerta.
—¿Quién está enfermo, doctor? —le preguntó.
—El pobre Connie —replicó él—. Tuvo una mala caída.
—¿Cómo ocurrió?
—No puedo decirlo con seguridad, Margaret, pero estaría dispuesto a apostar a que lo noquearon.
—¡Noqueado! —exclamó la señora Dorgan—. ¿Quién, por qué…?
—¿Ha visto al otro últimamente?
—¿A Michael? No, no desde esta mañana. No estará pensando…
—Yo no le defendería con mucha convicción, Margaret —dijo el doctor en tono grave—. La boca del chico está hinchada y cortada, y su pobre piernecita está rota. Seguramente no se lo hizo solo, y creo que Helen sospecha del otro.
—¡Dios mío! —dijo la señora Dorgan—. Iré enseguida y veré si puedo ayudar.
—Es usted una buena mujer —dijo el doctor Ryan, y siguió andando calle abajo.

Cerca de la medianoche, cuando Midge volvió a casa, su madre estaba sentada junto a Connie. La mujer no levantó la vista.
—Y bien —dijo Midge—, ¿qué sucede?
Ella permaneció en silencio. Midge repitió su pregunta.
—Michael, tú sabes qué sucede —dijo ella finalmente.
—Yo no sé nada —dijo Midge.
—No me mientas, Michael. ¿Qué le hiciste a tu hermano?
—Nada.
—Le golpeaste.
—Bueno, entonces le pegué. ¿Y qué? No es la primera vez.
Los labios muy apretados, el rostro como de tiza, Hellen Kelly se levantó de su silla y se lanzó sin vacilar sobre él. Midge retrocedió hacia la puerta.
—Apártate de mí, Ma. No quiero pelear con ninguna mujer.
Sin embargo, ella se le acercó, respirando pesadamente.
—No des un paso más, Ma —advirtió él.
Hubo un breve forcejeo y la madre de Midge quedó tendida en suelo, delante de él.
—No estás lastimada, Ma. Tienes la suerte de que no haya sido un buen golpe. Te dije que te apartaras de mí.
—¡Que Dios te perdone, Michael!

Midge encontró a Hap Collins en el billar del Royal.
—Ven fuera un minuto —dijo.
Hap le siguió hasta la cerca.
—Me voy del pueblo una temporada —dijo Midge.
—¿Para qué?
—Es que hubo una discusión en casa. El chico me robó medio dólar y cuando fui a quitárselo me pegó con la muleta. Así que lo dejé tendido. Y la vieja se me echó encima con una silla, se la quité y ella se cayó.
—¿Le hiciste mucho daño a Connie?
—No mucho.
—¿Por qué huyes?
—¿Quién demonios dijo que yo huía? Estoy enfermo, cansado de que se metan conmigo; eso es todo. Así que me voy por una temporada y quiero un poco de dinero.
—Sólo llevo seis monedas —dijo Happy.
—Estás en baja forma, ¿no? Bueno, dámelas.
Happy se las dio.
—No debiste golpear al chico —dijo.
—No te estoy preguntando a quién puedo golpear —gruñó Midge—. Prueba a meterte conmigo y tendrás la misma medicina. Ahora me marcho.
—Vete todo lo lejos que quieras —dijo Happy, pero no antes de estar seguro de que Midge no podía oírle.

A la mañana siguiente, temprano, Midge subió a un tren que iba a Milwaukee. No tenía billete, pero nadie notó la diferencia. El revisor permaneció en el furgón de cola.

Una noche, seis meses más tarde, Midge salió a toda prisa por la puerta trasera del Club de Box Star y se dirigió al bar de Duane, a dos manzanas de allí. Tenía doce dólares en su bolsillo, su recompensa por haber derrotado a un tal Demon Dempsey en los seis rounds de la primera preliminar.

Era el primer compromiso profesional de Midge en el viril arte. Era también la primera vez, desde hacía semanas, que ganaba doce dólares.

De camino hacia el bar de Duane tenía que pasar por el de Niemann. Se caló la gorra sobre los ojos y aceleró el paso hasta dejarlo atrás. Dentro del bar de Niemann se encontraba un camarero confiado que durante diez días le había fiado las copas a Midge y le había permitido entrar a saco en los bocadillos, sobre la base de una promesa de venir y saldar la deuda en el momento en que se le pagara la “preli”.

Midge entró en el local de Duane y despertó al tabernero adormilado arrojando violentamente un dólar de plata sobre el festivo mostrador.
—Dame un trago —dijo Midge.

Las copas continuaron hasta que lo ganado en el Star se hubo terminado y parte del público del combate se hubo reunido con Midge ante la barra de Duane. Un muchacho de unos veinte años, situado junto al joven Kelly, hizo finalmente el suficiente acopio de valor para dirigirse a él.
—¿Usted no estuvo en la primera pelea? —aventuró.
—Sí —repuso Midge.
—Me llamo Hersch —dijo el otro.
Midge recibió en silencio la asombrosa información.
—No quiero meterme donde no me llaman —prosiguió el señor Hersch—, pero me gustaría convidarle a una copa.
—De acuerdo —dijo Midge—, pero no haga sobreesfuerzos.
El señor Hersch rió ruidosamente e hizo una seña al camarero.
—Realmente, adornó usted bien a ese italiano esta noche —dijo el que invitaba a las bebidas cuando se las sirvieron—. Creí que lo iba a matar.
—Lo hubiese hecho de no aflojar —replicó Midge—. Los mataré a todos.
—Tiene usted muy buena pegada —dijo el otro con admiración.
—¿Buena pegada? —dijo Midge—. Mire, soy capaz de cocear con una mula. ¿No notó los músculos de mis hombros?
—¿Si los noté? No podía evitar notarlos —dijo Hersch—. Le digo al tío que tenía sentado a lado, le digo: «Mire esos hombros. No es raro que pegue», le digo.
—En cuanto me den un poco de terreno, adiós cariño —dijo Midge—. Los mataré a todos.

El homicidio verbal continuó hasta que Duane cerró esa noche. Al marcharse, Midge y su nuevo amigo se estrecharon la mano y acordaron una cita para la tarde siguiente.

Durante cerca de una semana estuvieron juntos casi constantemente. El papel de Herch era el de escuchar las modestas revelaciones de Midge sobre sí mismo y pagar cada vez que el vaso de Midge se vaciaba. Pero llegó una noche en que Hersch, con pesar, anunció que debía ir a su casa a cenar.
—Tengo una cita para las ocho en punto —confesó—. Podría quedarme hasta esa hora, sólo que tengo que lavarme y ponerme la ropa de los domingos, porque ella es la cosa más hermosa de todo Milwaukee.
—¿No puedes arreglarlo de modo que vayamos dos? —preguntó Midge.
—No sé cómo —respondió Hersch—. Aguarda un momento. Tengo una hermana y, si no tiene ningún compromiso, saldremos del paso. No es horrible tampoco.

Así fue como Midge y Emma Hersch y el hermano de Emma y la cosa más hermosa de Milwaukee se encontraron en el local de Wall y bailaron durante la mitad de la noche. Y Midge y Emma bailaron todas las piezas, aunque cada pequeño paso de baile parecía acrecentar la sed, Lou Hersch permaneció demasiado sobrio para que llegara a bailar con su propia hermana.

Al día siguiente, finalmente sin un céntimo a pesar de su extraordinaria habilidad para hacer pagar a los demás, Midge Kelly fue a ver a Doc Hammond, el organizador de las peleas del Star, y le pidió participar en la siguiente velada.
—Podría ponerte con Tracy en la próxima pelea —dijo Doc.
—¿De cuánto es la bolsa? —preguntó Midge.
—Veinte, si le haces frente —le dijo Doc.
—Ten corazón —protestó Midge—. ¿No lo hice bien la otra noche?
—Lo hiciste muy bien, Pero todavía no eres Fred Welsh, y por un margen considerable.
—No me asusta Freddie Welsh ni ninguno de ellos —dijo Midge.
—Pero nosotros no les pagamos a nuestros boxeadores por el tamaño de su pecho —dijo Doc—. Te estoy ofreciendo esa pelea con Tracy: lo tomas o lo dejas.
—Muy bien; lo tomo —dijo Midge, y pasó una tarde agradable en lo de Duane a cuenta de la bolsa a ganar.

El manager del joven Tracy habló con Midge la noche anterior a la de la pelea.
—¿Cómo te sientes ante esta prueba? —preguntó.
—¿Yo? —dijo Midge—. Yo me siento muy bien. ¿Qué quiere decir con eso de cómo me siento?
—Quiero decir —dijo el manager de Tracy— que estamos ansiosos por ganar, porque el muchacho tiene una oportunidad en Filadelfia si gana ésta.
—¿Y qué propone? —preguntó Midge.
—Cincuenta dólares —dijo el manager de Tracy.
—¿Quién cree que soy? ¿Un maleante? ¡Dejarme ganar por cincuenta dólares? ¡No seré yo quien lo haga!
—Setenta y cinco, entonces —dijo el manager de Tracy.

La puja finalizó en los ochenta y los detalles fueron acordados de inmediato. Y a la noche siguiente Midge fue derribado en el segundo round por un golpe terrible en el antebrazo.

Esta vez Midge pasó de largo tanto ante el bar de Niemann como ante el de Duane, ya que en cada uno de ellos debía una cantidad considerable, y tomó su refrigerio en el de Stein, situado un poco más allá, calle abajo.

Cuando los beneficios de su trato con Tracy se hubieron evaporado supo por Doc Hammond y por los organizadores de peleas de los demás clubes que ya no se le quería ni en las más baratas de las preliminares. No corría peligro de morir de hambre ni de sed mientras Emma y Lou Hersch estuviesen vivos. Pero comprendió, pasados cuatro meses de su derrota a manos de Tracy, que Milwaukee ya no era su lugar ideal para vivir.
—Puedo vencer a los mejores —razonó, pero ya no tengo oportunidades aquí. Quizás pueda ir al este y lograr algo. Y además…

Pero tan pronto como Midge hubo comprado un billete para ir a Chicago, con el dinero que había pedido “prestado” a Emma Hersch para “comprar zapatos”, una pesada mano se posó sobre su hombro y él se volvió para enfrentarse con dos desconocidos.
—¿A dónde va, Kelly? —inquirió el dueño de la mano pesada.
—A ninguna parte —dijo Midge—. ¿A usted qué demonios le importa?
El otro desconocido habló:
—Kelly, estoy empleado por la madre de Emma Hersch para que usted se porte bien con ella. Y queremos que se quede aquí hasta que haya cumplido con la muchacha.
—Sólo van a conseguir lo peor, haciendo monerías conmigo —dijo Midge.

Sin embargo, no se marchó a Chicago aquella noche. Dos días más tarde, Emma Hersch se convirtió en la señora de Kelly y el regalo del novio, tan pronto como se quedaron solos, fue un golpe demoledor en la pálida mejilla de la novia.

A la mañana siguiente, Midge salió de Milwaukee de la misma forma que había entrado: en el furgón de mercancías de un expreso.

***

—Es inútil seguir engañándonos —dijo Tommy Haley—. Puede bajar de setenta en un abrir y cerrar de ojos, pero si lo hace, hasta un ratón podría ganarle. Es un welter; eso es lo que es, y lo sabe tan bien como yo. Engordó como una mala hierba en los últimos seis meses. Se lo tengo dicho: «Si no dejas de engordar, no habrá quien pelee contigo, fuera de Willard y los que son como él». Y él dijo: «Pues yo no echaría a correr al ver a Willard aunque pesara diez kilos más».
—Debe odiarse a sí mismo —dijo el hermano de Tommy.
—Nunca he visto uno que fuera bueno y no se odiara —dijo Tommy—. Y Midge es bueno, y no me equivoco en eso. Me hubiese gustado conseguir a Welsh antes de que el muchacho engordase tanto. Pero ya es demasiado tarde. Sin embargo, no van a poner el grito en el cielo si lo enfrentamos con el holandés.
—¿A quién te refieres?
—Al joven Goetz, el campeón welter. Posiblemente no ganemos mucho dinero con la pelea, pero los beneficios vendrían después. Tendríamos una buena carta en la mano, porque la gente paga para ver a un tipo con pegada, y Midge es eso. Y conservaríamos el título mientras Midge se mantuviera en el peso.
—¿No puedes arreglar una pelea con Goetz?
—Claro: él necesita dinero. Pero hasta ahora he sido cuidadoso con el chico, y ya ves los resultados. Así que, ¿para qué correr riesgos? El chico se agranda a cada minuto y Goetz se va cayendo con más rapidez que el gran Johnson. Creo que ahora le podríamos ganar; apostaría mi vida. Pero dentro de seis meses no correremos riesgos. Él mismo se derrotará antes de ese plazo. Entonces, todo lo que tendremos que hacer es firmar el contrato y esperar a que el árbitro detenga la pelea. Pero Midge está tan loco por meterse con él ahora que me cuesta retenerlo.

Los hermanos Haley estaban almorzando en un hotel de Boston. Dan había venido desde Holyoke a visitar a Tommy y a ver los doce rounds, o menos, de la pelea del pupilo de su hermano con Bud Cross. El combate no prometía gran cosa, porque Midge ya había derrotado dos veces al jovenzuelo de Baltimore y fama de buen perdedor era todo lo que Bud había ganado hasta el momento. Los aficionados estaban ansiosos por pagar su entrada para ver la aplastante izquierda de Midge, pero querían verla descargarse con toda su tremenda potencia. Pero Cross era un rival así, y su disposición a parar guantazos con los ojos, la nariz, las orejas y el cuello le habían permitido durante mucho tiempo evitar los horrores del trabajo honesto. Un muchacho valiente, Bud, y lo demostraba con su rostro golpeado, hinchado, descolorido.
—Tengo que pensar —dijo Dan Haley— que el chico hará todo lo que le digas, después de todo lo que hiciste por él.
—El caso —dijo Tommy— es que hasta ahora ha seguido mis indicaciones con bastante disciplina, pero se siente tan seguro de sí mismo, que es incapaz de ver razones para esperar. Hará lo que le diga, sin embargo; sería un tonto si no lo hiciera.
—¿Tienes contrato con él?
—No, no necesito contrato. Sabe que yo fui quien lo sacó del arroyo y no me va a abandonar ahora, cuando tiene pasta y está por tener más. ¿Dónde estaría si yo no lo hubiese escuchado la primera vez que vino a verme? Va a hacer dos años de eso, pero parece que haya sido la semana pasada. Yo estaba sentado en el bar de enfrente del Pleasant Club, en Filadelfia, esperando que McCann contara la pasta y viniera, cuando entró este sablista con la pretensión de que la casa le fiara un trago. Le dijeron que no había nada que hacer y que se largara inmediatamente, y entonces me vio y se acercó adonde yo estaba sentado y me preguntó si yo no andaba en el negocio del boxeo, y le dije quién era. Entonces me pidió dinero para un trago y le dije que se sentara, que le invitaba. Entonces nos pusimos a conversar y él me dijo su nombre y me habló de un par de preliminares que había hecho en Milwaukee. Así que yo dije: «Mira, muchacho, no sé si eres muy bueno o estás muy podrido, pero nunca llegarás a ninguna parte si te entrenas bebiendo». Entonces me dijo que dejaría de beber si conseguía una pelea y yo le dije que le daría una oportunidad si jugaba limpio conmigo y no volvía a beber una gota. Así que nos dimos la mano, lo llevé al hotel conmigo y le di un baño y al día siguiente le compré un poco de ropa. Y le pagué la comida y la habitación durante más de seis semanas. Pasó una época difícil al dejar de beber, pero finalmente me pareció que estaba a punto y le di su oportunidad. Se enfrentó con Smiley Sayer y lo liquidó con tanta rapidez, que seguramente Smiley pensó que lo habían envenenado. Pues bien; ya sabes lo que hizo desde entonces. La única derrota de su carrera fue ante Tracy, en Milwaukee, antes de que yo me hiciera cargo de él, y venció a Tracy tres veces en el último año. Le he dado lo mejor en materia económica y ya tiene siete mil dólares en la nevera. ¿Qué te parece, para un chico que estaba en el arroyo hace dos años? Y tendría todavía más si no le gustara tanto la ropa y alojarse en hoteles caros y todo eso.
—¿Dónde está su casa?
—Mira, en realidad no tiene casa. Vino de Chicago y su madre le echó de casa por su conducta. Ella le trataba mal, supongo, y él dice que no hay nada que hacer al respecto, a menos que sea ella quien dé el brazo a torcer. Asegura que tiene montones de dinero, así que no hay que preocuparse por la mujer.

El caballero acerca del cual se conversaba entró en el café y se acercó pavoneándose a la mesa de Tommy, mientras todo el salón se volvía a mirarle.

Midge era la imagen de la salud, a pesar de un ojo ligeramente morado y de una oreja que parecía no tener orificio. Pero quizás no fuese su aspecto saludable lo que atraía sobre él las miradas. Su alfiler de corbata era de forma de herradura de diamantes, su camisa púrpura a rayas moradas, sus zapatos anaranjados y su traje azul eléctrico reclamaban atención a gritos.
—¿Dónde has estado? —preguntó a Tommy—. He estado buscándote por todas partes.
—Siéntate —dijo su manager.
—No tengo tiempo —dijo Midge—. Voy al muelle a ver cómo descargan el pescado.
—Dale la mano a mi hermano Dan —dijo Tommy.
Midge estrechó la mano del Halley de Holyoke.
—Si eres el hermano de Tommy, eres mi amigo —dijo Midge, y los dos hermanos sonrieron complacidos.
Dan se humedeció los labios y murmuró una respuesta con timidez, pero ésta no llegó al joven gladiador.
—Déjame veinte —estaba diciendo Midge—. Es probable que no los necesite, pero no me gusta andar sin dinero.

Tommy apartó un billete de veinte dólares y registró la transacción en una pequeña libreta negra que la compañía de seguros le había regalado por Navidad.
—Pero —dijo— no te costará veinte dólares mirar los pescados. ¿Quieres que vaya contigo?
—No —se apresuró a decir Midge—. Probablemente tú y tu hermano tendréis muchas cosas que deciros.
—Bueno —dijo Tommy—; no aceptes dinero falso y no te pierdas. Y será mejor que vuelvas a las cuatro y te eches a descansar un rato.
—No necesito descansar para liquidar a ese tipo —dijo Midge—. Él estará tumbado por los dos.

Y riendo más de lo que el chiste justificaba, echó a andar sin vacilar entre el fuego de miradas admirativas y asombradas.

La esquina de Boylston y Tremont era el punto más cercano al muelle a que llegó Midge, pero la dama que lo esperaba era sin duda alguna un espectáculo mucho más atractivo que la pesca del más afortunado de los pescadores de Massachusetts. Además, hablaba… probablemente mejor que los peces.
—¡Eh… Kid! —dijo ella, luciendo algunos dientes de plata en medio del oro—. ¡Eh, boxeador!

Midge le sonrió.

Mejor nos vamos a algún sitio a tomar una copa —dijo—. Una no me hará daño.

***

En Nueva Orleans, cinco meses después de haber reacomodado el mapa facial de Bud Cross por tercera vez, Midge terminaba su entrenamiento para su pelea por el campeonato con el holandés.

De regreso a su hotel tras la última sesión, Midge se detuvo a charlar con algunos de los muchachos norteños que habían hecho un largo viaje para ver cómo se destronaba a un campeón, puesto que el resultado del combate era tan previsible que hasta los expertos lo sospechaban.

Tommy Haley recogió la llave y la correspondencia y subió a la suite de Kelly. Se estaba bañando cuando entró Midge, media hora más tarde.
—¿Alguna carta? —preguntó Midge.
—Tres, sobre la cama —respondió Tommy desde la bañera.

Midge cogió el montón de cartas y tarjetas postales y les echó una mirada. De la pila separó tres cartas y las echó sobre la mesa. Arrojó las demás a la papelera. Luego tomó las tres y estuvo unos momentos sentado con ellas en la mano y la mirada perdida en el espacio. Finalmente, volvió a mirar las tres cartas sin abrir la que tenía en la mano; luego se puso una en el bolsillo y arrojó a la papelera las otras dos. No dieron en el blanco y cayeron al suelo.
—¡Diablos! —dijo Midge y, agachándose, las recogió.

Abrió una, sellada en Milwaukee, y leyó:

Querido esposo:
Te ee escrito tantas veses y no tengo contestasion y ni se si las resibiste, asi que te escribo de nuebo con la esperansa que la resibas y contestes. No me gusta molestarte con mis problemas y solo lo hago por el bebe y no digo que tengas de escribirme sino solo mandar un poco de dinero y no pido para mi sino para el bebe que no paso un dia bien desde agosto pasado y el dr. me dijo que no vivira mucho mas si no le doy mejor comida y eso no puede ser como estan las cosas. Lou no tiene trabajo hase un año y lo que yo gano apenas alcansa para el alquiler. No té estoy pidiendo que des ningun dinero, sino solo que me mandes el que te presté cuando te venga bien y que creo recordar son $36. Por fabor trata de mandar esa cantida y me ayudara, pero si no puedes toda la cantidad trata de mandarme algo.
Tu esposa,
EMMA.

***

Midge rompió la carta en cien pedazos y los esparció por el suelo. —¡Dinero, dinero, dinero! —dijo—. Deben de pensar que estoy hecho de dinero. Supongo que la vieja anda detrás de lo mismo.
Abrió la carta de su madre:

querido Michael Connie queria que te escriba y te diga que le tienes que ganar al olandés y está seguro que lo aras y queria que te diga que queremos que nos escrivas y nos cuentes, pero creo que no tienes tiempo de escrivir o tendriamos notisias tuyas mucho antes de esta pelea pero quisiera que nos escrivieras solo una linea o 2 porque seria mejor para Connie que un barril de medisinas. Me ayudaria a salir adelante si me mandas dinero a veses cuando te sobre pero sino puedes dinero escrive a veses solo unas lineas y le gustara a Connie, piensa solo que no se a lebantado de la cama desde hace mas de 3 años. Connie te desea suerte.
Tu madre,
ELLEN F.KELLY

***

—Ya me imaginaba —dijo Midge—. Son todas iguales.

La tercera carta era de Nueva York. Decía:

Cariño: Esta es la ultima carta mía que recibiras antes de tu campeonato, aunque te enviare un telegrama el sábado, pero no puedo decir tanto en un telegrama como en una carta y te escribo esta para que sepas que pienso en ti y rezo para que tengas buena suerte. Dale una buena, cariño, y no esperes más de lo tengas que esperar y no olvides telegrafiarme en cuanto termine. Dale esa vieja izquierda tuya en la nariz cariño y no tengas miedo de hecharle a perder el aspedto porque ya no puede ser peor. Pero no le permitas que heche a perder la linda carita de mi guapo niño. No le dejes cariño.
Bueno cariño daría cualquier cosa por estar ahí y verlo pero creo que quieres a Haley mas que a mi o no dejarías que me impidiera acompañarte. Pero cuando seas campeon cariño podremos hacer los que nos venga en gana y decirle a Haley que se vaya al diablo.
Bueno cariño te pondre un telegrama el sabado y casi olvidaba decirte que necesitare un poco mas de dinero, un par de cientos digamos y tendras que girarmelos tan pronto como puedas. Me los giraras cariño.
Te pondre un telegrama el sábado y recuerda cariño que apuesto por ti.
Bueno, adios corasón y buena suerte.

GRACE.

***

—Son todas iguales —dijo Midge—. Dinero, dinero, dinero. —Tommy Haley, resplandeciendo tras sus abluciones, salió de la habitación contigua.
—Pensé que estarías acostado —dijo.
—Voy a estarlo —dijo Midge, desatándose los zapatos anaranjados.
—Te llamaré a las seis y puedes comer algo aquí sin moscardones que te estorben. Yo voy a bajar a darles entradas a esos pájaros.
—¿Sabes algo de Goldberg? —preguntó Midge.
—¿No te lo dije? Claro; quince semanas a quinientos, si ganamos, Y podemos conseguir una garantía de doce mil, tanto en Nueva York como en Milwaukee.
—¿Con quién?
—Con cualquiera que se te enfrente. A ti no te importa, ¿no?
—A mí, no. Les haré quedar a todos como monos.
—Será mejor que te eches un rato.
—Oye, ¿puedes hacerle un giro telegráfico de doscientos a Grace, de mi parte ahora mismo; a su dirección de Nueva York?
—¡Doscientos! Pero si el domingo último le mandaste trescientos…
—¿Y a ti qué demonios te importa?
—Tranquilo, tranquilo. No te enfades por eso. ¿Algo más?
—Eso es todo —dijo Midge, y se dejó caer sobre la cama.

***

—Y quiero que esté hecho antes de mi regreso —dijo Grace antes de levantarse de la mesa—. ¿Lo harás por mí, cariño?
—Déjalo de mi cuenta —dijo Midge—, Y no gastes más de lo necesario.

Grace sonrió un adiós y salió del café. Midge siguió sorbiendo su taza y leyendo su periódico.

Estaban en Chicago, a la mitad de la primera semana de Midge en el vodevil. Había venido del norte sin pérdida de tiempo para recoger los beneficios de su gloriosa victoria sobre el destrozado holandés. Una quincena se había pasado en aprender su papel, que consistía en una exhibición de gimnasia y un monólogo de diez minutos sobre las diversas virtudes de Midge. Y ahora hacía huir al público del Madison Theatre dos veces por día.

Terminado su desayuno y leído su periódico, Midge anduvo hasta el vestíbulo del hotel y pidió su llave. Entonces llamó con un gesto a un botones, que había estado esperando precisamente ese honor.
—Busca a Haley. Tommy Haley —dijo Midge—. Dile que suba a mi habitación.
—Sí, señor, señor Kelly —dijo el muchacho y procedió a superar todas sus anteriores marcas de diligencia.

Midge estaba mirando por la ventana del séptimo piso cuando Tommy acudió a la convocatoria.
—¿De qué se trata? —inquirió el manager.
Hubo una pausa antes de que Midge respondiera.
—Haley —dijo—, el veinticinco por ciento del total es un montón de dinero.
—Supongo que tenía que ocurrir, ¿no? —dijo Tommy.
—No comprendo cómo lo calculaste. No veo en qué me lo representas.
—Bueno —dijo Tommy—, no esperaba nada así. Creía que estabas satisfecho con nuestro convenio. No quiero sacarle nada a nadie, pero no sé dónde hubieses encontrado otra persona que hiciese todo lo que yo hice por ti.
—Claro, eso está muy bien —dijo el campeón. Hiciste mucho por mí en Filadelfia. Y ganaste bastante dinero por eso, ¿no es así?
—No me quejo. Aun así, el dinero grande todavía está por ganar. Y de no haber sido por mí, nunca hubieses llegado siquiera a tenerlo al alcance.
—Oh, supongo que hubiese salido adelante de todos modos —dijo Midge—. Quién fue el que colocó esa izquierda en el mentón del holandés? ¿Tú o yo?
—Sí, pero no hubieses llegado al ring con el holandés, de no haber sido por cómo te llevé yo.
—Mira: esto no nos lleva a ninguna parte. Lo que importa es que ahora tú ya no vales el veinticinco por ciento y no importa lo ocurrido hace un año o dos.
—¿No? —dijo Tommy—. Yo creía que tenía mucha importancia.
—Pues yo digo que no la tiene y supongo que con eso basta.
—Mira, Midge —dijo Tommy—, creí ser leal contigo, pero si tú no lo crees, espero oír que es lo justo a tu entender. No quiero que nadie me tome por un Shylock. Hablemos de negocios y firmemos un contrato. ¿Cuál es tu propuesta?
—No tengo ninguna propuesta —replicó Midge—. Estoy diciendo que el veinticinco es demasiado. Ahora, ¿cuánto estás dispuesto a aceptar?
—¿Qué te parece el veinte?
—Veinte es demasiado —dijo Kelly.
—¿Qué es lo que no te parece demasiado? —preguntó Tommy.
—Bueno, Haley, quizá sea mejor que te lo diga sin rodeos. No hay nada que no me parezca demasiado.
—¿Quiere decir que no me quieres en ninguna circunstancia?
—Así son las cosas.

Hubo un silencio de un minuto. Luego Tommy Haley se encaminó a la puerta.
—Midge —dijo, con voz ahogada—, estás cometiendo un gran error, muchacho. No puedes echar por la borda a tus mejores amigos y salir con bien de esto. Esa maldita mujer te arruinará.
Midge saltó de su asiento.
—¡Cierra la boca! —bramó—. Lárgate de aquí antes de que tengan que venir a buscarte. Ya me has explotado bastante. Di una sola palabra más sobre la chica o sobre lo que sea y tendrás la misma medicina que el holandés. ¡Ahora lárgate!

Y Tommy Haley, que conservaba un vívido recuerdo de la cara del holandés en el momento de su caída, salió.

Grace entró más tarde, dejó caer sus numerosos paquetes sobre el sofá y se posó en el brazo de la butaca de Midge
—¿Y? —dijo.
—Bien —dijo Midge—, me lo saqué de encima.
—¡Buen chico!—dijo Grace. Y ahora creo que debes darme a mí ese veinticinco por ciento.
—¿Además del setenta y cinco por ciento que ya te llevas? —dijo Midge.
—No me regañes, cariño. No se te ve guapo cuando me regañas.
—No es problema mío el estar guapo —replicó Midge.
—¡Espera a ver cómo quedo yo con lo que me compré esta mañana!

Midge echó una mirada a los paquetes que estaban sobre el sofá.
—Ahí está el veinticinco por ciento de Haley —dijo—, y algo más.

***

El campeón no pasó mucho tiempo sin manager. El sucesor de Haley no fue otro que Jerome Harris, que vio en Midge la posibilidad de obtener más dividendos que con su espectáculo musical a precios populares.

El contrato, que daba al señor Harris el veinticinco por ciento de los ingresos de Midge, fue firmado en Detroit una semana después del cese de Tommy Haley. A Midge le había llevado exactamente seis días aprender que un actor popular no puede progresar sin los oficios de un hombre que piense, hable y actúe en términos comerciales. Al principio, Grace puso reparos ante el nuevo miembro de la firma, pero cuando el señor Harris exigió y obtuvo de los empresarios del vodevil un aumento de cien dólares en el estipendio semanal de Midge, se convenció de que el campeón había hecho lo más adecuado.
—Usted y mi mujer se llevarán a las mil maravillas —dijo Harris a Grace—. Le he telegrafiado para que se reuniera con nosotros aquí, pero vi que los compromisos del campeón nos llevaban a Milwaukee la próxima semana, y es allí donde ella está.

Pero cuando fueron presentadas, en el hotel de Milwaukee, Grace admitió en lo más recóndito de su ser que sus sentimientos hacia la señora Harris difícilmente podrían calificarse de amor a primera vista. Midge, por el contrario, dio a la esposa de su nuevo manager una calurosísima bienvenida y se mostró remiso a poner fin a la fiesta de sus ojos.
—Una muñeca —dijo a Grace cuando estuvieron solos.
—Muñeca es la palabra justa —respondió la dama—, y tiene serrín donde debería tener el cerebro.
—Soy capaz de robarla —dijo Midge, y sonrió al advertir el efecto de sus palabras en el rostro de su interlocutora.

El martes de la semana de Milwaukee el campeón defendió con éxito su título en una pelea que los periódicos nunca registraron. Midge estaba solo en su habitación aquella mañana cuando un visitante entró sin llamar. El visitante era Lou Hersch.

Midge se puso blanco al verle.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—Sospecho que lo sabes —dijo Lou Hersch—. Tu mujer se está muriendo de hambre y tu hija se está muriendo de hambre y yo me estoy muriendo de hambre. Y tú estás podrido de dinero.
—Escucha —dijo Midge—, si no fuera por ti, yo nunca hubiese visto a tu hermana. Y si tú no eres lo bastante hombre como para conservar un empleo, ¿qué tengo yo que ver? Lo mejor que puedes hacer es mantenerte apartado de mí.
—Dame algún dinero y me marcharé.
La respuesta de Midge al ultimátum fue un directo de derecha en el angosto pecho de su cuñado.
—Llévate esto a casa, para tu hermana.

Y cuando Lou Hersch se hubo levantado y escurrido fuera de la habitación, Midge pensó: «Fue una suerte no haberle pegado con la izquierda, o le hubiese liquidado. Y si le hubiese dado en el estómago, le hubiese quebrado la columna».

Había una fiesta después de cada función nocturna durante las jornadas de Milwaukee. El vino corría con alegría, y Midge tomaba más de lo que Tommy Haley le hubiese permitido jamás. El señor Harris no mostraba reparos, lo cual posiblemente fuese también bueno para su propia salud.

Al bailar, entre copa y copa, Midge tenía por pareja la mujer de su nuevo manager con tanta frecuencia como a Grace. El rostro de esta última al debatirse entre los brazos del gordo Harris desmentía sus frecuentes afirmaciones respecto de aquélla como la mejor época de su vida.

Varias veces en aquella semana pensó Midge que Grace estaba a punto de iniciar la riña que él esperaba tener. Pero no fue sino hasta la noche del viernes que ella se avino a complacerle. Midge y la señora de Harris habían desaparecido tras la función de la tarde y cuando Grace volvió a verle, al cierre del espectáculo nocturno, fue al grano sin vacilar.
—¿Qué es lo que pretendes? —preguntó ella.
—Nada que te importe, ¿comprendes? —dijo Midge.
—Puedes apostar a que me importa, a mí y a Harris. O lo terminas enseguida o verás.
—Escucha —dijo Midge—, ¿tienes alguna hipoteca sobre mi persona, o algo semejante? Hablas como si estuviésemos casados.
—Vamos a estarlo, también. Y el de mañana es un día tan bueno como cualquier otro.
—Precisamente —dijo Midge—. Tienes tantas posibilidades de casarte conmigo mañana, como el día siguiente o el año próximo: ni la menor posibilidad.
—Lo veremos —dijo Grace.
—Eres tú quien verá algo.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a que ya estoy casado.
—¡Mientes!
—¿Eso crees, realmente? Bien… supón que vas a esta dirección, aquí mismo, y conoces a mi esposa.
Midge garabateó un número en un trozo de papel y se lo tendió. Ella se quedó mirándolo, sin verlo.
—Mira —dijo Midge—, no bromeo. Ve allí y pregunta por la señora de Michael Kelly, y, si no la encuentras, me casaré contigo mañana antes del desayuno.
Grace seguía mirando el trozo de papel. Midge tuvo la impresión de que pasaba una eternidad antes de que ella volviera a hablar.
—Me mentiste durante todo este tiempo.
—Nunca me preguntaste si estaba casado. Y, lo que es más, ¿qué importancia tiene para ti? Tuviste tu parte, ¿no? Y más de la mitad.
Midge hizo ademán de marcharse.
—¿A dónde vas?
—Voy a reunirme con Harris y su esposa.
—Voy contigo. No me vas a abandonar ahora.
—Sí, lo voy a hacer —dijo Midge serenamente—. Cuando me marche de esta ciudad mañana por la noche tú te vas a quedar. Y si veo que intentas montar un escándalo te meteré en un hospital donde te tengan quieta. Puedes recoger tus cosas mañana por la mañana y te regalaré cien dólares. Y después no quiero volver a verte más. Y no trates de impedirlo ahora o me veré obligado a añadir otro knock-out a mi largo historial.

Cuando Grace volvió al hotel aquella noche descubrió que Midge y los Harris se habían trasladado a otro. Y cuando Midge se marchó de la ciudad, a la noche siguiente, se encontró nuevamente sin manager, y Harris sin esposa.

Tres días antes de la pelea a diez rounds de Midge Kelly con Young Milton en la ciudad de Nueva York el encargado de deportes de The News ordenó a Joe Morgan escribir dos o tres mil palabras, que irían con un reportaje gráfico el domingo.

Joe Morgan se dejó caer por el lugar de entrenamiento de Midge el viernes por la tarde. Midge, le informaron, estaba corriendo, pero el manager de Midge, Wallie Adams, estaba allí, dispuesto a proporcionarle montones de material acerca del boxeador más grande de su época.
—Escuchemos lo suyo —dijo Joe— y luego veremos si puedo montar algo —así que Wallie pisó el acelerador de su imaginación y se lanzó:
—Sólo un chico; eso es lo que es; un muchacho corriente, ¿me entiende? No sabe lo que es un vicio. Nunca en su vida probó el licor, y es probable que se enferme de sólo olerlo. Una vida limpia le llevó hasta donde está, ¿me entiende? Y es modesto y sencillo como una colegiala. Y tan tranquilo que uno nunca se entera de que él anda por ahí. E iría a la cárcel antes que hablar de sí mismo. No cuesta nada mantenerlo en forma, porque siempre lo está. Con él sólo tenemos dificultades a la hora de conseguir que se eche encima de esos pobres chicos contra quienes le hacen pelear. Le aterroriza el pensar en hacerle daño a alguien, ¿me entiende? Está absolutamente encantado con esta pelea con Milton, porque todo el mundo dice que Milton puede aguantar el castigo. Quizás esta vez Midge pueda soltarse un poco. Porque en las dos últimas peleas que tuvo los tíos no tenían nada que hacer con él en el ring, y él se estuvo conteniendo todo el rato por miedo a matar a alguien, ¿me entiende?
—¿Está casado? —preguntó Joe.
—Mire, cualquiera pensaría que tiene a la familia aquí, si le oye hablar de sus hijos. Su familia está en Canadá, en su casa de verano, y Midge arde en deseos de irse allí con ellos. Piensa más en la mujer y en los niños que en todo el dinero del mundo, ¿me entiende?
—¿Cuántos hijos tiene?
—No sé, cuatro o cinco, creo. Todos varones y todos fanáticos de su papá.
—¿Vive su padre?
—No, murió cuando él era un niño, Pero tiene a la madre, muy mayor y un hermano menor en Chicago. Son los primeros a quienes recuerda después de una pelea: a ellos y a su esposa y a sus hijos. Y nunca olvida enviarle a la madre mil dólares después de cada pelea. Le va a comprar una casa nueva en cuanto cobre lo de este combate.
—¿Y su hermano? ¿Va a hacer la misma carrera?
—Claro, y Midge dice que va a ser un campeón antes de los veinte años. Es una familia de peleadores y todos ellos honestos y rectos hasta la muerte, ¿me entiende? Un tipo cuyo nombre no puedo decirle fue una vez a ver a Midge en Milwaukee y quería que entregara una pelea y Midge le dio tal paliza en la calle, que esa noche no pudo pelear. ¿Es de esa clase, me entiende?

Joe Morgan se quedó allí hasta que Midge y sus entrenadores regresaron.

Uno de los muchachos de The News —dijo Wallie a modo de presentación—. Le he estado contando la historia de tu familia.
—¿Le dio bastante material? —preguntó él.
—Es una especie de historiador —dijo Joe.
—¡No me acuse de cosas raras! —dijo Wallie sonriendo—. Llámenos si se le ofrece algo más. Y tenga los ojos puestos en nosotros el lunes por la noche, ¿me entiende?

La historia publicada por The News el domingo fue leída por miles de amantes del arte del boxeo. Estaba bien escrita y llena de interés humano. Sus ligeras imprecisiones no fueron contestadas, si bien tres lectores, además de Wallie Adams y Midge Kelly, las vieron y tomaron buena nota de ellas. Esos tres lectores eran Grace, Tommy Haley y Jerome Harris, y los comentarios que hicieron eran impublicables.

Ni la señora Kelly de Chicago ni la señora Kelly de Milwaukee sabían de la existencia de un diario como el News de Nueva York. Y aun cuando hubiesen tenido noticias de él, y de que contenía dos columnas de texto acerca de Midge, ni la madre ni la esposa hubiesen podido comprarlo, porque el News de los domingos cuesta cinco centavos.

Joe Morgan podía haber escrito con mayor exactitud, no hay duda, si en vez de entrevistar a Wallie Adams, hubiese entrevistado a Ellen Kelly y Connie Kelly y Emma Kelly y Louie Hersch, Grace, Jerome Harris, Tommy Haley, Hap Collins y a los dueños de dos o tres bares de Milwaukee.

Pero un informe elaborado sobre la base de sus testimonios jamás hubiese pasado de la mesa del jefe de deportes del periódico.
—Suponga que pudiese probarlo —hubiese dicho este caballero—. No ganaríamos más que injurias si lo publicáramos. La gente no quiere verle noqueado. Es el campeón.

Ringgold Lardner (1885-1933)