La mala vida

Jerome Bixby es el guionista de la película de culto The Man from Earth, dirigida por Richard Schenkman y estrenada el 13 de noviembre de 2007.

 

No había ningún término medio en Limbo.
Sus habitantes o eran santos, o pecadores…
¡Y ambos estaban condenados!

I

Hicieron una especie de estatua con el traje espacial, solo que no moviéndolo, solo que dejándolo plantado allí en la parte posterior de la Tienda de Reparaciones de Turk, precisamente en el lugar en donde mató a Thorens. No es que los hombres duros del Limbo fuesen del tipo que siente recelos de manipular un objeto con una historia tan fantasmal ni que considerasen al objeto como una especie de talismán de la mala suerte.

Eso se debió a su sentido del humor.

Nuevos convictos venían a mirarlo y pronto figuró en ciertas ceremonias coloristas de iniciación. Se convirtió en el sujeto de una balada de los hombres espaciales, una tonadilla vulgar creada no para ser cantada sino para ser rugida:

O-h-h, el traje espacial de Svenson tuvo una noche infernal…
¡Capturó a tres hombres y acabó con ellos de inmediato!

Goldy Svenson se negó absolutamente a tener nada que ver con el traje y así la patrulla le entregó otro sin rechistar, sabiendo que un sueco en el espacio es más difícil de manejar que un irlandés, una vez se han despertado sus supersticiones.

La historia de aquella noche no es historia, porque no tiene trama. Más bien es una serie de incidentes odiosos cuya única relación es la masa del traje de un patrullero espacial con sus trescientas libras de acero al mercurio. Pero puesto que ustedes lo piden…

* * *

El «Maestro» era viejo, del año 2080 poco más o menos. La contralto cuya voz salía de él murió mucho antes de eso, alrededor de 1970. La canción era una reproducción de uno de los antiguos discos de surco modulado que causaban impulsos a una «aguja» y de ella a un altavoz tipo diafragma. Thorens apenas pudo oír el «ruido de superficie» detrás de la música… dulce y bajo, dulce y bajo:

Algunas veces me siento como
un niño sin madre…

El ojo izquierdo de Thorens, descolorido, semicerrado le dolía. Se llevó la bebida a los labios, apoyó el codo en la mesa, la cabeza inclinada un poco sobre el mantel manchado. Así ocultaba su cara de la lámpara del techo y mantenía a Turk y a los demás de forma que no le viesen las lágrimas que podrían hacer que uno de ellos, o todos, cayeran sobre él y, de un golpe, le arrancaran la cabeza.

Lejos… lejos… de casa…

La barbilla de Thorens se movió bajo la barba pajiza mientras trataba de ablandar el nudo que le lastimaba la garganta. Tomó un rápido sorbo de whisky, parpadeó mientras el licor parecía acuchillarle en sus labios cortados, colocó el vaso en la mesa. Luego miró dudoso a Turk, sabiendo que, de algún modo, el hombre gordo le estaba examinando.

Cinco meses en Limbo le habían enseñado que la mejor defensa era un fingimiento razonable. Se aclaró la garganta y dijo balbuceante:

—La violencia se apodera de ti, ¿verdad?

Turk le miró sin parpadear. Los ojos de Thorens se apartaron recorriendo la longitud del suelo, marchando arriba y abajo del sucio espejo que colgaba detrás del mostrador… en él se reflejaba su propia imagen, junto con sombras oscuras y rostros sucios, cromo mezquino, la monotonía ámbar de las botellas, cigarrillos y humo de marihuana, cuyos vapores se entrelazaban, la mancha en forma de araña sobre la pared en donde la sangre a gran presión del español cayó como un chorro por el corte de su garganta.

—A mí no me domina nada —murmuró Turk. Se levantó, rechinando, su rostro plano y oscuro, brillante, las cejas cuidadosamente fruncidas y arqueadas en la forma satánica que le complacía—. Esta es la patria. ¿No te gusta Limbo? A mí sí. ¿A ti no? ¡Haces que tus amigos se sientan mal!

* * *

La cabeza de Thorens volvió a caer. Turk soltó una risita y avanzó hacia el mostrador… un hombre grande, lento, cuya masa no tenía solidez, sino que en su lugar formaba bolsas y protuberancias que vibraban de manera insólita en la gravedad 0,63 tipo terrestre de Limbo. Señaló con un pulgar que llenasen el vaso y Potts se volvió y dijo con viveza:

—Mantente sereno, muchacho. Ya te diré yo cuándo.

Vigilándoles desde los sombreados y vivos ojos, Thorens pensó fieramente lo estúpidos que eran, con Turk un poco más exquisitamente que Potts… y como les odiaba a ambos y les temía a ambos, como odiaba y temía a todos los semihombres aquí en Limbo.

De pronto, Thorens cerró los ojos, haciendo todavía más sombríos sus fosos oculares… el viejo, viejísimo miedo de que alguien leyese lo que pensaba. No es que en realidad lo leyera, sino que detectara mediante signos visibles lo que eran sus pensamientos. A escondidas, se pasó la mano por la frente, subiendo hasta su fino cabello, bajándola después, trayendo consigo un notable escudo de pelo desde atrás y sus ojos destellaron en busca de un puño cerrado, de una bota, de un cuchillo.

Nada. Sombras. Hombres bebiendo.

Dejó en libertad su odio. Y este llenó su mente y explotó contra los rincones opuestos de su cráneo. Turk… un gordo artista de brazo fuerte, con glándulas por cerebro. Potts… descuartizador de su esposa… De todos en Limbo, os odio más que a los otros. Sus ojos volvieron a destellar. No le habían «oído». Permaneció allí sentado, odiando. ¿Por qué os odio más? Porque me habéis hecho más daño…

—Ya no soy un muchacho —dijo Turk. Se apoyó sobre el bar, su panza rodeándole como un globo hinchado—. Soy un hombre.

Potts le sirvió una cerveza. Turk la tomó y se dio media vuelta. Sus ojos fangosos barrieron a Thorens y decidió sentarse en otra parte. Fue hasta la ventana delantera, en donde había un reservado que Potts conservaba un poco más limpio y aseado porque el negocio seguía siendo el negocio, aun en Limbo, y se sentó, acomodándose poco a poco hasta quedar casi apretado a la ventana.

A Thorens le recordó un hipopótamo cautivo; maloliente y sucio, mirando con torpeza por entre los barrotes a un mundo que en su extrañeza no podía comprender por falta de cerebro.

—Apuesto a que es un embustero —dijo uno de los hombres en el mostrador. El individuo se volvió hacia Turk, la mano en el cuchillo. Estaba borracho y preparado para enterrar su acero… su mano izquierda hizo el gesto de desafío—. Dinos lo que eres.

* * *

Turk no le miró.

—Es inútil, Sammy. El viejo Turk es demasiado lento, para los cuchillos (llevaba navajas de muelles hasta en las mangas, pero el otro estaba demasiado lejos. Solo un poco más cerca, Sammy, rio en silencio para sí).

—Pues a que no eres demasiado lento para sangrar.

Otro hombre intervino desde las sombras.

—Sammy, ¿verdad que lo es? Bueno, yo aquí soy forastero, Sammy, y no te conozco, pero te diré algo. Yo no soy lento.

El cuchillo de Sammy estaba desenvainado.

—¿Sabes qué otra cosa eres?

—Lento, no.

Avanzaron uno hacia otro, agazapados. Potts se inclinó sobre el bar y rompió una botella de whisky en la cabeza de Sammy. Sammy lanzó un grito y dejó caer su cuchillo. Huyó hacia la puerta, sangre y whisky manchándole la cara.

El extranjero echó atrás su cuchillo para asestar el golpe.

Potts dijo con aspereza:

—¡Maldición, fuera! Deseo que mi casa sea sociable. ¿Por qué crees que le golpeé?

Sammy atravesó la puerta con violencia. El desconocido maldijo y le siguió. Las pisadas se fueron apagando.

Thorens permitió que su mirada cayese más allá del espectro de los cuchillos, ahora por la ventana y a la otra parte del cemento reluciente de la calzada y entre girones de niebla de los campos de tabaco y marihuana, hacia el espacio-puerto. Las formas grises de sus edificios de administración y hangares estaban salpicadas por débiles sartas de ventanas iluminadas. Sus torres decantadas eran como dedos señalando a las estrellas… dedos gigantes que podrían desatar el rayo jupiteriano de un cohete para llegar a aquellas estrellas.

Ahora un fulgor lavó el fino aire de Limbo. Se amplió y se abrillantó, derrotando a la noche. Las botellas de las estanterías de Potts, detrás del mostrador, comenzaron a vibrar. La vibración creció y Thorens se movió como si el banco se sacudiese en sus posaderas. Los hombres alzaron la vista, escucharon. Potts salió rodeando el mostrador y fue a plantarse junto a la mesa de Turk, mirando por el cristal metálico.

Turk dijo, sin mirar a Thorens:

—Un navío de patrulla. Quizás el «Mano» consiguió su traslado. Quizás despegue muy pronto. Puede que quiera un obsequio de despedida.

El cuerpo de Thorens se retorció acaloradamente dentro de sí. Aún tenía la cara hacia abajo, los ojos encendidos. El whisky que contenía su vaso bailoteó. Su mano temblorosa obligó al vaso a quedar plano sobre la mesa y, de pronto, lo soltó. Cayó desmadejado. Permaneció sentado y aguardando; fuera el fulgor era tan brillante como la luz del día. Muy alto, en el aire un rugiente puntito de alfiler apareció, descendiendo, escupiendo luz como un fragmento del Sol. La niebla hervía a su alrededor. Pero por encima del cielo era color de noche. Cuando la partícula descendía la noche le seguía en su descenso, a través de la niebla, casi respetuosa hasta que, cuando el navío osciló hacia el delantal lleno de fosos del puerto, el fulgor de sus cohetes se contrajo hasta una cosa cegadora y cónica solo a unos cuantos centenares de metros de distancia.

Thorens se atrevió a levantar la vista.

Se habló por hablar. Los pesados rasgos de Turk, desinteresados en Thorens, quedaron reflejados en la ventana cuando miró hacia afuera.

* * *

El sonido de los cohetes atronó, golpeó, chirrió, el navío tocó una de las agujas, osciló y el campo magnético se apoderó de él para encajarlo en su lugar preciso. El piloto hizo bramar los tubos una vez más, innecesariamente… quizás estaba contento por haber aterrizado con su navío. El estampido iluminó la escena como la lámpara de destellos de una máquina fotográfica, luego hubo negrura en la que las lejanas y mal iluminadas ventanas del puerto lentamente desaparecieron como pupilas dilatadas.

Potts había vuelto a su mostrador, ordenando las botellas, abriendo unas nuevas y colocando tapones vertedores en cada una de ellas. El efectivo del sistema solar servía en Limbo. El descuartizador de su esposa ganaría dinero esta noche.

Un gemido lejano, débil, moribundo, cortó la noche. ¿Sammy? Imposible decirlo. Turk miró hosco por la ventana y Thorens se preguntó si el hombre sería capaz de ver en la oscuridad. Nada de la bestia que había en Turk le sorprendería. Turk haba violado por la fuerza a una chica, una chica jovencísima, allá en la Tierra… y mientras habría preferido vivir en cualquier otra parte mejor que en el Limbo, esa preferencia no le producía un mayor descontento. Turk vivía bien. Estaban los navíos mensuales de suministro y las frecuentes arribadas de naves que hacían la ruta comercial de Calisto. Algunas veces, con tantos navíos aterrizados en Limbo, aparecía algún joven y curioso pasajero que, preparado por los oscuros y solitarios meses de espacio, se dejaba convencer para emprender una nueva aventura. Y Turk era capaz de ser convincente, incluso simpático, cuando se lo proponía. Thorens sabía que conservaba una pequeña colección de pañuelos, botones, chapas de identificación, notas cuidadosamente redactadas, avíos personales, ropas, recuerdos.

Con una mano que era más pesada por la coordinación que había perdido, Thorens recogió su bebida; la boca, en una mueca amarga, se aplicó al borde del vaso. Volvió a cerrar los ojos. Comenzó a oír palabras en la oscuridad, despacio, con cuidado, imaginándoselas en densos toques de pincel que más tarde realizaría cuando regresase a su oficina y las añadiría a su manuscrito:

La siempre dudosa moneda de la sensibilidad y del intelecto importan menos que nunca cuando uno tiene cuarenta años, es desmesurado y está solo en una amillarada charca cultural. Proporciona una brutalidad, sin necesidad de cuidados, y ridículo y violación, mezclado todo con un veneno cuyo sudor es Miedo…

No, no, no, pensó… demasiado floreado, demasiado brusco.

Abrió ligeramente los ojos, que en cuestión de un segundo fueron de lado a lado, registrando la aterciopelada habitación, a los hombres, luego se cerraron otra vez con desesperanza.

Si al menos pudiese unirme a vosotros, ser uno de los vuestros, igual a vosotros… sin conciencia o inteligencia, tan lejos de Dios como estáis, tan cerca del barro. Entonces no me desmoronaría… No sería un blanco… no tendría que huir ante los podencos. Pero nunca podré ser como vosotros, ni parte vuestra, escoria, animales hediondos. No podría ser como vosotros ni en un billón de años.

II

Sesenta años atrás, el Consejo Solar, durante el mandato como Presidente del agudo Chaz, de Venus, había sido convencido para lanzar Limbo como una propuesta que sería un ahorro de dinero: un asteroide prisión, indisciplinado y autosuficiente cuyo único gasto sería el del importe de los salarios de unos cuantos patrulleros asignados a orbitar sus navíos a distancia de vigilancia y a mantener la atención fija…

¡Ah, Dios! pensó Thorens. ¿Por qué la Mano Ayudante me envío a aquí? ¿Por qué no a Neptuno o a Ganimedes o a Calisto o a Tethys, para los deberes fronterizos que había esperado cuando firmé contrato?

Los Ingenieros del Consejo habían explorado los asteroides Troyanos, seleccionando por último un cuerpo con adecuado tamaño y terreno. Uno de los pocos fragmentos del Planeta X, correspondiente a la superficie exterior, que no habían sido expulsados fuera del sistema en aquella catástrofe ocurrida eones atrás. Alterando el núcleo del asteroide para crear una gravedad decente, confiando al mismo tiempo en hacerlo funcionar como sistema de calefacción central, le dieron atmósfera, lo libraron de microorganismos perniciosos, instalaron una ecología equilibrada y dos semanas más tarde se marcharon, dejando doscientos mil cajones de productos esenciales en su retorcida superficie. Un mes después, cada condenado a cadena perpetua masculino del Sistema había sido transportado a Limbo, para luchar por sí mismo, cada nuevo grupo bruscamente mermado a su llegada por el ajuste de incontables y siniestras cuentas pendientes.

¡La Mano Ayudante! Thorens destrozó las palabras con su mente, haciéndolas jirones con odio. ¡La Gran MA! ¿Se encontraba el expediente de John Thomas Thorens, archivado en algún cajón de cualquier despacho en cierto piso de uno de los gigantescos cuarteles generales de MA, en Nueva Jersey, con el rótulo de Descontento… Preferencia al traslado? ¡No, por todos los inexistentes dioses del Espacio… ni siquiera eso! ¡Ni siquiera tenía que soportar una larga espera, mientras la rueda de la democracia masticaba su destino! Las palabras odiosas ardían en su memoria: Transferencia Denegada. Transferencia Denegada. Transferencia Denegada.

En el término de un año Limbo vio germinar terratenientes, seis ciudades florecientes, un sistema de castas, una guerra interurbana y una pandilla que gobernada el trono, en cuyos cojines quedaban las manchas oscuras de la sangre de una docena de asesinatos. A los cinco años, Limbo se había sacudido de los pies a la cabeza. Desapareció el trono, porque nadie podía conservarlo. La guerra cesó (habiendo sido en su mayoría una cuestión de cuchillos traicioneros y ataques con hacha, ya que no se permitían armas más mortales). El hambre y la enfermedad habían hecho que los habitantes de Limbo se diesen cuenta de que unidos vivirían condenadamente mejor o morirían por causas perfectamente naturales. Se formó un Consejo de Limbo, se trazó un Plan, algunas tiendas mugrientas y reforzadas por puntales se unieron, unos cuantos muebles atroces y una cerámica primitiva comenzaron a producirse y Limbo hizo una seria intentona para participar en el Comercio del Sistema. Con la sanción del complacido Consejo Solar, se inició un válido intercambio monetario, basado en dólares solares, pero sujeto a devaluación, que sería como una especie de castigo necesario para Limbo. Se construyó un espacio-puerto y un escuadrón de la Patrulla se instaló para posarse indiferentemente en la cumbre del nuevo orden. Limbo compró maquinaria, compartió sus ganancias, construyó factorías, fabricó y exportó principalmente… ¡juguetes, aunque parezca mentira!

¡La Gran MA…! que Vigilaba sobre su Rebaño en la Pena y en el Desastre. (Nuestras manos están en Venus, y ayudan a Marte). Pero que no podían advertir el predicamento de un alma solitaria, de un trabajador aterrorizado, ni extender la cinta roja para libertarle, en su concentración en el objetivo principal: Campaña y Colecta (¡Y Estarán Allí Cuando Lleguemos A… Las… Estrellas…!).

* * *

Thorens trató de acumular saliva en su boca seca para luego escupir su odio.

Ayudando a lo largo de las fronteras, quizás, en donde la semilla de la publicidad podía sembrarse para producir por último un sustancioso fruto financiero… pero tan cierto como existía la muerte era que no había benevolencia de MA que viniese jamás hacia aquí, que cruzase el espacio hasta el despacho ratonero de Thorens en Limbo, en donde él era un Rayo de Luz en la Oscuridad Exterior.

Eventualmente, habiendo sitio en abundancia, las reclusas condenadas a cadena perpetua de la Penitenciaría de Mujeres de Tycho, fueron trasladadas a Limbo; porque tendrían que vivir allí y entre los varones para satisfacción de ambos.

Así funcionaba Limbo, sin policía, autónomo, incluso dando beneficios. No había el menor rastro de moral o de rehabilitación espiritual entre su población; sin embargo, si los de Limbo se aplicaban a la tarea de la supervivencia colectiva, era solo porque debían de sobrevivir como perros felices en la celda más grande, más siniestra y más acondicionada de la historia. Limbo sobrepasaba en vivo salvajismo social a cualquier frontera sin ley que hubiera existido jamás. Las fronteras no dejan de atraer a un porcentaje de desplazados, de proscritos y de chiflados, pero aquí eso llegaba a la saturación. Perros, física y moralmente, gruñían, mordían y se comían a los demás perros. El asesinato era una forma de vivir. Oír un grito solo servía para encogerse de hombros ante la torpeza de alguien, porque resultaba sencillo matar en silencio. Pisar sangre era para maldecir, porque la sangre pudre las suelas de los zapatos.

La mayor ciudad era Maldita Tierra. Tenía unas siete extensas millas cuadradas de calles mal pavimentadas, trescientas cuarenta y dos tabernas, incluyendo la de Potts, cuatro destilerías, noventa y nueve casas de juego, tres fábricas de juguetes, un almacén general, varios millares de desparramadas chozas y cabañas, diez y siete casas de placer (posiblemente las que mejor vivían en todo Limbo), un alemán psicótico, que vegetaba en una cueva y coleccionaba cráneos y el espacio-puerto de la Patrulla, este último era la única cosa en el diminuto planeta que los de Limbo no habían construido por sí mismos. En torno al espacio-puerto había una red de amplias torres plateadas, una muralla de chispeantes rayos ultravioleta que causaban la muerte, si era preciso. Pero los de Limbo no mostraban tendencia a invadir el puerto, matar a su personal, destruir todo lo que tenían y salir disparados hacia la libertad con los navíos robados…

Les gustaba Limbo.

Era su claustro, su carne cruda, su copa de té ensangrentada. Era vicioso, como un loco, tan flojo de morales y retorcido como ellos. Paradójicamente era su prisión y el único sitio entre el Cielo y la Tierra en donde podían vagar libres, fanfarronear, maldecir las estrellas, matar y vivir la buena vida.

* * *

Cualquiera que no fuese de Limbo podría, por este motivo, caminar por las calles sin escolta y con perfecta seguridad. Su Brazalete de Visitante era su escudo y su seguro de vida. Si se encontraba en la escena de una batalla, los cuchillos dejaban de destellar para permitirle pasar. Y cualquiera tan insensato como para amenazarle sería hecho polvo por los amigos y pisoteado por ellos. Porque Limbo no quería represalias, ni venganzas, ni tampoco equipos patrulleros ansiosos de matar que cruzaran su superficie.

La orden concerniente a los visitantes era: Dejarles en Paz.

Esto no se aplicaba a John Thorens…

Quien había llegado cinco meses atrás, con algunos treinta libros, unos cuantos juegos (tablero de ajedrez, senderos espaciales, adivinanzas…), un anticipo del salario de tres meses (fue lo que ocultaba la punta del anzuelo) y un cursillo de doce semanas (Acompasamiento con la Humanidad) cuyo diploma le hacía una «Fuerza Constructiva y Rehabilitadora Entre los Infortunados».

Afanosamente limpió el despacho de MA de gusanos y carcomas, pintando toda la inmundicia con colores vivos. Luego abrió las puertas a los desgraciados, y unos pocos de ellos le hicieron caso.

Prestó todos los libros el primer día y ya no los vio más. Los juegos despertaron más interés, pero los de Limbo jugaban de manera muy dura. Cuando al principio trató sinceramente de hablar, para aclarar e instruir a esos hombres se le dijo que su predecesor terminó en una cantera con el rostro desgarrado, porque tenía ojos pardos y la Banda de los Ojos Azules coleccionaba esa clase de ojos.

(No fue precisamente así, según le contaron otros limbeños más tarde… el hombre había interrumpido una orgía en el Circo del Polo Sur, con fuertes quejas de que eran actividades satánicas. Sus comentarios más específicos encolerizaron a las participantes hembras, así que se lo llevaron arrastras hasta Villadamas, en donde, con suerte, logró suicidarse. Cuando investigó la Patrulla, acompañada por un representante de la MA, se les permitió descubrir evidencias de que el muerto tenía un sucio negocio clandestino que complicaba a un tercer M, con la captura del género en el que intervenía, compuesto por drogas adulteradas. Aparentemente un cliente se quejó. Así terminó la investigación).

Thorens naturalmente trató de salirse de aquel lugar. En respuesta a su primer asustado espaciograma, MA contestó: La muerte desgraciada de su predecesor se debió a mezclarse con una intriga entre los reclusos. De ninguna manera fue resultado de deberes que usted tiene que cumplir. La Patrulla niega las condiciones que usted describe. Le extiende la Mano. La esencia de la respuesta a su segunda súplica fue que, en vasta del contrato que tenía firmado, se confiaba en que tuviese la suficiente experiencia para cambiar de opinión. Se extiende la Mano.

* * *

Airado, Thorens buscó un medio más directo de autoconservación. Su tarjeta de MA le llevó hasta el escritorio del Secretario del Ayudante personal para la secretaría del Teniente Comandante del espacio-puerto… Un hombre de ojos aburridos, de paisano, que había escuchado con atención la historia de Thorens, logrando al mismo tiempo que Thorens se sintiese el hijito de papá y luego, mirando indiferente por la ventana de un palmo de grueso, a prueba de rayos y de balas, hacia las calles retorcidas de Maldita Tierra, admitió cándidamente que Limbo era al principio un poco rudo, pero después de todo, algunos, de los limbeños, por lo menos, luchaban marchando por el sendero difícil hacia el ajuste y la certeza, mereciendo una Mano, y todo lo que Thorens necesitaba era asegurar su propio bienestar mostrándose amistoso, mezclándose con aquellos que manifestaban interés y, por encima de todo, no metiendo las narices en ningún mal asunto.

Ante la última pregunta de Thorens, mientras acompañaba al Mano hacia la puerta de acerolita a prueba de todo, el secretario respondió: «No, las reglas de la Patrulla prohíben cualquier comunicación civil empleando los aparatos de radio de la Patrulla».

Thorens sistemáticamente abordó a los capitanes de los barcos de carga que llegaban cada semana, poco más o menos. Una excusa simple para visitar los bares, puesto que el licor no se permitía a bordo de las naves. Pagaría el billete, doble, si era preciso, diez veces. Pero pronto le anticiparon su respuesta: «No se permitía ningún pasaje para salir de Limbo sin autorización de la Patrulla, autorización de MA, autorización…»

Sin embargo, todos se mostraron comprensivos… y uno en particular le demostró simpatía. Thorens no tardó en tratar de meterse de polizón en su navío, creyendo haber detectado en los modales del hombre una aprobación tácita de la medida. Le pillaron y con el máximo respeto le entregaron a la Patrulla. Otra vez en presencia del hombre de los ojos aburridos, se le dijo que esa no era manera de mantener limpias las narices… ¿quería acabar siendo un ciudadano de Limbo, sufriendo condena por polizón?

—¿Y qué soy ahora? —se apresuró a contestar Thorens—. Ellos son sus prisioneros y yo soy prisionero de ellos. Concédanme asilo.

—Nada le ocurrirá si conserva la cabeza.

—¿Sabe usted a lo que le pasó a la cabeza de mi predecesor? ¿Vio las heridas? ¡Ayúdeme!

—¿Un poco alterado, eh? Bien, le diré una cosa. Personalmente no tengo muy buena opinión del celo de los misioneros y de sus resultados aquí. Será mejor que no se olvide de eso.

—La peor tortura son las amenazas.

—¿Las amenazas?

—Cada momento es una amenaza. Cada mirada es una amenaza. Cada uno que conozco es una amenaza. No son solo los golpes… Dios, es el miedo a los golpes.

—El miedo puede obrar cosas muy raras en la imaginación de uno, ¿eh?

—¿Ha estado usted muy frecuentemente fuera de estas paredes? ¿Y durante mucho tiempo?

—Salgo en ocasiones. No tengo muchos motivos.

Ya le he dicho lo que está pasando.

—Seguro que ha exagerado un poco.

* * *

Acompañado hasta la salida, Thorens se agarró a la pared de un hangar, mirando a su alrededor a través de la noche eterna de aquel manicomio enorme, acechante, murmullante, alumbrado por fluorescentes, que era Limbo. Luego entró en el edificio, en la frescura con la presencia de aparatos positivos… de causas dignas, como disciplina, orden, preparación, precaución, dirección, contenidos racionales, y calidades en grado también racional. Se abrió paso a través de aquel bosque plateado y oscurecido de la Patrulla… grúas, fosos de máquinas, depósitos de combustible, talleres, grandes vagonetas, techos gigantescos en forma de cúpula con una telaraña de vigas y jácenas y se escondió.

A la mañana siguiente le encontraron y lo expulsaron.

Desequilibrado temporalmente, se emborrachó. Tres bares más tarde, le pegaron. Un sonriente Limbo le contagió con su cizaña y Thorens experimentó su primer arrebato, durante el cual desafió a tres a un duelo a puños y ganó por abandono cuando todos se desplomaron riendo. Esa fue la primera y vaga excitante prueba del único «valor» que pudo mostrar ante los limbeños. Se asió a ella frenéticamente. Permaneció borracho durante tres días y hasta invitó en cada tugurio desde Maldita Tierra hasta Satanasburgo, en un esfuerzo por adquirir más buena voluntad hacia su persona que beneficio para sus bolsillos. Compró paquete tras paquete de cigarrillos de las máquinas y los distribuyó con prodigalidad. Compró seis equipos de Caballos Harrigan (una cápsula energética que calentaba por sí misma el agua, de venta en las ferreterías) en el Almacén General de Virtud y se los dio a quienes consideraba sus amigos más íntimos. Para aquel tiempo ya se había conquistado un cierto séquito que le seguía a todas partes. Pero estos colmaron su paciencia dándole una paliza en Manantiales de la Virgen en el hemisferio Sur.

Las siguientes seis horas fueron del todo inolvidables.

Thorens sabía que esto tenía que suceder. Trató de perdonarles… y no lo logró.

III

Los archivos de MA… todos ellos; los archivos de noventa y nueve años de actividad MA en Limbo; completamente irreemplazables, aunque no tuviesen un valor muy significativo… ardieron en el fuego de la estufa del despacho de Thorens. En sus horas de depresión destrozó el contenido de seis archivadores y su escritorio reduciéndolo todo a trocitos pequeños para alimentar las llamas. Se agazapó delante de la panzuda estufa, el rostro descompuesto, los ojos vidriados hasta adquirir el tono de la mica, la boca moviéndose (chasqueando, distendiéndose enormemente, volviendo a chasquearse), como algún alquimista trabajando en un milagro de odio. Luego bailoteó por la habitación, golpeándolo todo con un atizador, creando abolladuras y astillas en los muebles de madera y rompiendo cada panel de vidrio que había en el lugar.

Después prendió fuego al escritorio y se tumbó para morir.

Cuando el humo se hizo insoportable, se levantó y apagó el fuego con agua del fregadero. La muerte podía ser un final bien acogido, pero mucha incomodidad la precedía.

En aquel momento y en los días que siguieron, se dispuso a sobrevivir. Las pesadillas de aquella tarea refutaban a Darwin.

Debía pulir y dar brillo a manzanas sucias, lamer suelas de zapatos (es decir, limpiarlas), aceptar toda clase de violencia o de inmundicia que las asquerosas mentes de los habitantes de Limbo pudieran producir. Debía ser la mascota de los maniáticos, el cabeza de turco de la colectividad, la criatura apropiada para lastimar, atropellar, atormentar; porque esto le daba un valor funcional no fácilmente duplicado en este pequeño mundo de sádicos paranoicos. Fue el chivo expiatorio entre los lobos de Judas; les dio algo que necesitaban, la visión de un miedo abierto y les trajo su vida de día a día, porque los limbeños lo abarcaban todo, excepto a sí mismos, en el odio y en el desdén, y ese «todo» estaba tan distante… excepto John Thorens.

Se ganó cicatrices, recuerdos horribles y la continuación de la vida. Su primera paliza grave fue a manos de Turk. Thorens estuvo en cama tres días, con bolsas de agua caliente en su abdomen y en los riñones. Turk apareció la segunda noche para darle unos cuantos palos más, echó un vistazo a los ojos atormentados de Thorens y se fue murmurando algo acerca de «necrofilia»… posiblemente la única palabra de cuatro sílabas que conocía el hombre; ciertamente en una predictible categoría.

Su valor como chivo expiatorio despertó las iras de los campeones contra Thorens: circuló la voz de que el hombre que le matase sería enterrado y condenado junto a su víctima; y cuando un día un visitante de la ciudad próxima de Libertad sacó el cuchillo y lo lanzó para acribillar a Thorens por el pecado de tropezar con él, otro cuchillo, desenvainado con pericia desde la acera de enfrente, voló y se clavó en la nuca del visitante, terminando con el peligro. Dos días más tarde el salvador de Thorens acababa recibiendo un navajazo y después desahogaba su enfado dando una paliza a Thorens hasta dejarlo seminconsciente y arrojándolo luego contra el espejo de la parte posterior del bar de Potts.

Potts, con el fin de salvar el espejo, interpuso personalmente su propio cuerpo. Tambaleándose por el impacto, falló su primer tiro de cuchillo contra el ofensor. No así el segundo. Luego, trastornado por todo el episodio, completó la tarea en Thorens pegándole hasta cansarse, y echándole del establecimiento.

* * *

Claro, no todos los limbeños eran tan malignos y depravados como Turk, Potts y sus amigotes.

Algunos eran apenas más que brutalmente juguetones. Otros hacían tan poco caso a menudo a la existencia de Thorens, que, a no ser porque cometiese el error de llamar su atención, ni siquiera le propinaban una patada. En total, sin embargo, había aquella corrompida vida llena de crueldad, bien se manifestase por pecados de comisión, o de omisión… una crueldad nacida del descuido, de la indiferencia por las cosas humanas, del implacable amor propio. Se les había expulsado de la sociedad y de la historia, para que vivieran sus propias vidas como les diera la gana. No se podía predecir cuál sería su actitud.

Así que no podía contar con protectores… excepto sobre bases impredecibles, en donde una deducción equívoca sería fatal. Ni siquiera en los fracasados baluartes humanos podía encontrar cobijo, paraíso, santuario, porque no había lugar en Limbo para esconderse.

En escasas ocasiones Thorens creyó haber conseguido amigos. Especialmente entre los recién llegados que arribaban en grupos de vez en cuando, incluso con camaradería. Pero siempre asomaba la traición. Por último, empezó a comprender que el factor dominante, en este mundo en donde los desterrados reinaban y se apoderaban rápidamente del recién llegado, no tenía forma de ser vencido. Desarrolló un instinto que le decía cuándo era el momento de apartarse del camino de quien él demostró amistad, porque otro súper ego le había dominado y otro loco peleón acababa de nacer.

A diferencia de su predecesor, Thorens no tenía convicciones religiosas que le defendiesen (o, por lo que importaba, que causaran su inmediata caída).

Sin protectores, sin escapatoria física, sin fuente mística que le diera valor y fuerza…

Naturalmente, pues, Thorens albergaba un proyecto secreto, como los hombres sensitivos habrían tenido al verse en la necesidad de subsistir bajo condiciones que no podían soportar, pero que estaban obligados a aguantar. Así se dedicó a una concentración fanática predecible. El título de su obra era LIMBO. Infierno en el Espacio. Y en la primera sesión completó unas cuarenta mil palabras. Thorens tenía cierta maña para la expresión literaria. Pero el libro, partiendo como lo hacía del tormento diario y de la indignación, era caótico, incoherente, confuso. En él vertió su odio sin límites, sus gritos compasivos, sus maldiciones y protestas, todo lo conectado con la actualidad. Habían masas de palabras deformadas por los sollozos; retratos calcinantes de sus atormentadores individuos y descripciones en detalle vívido y anatómico de los castigos que deseaba infligir a esos enemigos; a lo largo, aparecían extensos análisis psicológicos que no habrían satisfecho al ojo más objetivo. El libro era un panorama monstruoso que, trazado con las pinceladas convulsivas de su agonía, tenía incluso cierta fuerza. Con las palabras como armas, azotó a sus atormentadores y sin ese desahogo quizás se hubiese vuelto loco.

O quizás el libro en sí era la exteriorización de su locura.

Tan lejos… tan lejos… de la Patria…

Trescientos millones de millas.

Turk se agitó pesadamente (¿a qué respondía el hipopótamo?) Sus ojos se volvieron para recorrer la habitación, buscando a Thorens.

—El navío Patrulla —dijo sombrío, desencantado—. Tipos duros —(eso era). Luego mantuvo sus ojos en Thorens. Saboreando el melodrama. Sonrió despacio.

En el mostrador, Potts cacareó como una gallina y dijo:

—¡Hurra… esos muchachos beben como cosacos!

Thorens se levantó rápidamente y se fue hacia la parte posterior del bar. Oyó cómo Turk parloteaba a su espalda, notando el arrastrar por el suelo de las botas del gordo… tratando de levantarse, mientras él caminaba más deprisa. Llegó al lavabo y cerró la puerta tras de sí, apoyándose contra la pared. Permaneció allí, de esa manera, durante unos cuantos minutos, el rostro húmedo, la garganta tensa, el estómago ardiendo. Aún clavadas en la pared estaban las tapas de su ejemplar de El Paraíso Perdido. Puso la mano encima. Milton había vivido y escrito (y había escrito ¡RECUPERADO…!) que había una tierra en alguna parte… que había espíritu humano.

Finalmente cesaron las náuseas.

Turk, riendo, se había marchado también.

* * *

Entraron en tropel, los hombres duros y jóvenes con uniformes de la Patrulla, como siempre, se sentaron en la parte delantera del bar, riendo, armando estrépito, ignorando a los temidos limbeños. Uno extendió el brazo hasta la estantería y puso en marcha el Maestro

… siento como un niño sin madre…

… y puso en marcha la trivisión. Una música cálida, sin tono. Una chica pintada (oro, naranja y verde) danzaba con un fondo de órgano colorista y atorbellinado. Silbidos, risas. Manos alzadas en el gesto de «¡Estuve-en-el-espacio-y-lo-necesito!»

De vuelta a su mesa, Thorens inclinó la cabeza sobre sus manos, luego se apoyó en el tablero. Una terrible aflicción inundándolo todo para añadir más a su presente tristeza. Recordó una voz cantando El Puente de Londres se Desploma, una melodía que venía de su infancia (o que creyó que así era) cálida y adorable como una caricia; una sonrisa desde cerca y una dulce respiración…

Brazos fuertes y suaves, que ahora eran brazos despellejados, y los ojos únicamente comprensivos del universo, que estaban cerrados e inmóviles y la última onda sonora de su voz que se dispersó para convertirse solo en moléculas del aire y en la increíble deidad de cada hombre que se desvanece, que se desvanece, que se desvanece, del castillo de ella… de la torturada subconsciencia de su canción. En un compuesto absoluto, en donde Edipo se enfrenta a la Muerte, Thorens había vagado aquella noche un mes atrás, pero por el espaciograma de su padre arrugado en la mano y por la expresión de sus ojos, los limbeños le dejaron en paz. A la noche siguiente le dieron dos palizas y así comenzó su libro.

—¡Thorens!

Thorens parpadeó y lentamente alzó la cabeza. Uno de los patrulleros le había divisado y se levantó… ahora rodeaba ligeramente el extremo del bar, una mano colocada sobre el hombro de un camarada. Thorens le vio venir, luchando por levantarse y salir de su introspección triste y confusa.

—¡Hola! —el patrullero se dejó caer en una silla y con el mismo movimiento vertió algo de su bebida en el vaso vacío de Thorens—. Veo que aún estás vivo, ¿eh?

—Todavía vivo, teniente.

—La cosa no es tan mala como pensaste al principio, ¿eh?

—No es tan mala.

* * *

El teniente Mike Burman era recio y tostado por el espacio; una cabeza bien formada, boca amplia, los ojos un poco demasiado cerca el uno del otro. Tendría veintiséis años; hacía menos de un año que salió de la Academia del Espacio, en Gagaringrad. Esta era su séptima parada en Limbo. Conoció a Thorens en su primera estancia, cuatro meses atrás, y desde entonces le vio cada vez. En él parecía agitarse una vaga simpatía por el hombrecillo… tan vaga e informe como su comprensión del verdadero apuro de Thorens en Limbo. Sobre cualquier comprensión se cernía una sospecha propia de las castas de Boston de que tal fenómeno como Limbo y sus alcantarillas humanas no era del todo real, por lo menos, no debiera serlo. Pero admiraba a la Mano Ayudante, su familia contribuía con regularidad. Imaginaba solo que las cosas eran un poco desordenadas en Limbo, pobres diablos. Resultaba bueno ver una Mano tendida aquí, trabajando. Cuando se llegaba a pensar en eso, casi tenía algo de romanticismo: los cuentos de Thorens sobre los apuros que pasaba, porque la mayor parte de la gente le desacreditaba. Después de todo, había un límite. Sabía que el Espacio daba origen a tipos tan extraños… hombres fuertes, hombres excéntricos, hombres poseídos por algún infierno personal. Como Thorens.

Mirando al joven estúpido, Thorens logró sonreír.

—Me alegro de verle. ¿Cómo está la Tierra?

—Oh… en el mismo sitio, por lo menos lo estaba la última vez que le eché un vistazo —Burman rio ante su chiste y Thorens movió los labios para unírsele en la risa.

—Ya sabes, hice algunas preguntas por ahí —dijo Burman—. Ninguno de los patrulleros aquí apostados ha visto jamás que alguien te pusiera un dedo encima —sonrió, su expresión algo maliciosa—. Exageraban un poquito, ¿eh?

—Quizás sí… ¡Estúpido! ¡Pues claro que me dejan en paz cuando está aquí la Patrulla!

Ahora Mike Burman frunció el ceño, de pronto, de manera exagerada, como si acabase de acordarse de algo.

—Eh, eso me recuerda, Thorens, que tengo un recado para ti. Debes ir a ver al Teniente Comandante…

Una carcajada general procedente del bar apagó las últimas palabras. Thorens parpadeaba mirando hacia allí. Burman repitió el mensaje.

—Debes ir a ver al segundo Comandante, no te olvides.

* * *

Thorens le miró.

—¿Para qué?

—No lo sé —mintió Mike Barman. Y pensó: «Se te va a enviar fuera de aquí, Thorens. A la Tierra. Lo sé porque vas a volver en mi navío. Por eso el Viejo quiere hablar contigo y decírtelo».

—No acusaste recibo del mensaje que se te mandó a tu oficina —explicó Burman—. Así que me han enviado para que te lo dé de palabra.

—Hace tres días que no voy por allí —en el oscuro universo de detrás de los ojos de John Thorens apareció la más débil y la más dudosa llamita de animación… el agitarse de alguna diminuta partícula ígnea renacida; una partícula que podría convertirse en llamaradas… en luz… en sol. La creación de soles en el vacío no tiene nada de misterioso; la creación de la Esperanza es un misterio en sí. Pero la primitiva partícula agitada en el ensombrecido Universo de John Thorens volvió a quedar reducida a la nada. El último deseo de tu madre, Thorens… y luego tu padre se mostró igualmente blando con MA. Así que no volverás, para la atomicremación… Francamente, sin embargo, ¿no te parece que te estás olvidando un poquito de la tarea?

Thorens había vivido con «el mensaje» ya cosa de unos diez segundos. La partícula de su esperanza no se atrevía a agitarse otra vez, puesto que no habían fuerzas anímicas que la hicieran sobresalir.

—¿Y por qué querrá verme el viejo? —murmuró.

—Tu correo —dijo Burman—, creo que se trata de eso —se guiñó el ojo a sí mismo en el espejo. Mañana, después de todo, era un plazo bastante corto para que Thorens conociese los hechos. Además, Burman no tenía autorización para contar la verdad. El correo… idea inteligente.

—¿Mi correo? —murmuró Thorens aún susurrando—. ¿Mi correo? ¿Qué tiene el correo mío?

(El correo se enviaba mensualmente por MA a todas sus Manos, conteniendo: instrucciones (si las había), el cheque de la paga; formularios de informes; avisos y requisitorias para los suministros necesarios (si eran tan necesarios); y el boletín mensual titulado «Amor fraternal»).

—Vino abierto durante el embarque —dijo Burman con indiferencia—. Se supone que deberás comprobar su contenido para ver si todo está en orden. Son los reglamentos.

No se necesitaron fuerzas gélidas, presurosas, negativas para extinguir la partícula. Simplemente se apagó por sí sola.

—Tiene gracia —susurró Thorens.

Burman siguió en la brecha.

—Hablando de la Tierra, en Nueva York ahora es primavera.

—Señor —exclamó Thorens, después de un momento, con voz de muerto de hambre—, el verano no tardará en llegar…

—Mal invierno. Hubieron sesenta centímetros de nieve en una ocasión. No se podía conducir ni en coche.

—Lo sé. Me lo dijo la última vez. ¿Cómo son los nuevos modelos?

—Chrysler acaba de sacar por fin el de una sola rueda.

Thorens sacudió la cabeza.

—No me fiaría de él. Uno alcanza los trescientos kilómetros por hora, se estropea el giróscopo y te das el batacazo y no te salva nadie.

Las lágrimas brillaron en sus mejillas. Burman le dirigió una mirada y chasqueó los labios, sintiendo un ligero remordimiento de conciencia.

* * *

La trivisión comenzó a cantar una canción del hombre del espacio, describiendo los afectos de los trabajadores medios del espacio hacia sus oficiales superiores. Los Patrulleros en el bar armaron estrépito y uno grito a Mike Burman.

—¡Eh, piojo! ¡Esto te va dedicado!

Luego se unieron en la canción:

Solo dile de mi parte que es un «essuvabee»,
¡Y su madre una monstruosidad Marciana!

Thorens parpadeó… (A veces siento…)… y se agitó en su silla, notando la cómoda seguridad temporal proporcionada por la presencia de aquellos hombres.

Entró una mujer. Alta, de rostro duro, con ojos verdes, con cabello oscuro y recostado. Llevaba dos cuchillos, los mangos hacia adelante. Su peto de cuero no era ni nuevo ni tenía muchos arañazos, lo que significaba que era rápida con sus aceros. Los ojos de los limbeños la recorrieron de arriba a abajo, apreciativamente, pero ninguno la hizo un signo de desafío. Los tipos más duros eran impredecibles. Consiguió su bebida, se trasladó a una mesa del rincón.

En el bar un joven patrullero grandullón, nuevo en Limbo, cantando, no apartó sus ojos de las amplias curvas. Hinchó el pecho. Ahora los ojos de ella sostuvieron la mirada del patrullero y se convirtieron en llamas verdes de hielo. Él apartó la vista presuroso, recordando las instrucciones.

Los labios de Thorens se curvaron en una mueca de odio, de asco, de desdén. Las mujeres de Limbo eran incluso más repelentes que los hombres. Especialmente las marimachos contoneantes, vestidas de cuero de Villadamas, con sus ojos crueles y sus bocas hediondas. Que continuasen viviendo…

Mike Burman había estado sonriendo ante la canción y mirando a sus hombres por el hecho de que era un «essuvabee».

—Hablando de S.O.E. —sonrió—, dos hermosuras de aquí van a volver a la Tierra —casi añadió: «… con nosotros, en mi navío…», pero por fortuna se contuvo a tiempo.

Thorens seguía mirando fulminante a la mujer, la cabeza baja, los ojos alzados.

—¿Libertad provisional? —preguntó, sin interés.

—En un caso, sí —asintió Burman—. Para él —señaló a Potts—. El otro vuelve para que los contractores puedan darle otro vistazo. Él —señaló a Turk.

* * *

Le costó un momento captarla… un procesa de abrumada incredulidad que derivó hasta el rechace furioso del hecho, para llegar a la amarga aceptación que dejaba torpes sus sentidos. La música sonó detonante desde la trivisión, al término de la canción. Aplausos, más risas. El rostro de Thorens pareció desprenderse flojo de su cráneo… su voz le sonó extraña…

¿Estos dos?

Burman miró a Thorens sin comprender (odio) lo que había hecho. La trivisión inició (odio) un nuevo acorde de una canción de éxito y los dos cantantes (odio) comenzaron a simular que se daban golpes.

Eso canceló la mente de John Thorens, que se estremeció de arriba a abajo para estallar en sus extremidades. Fue más fuerte que ninguna otra emoción que sintiera jamás. Se contrajo en la silla, doblándose de codos y rodillas. Así, medio acurrucado, tembló violentamente. Odio a Turk. Odio a Potts, me muerdo los labios, probar sangre, lucha, odio, odio…

Esos dos saliendo volando del infierno hasta el lejano mundo azul verdoso que era el Cielo. ¡No… no…!

Mike Burman escrutó los rasgos desencajados del pequeño hombre de barba pajiza que se sentaba enfrente suyo. Habló, sintiendo incómodamente que allí parecía haber muy poco que hacer:

—Potts… a falta de pruebas conclusivas de premeditación. La consideración del crimen pasó a segundo grado, la sentencia conmutada a lo que ya ha cumplido… y Turk, reclamado por el psiquiatra…

Dijo unas cuantas palabras más, dudosas, apenas audibles bajo en general estrépito, mientras estudiaba el rostro de Thorens.

Thorens pareció inflamarse. Se levantó bruscamente de su silla, volcándola.

¡Maldito sea! —jadeó—. ¡No… no, ellos no… consígame una trasferencia… consíganme una libertad condicional… a mí… a mí… a mí…! —sus ojos se le salían de las órbitas. Se apoyó mucho en la mesa, su aliento haciendo que mechones del pelo de Burman se movieran y gritó a pleno pulmón—: ¡Llevadme a la Tierra… a mí no a ellos…!

Un silencio interesado cayó sobre el bar, a excepción del batir estrepitoso de la trivisión. Las manos de los limbeños volaron hacia sus cuchillos anticipándose a la acción. Los patrulleros instantáneamente, pero con indiferencia, se agruparon para marcharse, tal y como requería el protocolo.

Pero esto era una situación desusada. El pequeño Thorens, el Mano, estaba desafiando a la Patrulla. Las expresiones se mostraban inseguras.

Mike Burman retrocedía con desaliento, como si el grito de Thorens le hubiese golpeado en la barbilla.

—¿Qué? ¿Qué? Oh, yo no… Thorens… realmente…

Thorens se tambaleó, los hombros adelantados, las manos abriéndose y cerrándose. Sus ojos semicerrados y acuosos captaron un retazo de movimiento al exterior de la ventana… e incluso en su extrema agonía pudo lanzar un grito ante la extraña visión.

Dos gigantes.

Luego, los detalles se hicieron más definidos y no tan extraños. Oyó cómo, desde muy lejos, una voz en la puerta decía:

—Alguien lleva un traje espacial.

* * *

Los ojos, desviándose de la mesa hacia la puerta, vieron a un gigantesco traje espacial salir como volando desde la oscuridad. Brillando, reluciendo impresionante, parecía un traje de buzo, con su gran casco con la placa visora, sus guantes con zarpas, su impresionante cuerpo de un metro de diámetro y dos y medio de altura. Un hombretón llevaba el traje, el brazo derecho doblado en torno a la cintura, el izquierdo cogiéndose el derecho para reforzar el esfuerzo.

De este modo, manteniéndolo erecto, como una pareja de baile o más bien como si fuese un delicado muñeco, hizo cruzar el traje, circulando por la acera de cemento, hasta el bordillo de enfrente del bar de Potts, Con una mano abrió la puerta. Con la otra empujó el traje para que cruzase el umbral. El traje pesaría unos ciento cuarenta kilos.

La voz dijo:

—Una reparación, Turk.

Turk asintió, sus pequeños ojos admirados clavados en las enormes figuras de la puerta.

Guapo, de pelo dorado, el recién llegado, de casi dos metros de altura sonreía. Se plantó allí, balanceando su traje especialmente construido con la sobresaliente válvula respiratoria.

—¿Dónde está el gordo? —rugió.

Thorens se tambaleaba marchando hacia la puerta. Mike Burman se le quedó mirando. Los ojos brillantes de azoramiento, con una oscura y vaga simpatía. Luego, silbando desentonadamente por entre los dientes, comenzó a reunirse con sus compañeros en el extremo del bar. Llamó al primer ingeniero del «Goldy», Svenson, para que se les uniese tan pronto como se desembarazara del traje.

Thorens tomó una botella del bar, eludiendo el gesto indignado de su propietario, y en un perfecto silencio la arrojó a la cabeza de la mujer de Villadamas, con todo su poder. Se estrelló contra la pared, junto a la cabeza de la mujer… o mejor dicho, donde había estado la cabeza, porque ella se había puesto en pie, gritando y sacando su acero. Vidrios de la botella caían todavía y rebotaban cuando retiró el brazo armado para el golpe que atravesaría a Thorens. Un rugido y un grito se alzaron de los presentes en el bar. Los hombres se apartaron prudentemente de la mujer, quitándose de la línea de tiro. Los que estaban detrás de ella, miraron, sus cabezas inclinadas y alerta.

Mike Burman gritó una orden monosílaba en el Código de la Patrulla. Tres patrulleros saltaron para situarse entre Thorens y la mujer. No desenfundaron sus armas… no era preciso. El lanzamiento de la mujer ya se había iniciado. No pudo contenerse; así que se aferró a la hoja tratando de enmendar la trayectoria y hundió su punta a cinco centímetros de profundidad en el suelo, junto a sus pies. Instantáneamente agarró el segundo cuchillo sacándolo de la vaina, en guardia contra los hombres de Limbo. Mirando fulminante a su alrededor, maldijo a los sonrientes patrulleros.

—¿Dónde está el hombre gordo? —volvió a repetir Svenson, el del «Goldy». No se había movido.

Turk contestó:

—Aquí mismo, polizonte —y comenzó el chirrido preparatorio de levantarse, los ojos fijos en los gigantes de la puerta, en donde una tercera figura, pequeña y furtiva los rodeaba para meterse en la noche.

Viendo como Thorens se iba, Mike Burman pensó:

«Ojalá se lo hubiese dicho».

IV

A la otra parte de la calzada, enfrente del bar de Potts, había una rocosa y escarpada pendiente que descendía unos diez metros hasta los oscuros campos y la gris llanura uniforme del espacio-puerto que quedaba después de ellos. Una cerca de alambre espinoso recorría el borde de la calzada para impedir que los borrachos limbeños penetrasen en los campos y pisotearan las cosechas. Thorens se inclinó y bajó el hilo inferior, clavándose una de las espinas de alambre en el índice hasta llegar al hueso.

Cruzó la cerca. Dio unos pasos a ciegas, puso un pie en la inclinación y encontró el vacío. Cayó, rodando, hasta el fondo. Yació de espaldas en el agua de la cuneta, apenas notando la frialdad del líquido, y lloró.

Los segundos y minutos de su pesar transcurrieron. Una estrella ocasional hizo sus guiños a través de la niebla fría y semidensa.

Thorens la miró y sollozó con más vigor, deseando que las misteriosas fuerzas pudieran mezclarse para hacerle desaparecer, para transportarle a cada partícula vasta y luminosa, a cada superficie llameante, que empujase o tirase de él hasta el infierno nuclear de su interior, que lo hundiese en una luz de metano, o en el amoniaco, o en el formaldehído de la atmósfera de sus planetas, si tenían planetas o que le enviase dando vueltas por la amarga superficie sin aire de cualquiera de los satélites… o que se lo llevara hasta un punto a mitad de camino entre los dos soles que eran Mira (que reconoció), para allí colgar suspendido como una mota que una vez vivió pero que ahora tenía su movimiento, sus vectores, su órbita, su rumbo a través del Infinito y de la Eternidad, mientras que el producto de esas fuerzas no era conscientemente cruel.

Pisadas por encima de donde se encontraba Thorens hicieron que sofocase un sollozo y guardara silencio. Sus manos, bajo el agua, se crisparon sobre el barro. Sus piernas se pusieron tensas de terror y desarrollaron un calambre.

—¿Lo oíste? —dijo una voz desde la calzada.

—Sí.

—¿Ves algo?

—Demasiado oscuro. Parecía un sollozo.

—Echemos un vistazo.

Thorens oyó rechinar el alambre mientras era bajado hasta el máximo y, claramente, el murmullo de un largo cuchillo al salir de la vaina. Aspiró con fuerza y hundió su cara bajo el barro… el agua murmuró en sus tímpanos, transmitiendo sus propios y furtivos movimientos.

Cuando sus pulmones no pudieron resistir más, asomó la cabeza y jadeó, aspirando aire a través de su escocida garganta.

—¡Matadme! ¿Por qué me estoy escondiendo? ¡Por favor, oh, Dios mío, por favor matadme!

Permaneció yaciendo con los ojos muy abiertos y fijos en lo alto. Vio aparecer a Mira, luego ocultarse de nuevo en la bruma. Vio los soles, los mundos, las lunas, los vacíos y los infiernos que llenaban las extensiones del espacio, pero que no podían fijarse en él ni ayudarle a morir. Aguardó, con una mezcla de barro y jugos gástricos en su boca, aguardó a que cayese el puño, la bota, el cuchillo.

La niebla en su torno, estaba vacía. Las pisadas se desvanecieron muy abajo en la calzada. No habían sentido la suficiente curiosidad para descender… o quizás creyeron que se trataba de una trampa. Si era esto último, pensó Thorens, frenéticamente, quizás fuesen en busca de unos cuantos amigos, para regresar y luchar. Sus brazos y sus piernas se contrajeron, se agitaron, arañaron y quedaron inertes.

Ascendió reptando por la ladera. No quería morir.

* * *

El Taller de reparaciones de Turk estaba situado en un cobertizo detrás del bar de Potts, en él había un banco de herramientas, algunas máquinas para trabajar el metal y un camastro en el que Turk dormía cuando estaba demasiado cansado o borracho para dirigirse a su casa.

Mientras la patrulla mantenía naturalmente su propio servicio de reparaciones para trajes espaciales y todo el otro equipo, Turk seguía siendo un experto de confianza. Y trabajaría toda una noche, mientras que los talleres de la patrulla estaban cerrados, ofreciendo así un servicio prácticamente permanente. También, cuando los patrulleros encargaban trabajo a Turk recibían una prima personal por su colaboración con los habitantes de la localidad, más invitaciones en los bares que, como muestra de agradecimiento, no les daban licor aguado durante toda la semana y donde las chicas más limpias se podían encontrar solícitas y cariñosas y hasta en múltiples ocasiones, los limbeños propietarios de casas de juego les hacían objeto de un trato de favor, permitiéndoles ganar alguna apuesta. Por eso Turk prosperó y ningún limbeño se opuso. Lo que Turk hacía era, a la larga, relaciones públicas de las buenas. Ahora, a la luz artificial de su taller, Turk trabajaba por reparar el traje espacial de Svenson, el del «Goldy», pero estaba pensando en John Thorens.

¡Qué tipo más gracioso era el «Mano»! Claro, le daban para el pelo día tras día. ¡Pero él se lo buscaba!

Aquel individuo untuoso era un provocador. Nunca clamaba con franqueza, se escondía en lo más profundo de su cráneo y buscaba formas de abordar la cosa sinuosas y directas. Te miraba con ese gesto de su carita rojiza y sabías que esperaba que le asesinases, que te pusieses frenético y que le causaras daño. Todo lo que deseaba era salir vivo o muerto. Era capaz de dar la vuelta a Limbo como un cachorro arrepentido, lloriqueando a cuantos forasteros llegaban pidiéndoles que se, lo llevasen en sus aeronaves. Era escoria. Se marcharía de Limbo tarde o temprano y buen viaje. Ahora era exactamente igual que todos los demás, excepto por una cosa, te miraba de ese modo que no tenían más remedio que golpearle.

Luego Turk empezó a pensar en Svenson, el del «Goldy», con sus dos metros de estatura… y eso fue un error por parte de Turk.

Aflojó ocho tornillos y alzó la placa curva del visor quitándola de la parte posterior del traje…

* * *

Thorens dobló la última esquina. Su oficina estaba ardiendo.

—Leímos tu libro —dijo una voz desde las sombras—. Ha servido para encender un buen fuego.

Era la voz de Joe Moore pensó Thorens. Joe. Joe. Te invité a beber en tu segunda noche en Limbo y dijiste que me tenían lástima. Dijiste que eras inocente de cualquier crimen. Odiabas el lugar como yo. ¿Por qué te has unido a ese rebaño?

—Cuando empezaste a gritar contra la ley —dijo otra voz—, la cosa fue mala. Originaste una escena. Atrajiste la atención. Necesitas una lección.

—Pero no te mataremos, pequeño bastardo —dijo otra voz—. Eres demasiado divertido para perderte.

Thorens gritó y, por segunda vez desde su llegada a Limbo, se atrevió a correr. Esta vez, pensó con agonía, debía escapar.

Pero eso fue antes de que un cinturón, apuntado bajo, restallara en la oscuridad delante suyo.

* * *

Se reunieron en torno al Taller de Reparaciones de Turk y miraron a la gran cosa gris, semifundente, semihirviente, roja con ojos lechosos y fijos que había sido Turk.

Aquí y allá se mostraba el blanco en donde la carne quedó separada del hueso. La piel rajada relucía de aceite, quizás cocinada con la enorme cantidad de grasa de Turk.

—¡Cristo! —exclamó uno—. ¿Le oíste gritar?

El traje espacial permanecía donde mató a Turk. Pero ahora era inofensivo. La llamada frenética de Potts al espacio-puerto hizo que viniese a toda prisa la Brigada de Radiaciones. (La radiación mortífera era una de las pocas cosas en Limbo que tenía que ser atendida por la Patrulla, principalmente para cerciorarse de la seguridad de sus propios hombres aquí destinados). Un oficial, con traje protector, entró en la cabaña de Turk y cerró la pequeña placa que cubría la batería de energía atómica del traje espacial. La reacción, aunque había matado a Turk rápidamente y luego le asó a través de la exposición prolongada, contaba su vida media en simples minutos. Así que la habitación ahora no era peligrosa si se entraba en ella.

El oficial estaba sacando ahora el traje espacial. Su compañero dijo con indiferencia.

—¿Sabe alguien cómo sucedió?

Las cabezas dijeron no. Un hombre respingó y el oficial le miró.

—¿Qué es lo que tiene gracia?

—¿Y qué es lo que no la tiene?

—¿Sabes lo qué paso? —(de ordinario, los oficiales no hubieran demostrado interés en lo que pasaba; pero, puesto que estaba complicado el equipo de la Patrulla, tendrían que preparar un informe) el hombre se encogió de hombros.

—Esas placas están bien cerradas. La de la batería y la del sistema de oxígeno. Me imagino que se equivocó y abrió una por la otra.

—¿Y qué tiene eso de gracioso?

—Le debía ocho pavos por una navaja —sonrió el hombre—. ¡No me dejaba en paz para que le pagase! ¡Yo mismo iba a matarle, así que ese traje me ahorró la molestia!

Los oficiales miraron a su alrededor, las bocas curvadas en un gesto de disgusto. Los limbeños les sonrieron con antipatía, deseando poder matarlos… pero nadie podía vivir más seguro en Limbo que un Patrullero.

Sin otra palabra los patrulleros se fueron; por encima del ruido del motor de su coche, dirigiéndose calle abajo, Potts maldijo mientras miraba a la masa del suelo.

—¿Cómo voy a limpiar esto?

—Trae a los perros vagabundos —contestó un hombre.

Potts asintió apreciativo.

—Eso está bien —dio una patada al cadáver entre las costillas y se acercó al traje espacial.

—Que alguien me ayude a sacar este maldito chisme de aquí.

Dos hombres se le unieron y trasladaron la pesada masa hacia una de las paredes.

El teniente Mike Burman estaba entre los curiosos, con algunos de sus camaradas. Se quedó mirando con fijeza aquella masa, pensando: «Nunca se enteró de que iba a volver».

Potts luchaba con el traje espacial. Otro paso y su pie resbaló en la llave inglesa que Turk dejó caer al morir y se tambaleó desviándose a un lado. Cometió el error de agarrarse al traje, tratando de enderezarse y su peso desequilibró todo el conjunto e hizo que se extendiesen las manos de los otros dos para ayudarle. Durante un segundo hicieron un esfuerzo por mantener hacia atrás el traje, pero la masa era grande y resbaladiza y soltaron, con un esbozo de encogimiento de hombros.

En mitad del aire, desplomándose, Potts comenzó a gritar.

El traje le siguió cayendo en el mismo arco. No muy deprisa, según pareció. Rígido, como un experto amante inclinándose sobre la amada. El fuerte ángulo de la placa del hombro se clavó en la boca de Potts, mientras que su nuca se estrellaba contra el suelo; el grito quedó cortado con el contrapunto final del crujir de un hueso al romperse.

Contemplaron sus manos retorciéndose hasta que finalmente cada parte de Potts quedó muerta. El gran patrullero joven que había mirado a la mujer, se encontraba en el rincón, las manos en el estómago y tragando saliva en exceso. Mike Burman estaba plantado delante suyo, con expresión pensativa, como si no quisiese que los limbeños vieran que los patrulleros tenían nervios.

Tenía otra razón para estar pensativo. Esta noche Mike Burman estaba a punto de creer en el Destino.

Los limbeños miraron al traje espacial. Uno lanzó un silbido.

* * *

Thorens dio un paso y en algún lugar de aquel calderón de pena, humillación y miedo en que se fundía su mente y su sistema nervioso ante las respuestas básicas animales, flotaron fragmentarios recuerdos de la última media hora que había vivido…

Otro paso.

Dejadle ir —una sombra se apartó—. Ya tiene bastante.

Uno más.

Un golpe… que cayó en algún lugar de su espalda.

Rompedle los riñones. No queremos matarle.

—Por favor, mátenme.

Hay partida de póker en casa de Charlie… ¿qué os parece?

Creí que buscabas a Cat Redfield para rebanarle.

Ah… no tengo ganas… vamos… marchémonos.

Un codazo en la espalda de Thorens y se desplomó. La sangre hirviente le hizo levantarse, dar un paso.

Las voces se desvanecieron.

Otro paso…

Caminar a través de la oscuridad. Caminar a través del dolor, caminar a través de la bruma, pasadas las sombras que eran las cosas semiconocidas; serpenteando por las calles relucientes de humedad, pasando ante las puertas iluminadas y las ventanas, pasando ante las columnas y torbellinos e irrupciones de lluvia, de luz de neón, bajo la potencia zumbante de los cables conductores, pasando más allá de las fábricas de juguetes cuyas altas chimeneas parpadeaban en lo alto con el humo de un rojo luminoso (y a través de las paredes un osito sonríe; una brillante bomba de incendios, montada en un coche, con apariencia tal de realidad que los faros destellan y las sirenas lanzaban su bramido; un monorraíl eléctrico describe ochos infinitos saliendo de la nada para ir a ninguna parte; un esbelto navío cohete prepara su curso para el despegue hacia un mundo mejor; un centenar de juegos alegres e inofensivos se desarrollan ruidosamente por sí mismos; un juego de química elabora una panacea, mientras que un juego de construcciones coloca la última jácena brillante en su puente a Cualquier parte; un vigilante nocturno de Limbo se despereza, botella en mano, rodeado por la respuesta aparente al ideal de cualquier muchacho… y a través de las paredes, un toque pensativo, un recuerdo adorable…)… y ahora, a lo largo de la cerca, por el polvo, a través de la arena, pasando fábricas cerradas que nunca verán el día de reabrirse, cruzando sombrías colinas oscuras y silenciosas montañas de escoria mineral, excrementos de la maquinaria, como esqueletos metálicos más allá del espacio-puerto, puerta para el Cielo, puerta sin llave, más allá de los hombres que miran con fijeza y que parpadean por una oscuridad nublada y se dan codazos uno a otro y ríen, más allá de la vista de hombres hablando, riendo, respirando, sus corazones latiendo e impulsando la sangre que marcha ruidosa por diminutas conducciones rodeada por músculos que murmuran uno contra otra mientras se reúnen para producir dolor… caminar más allá de la vida, o en torno a ella, o de cualquier manera, pero por su través, hacia algún otro lugar.

Caminar llorando, caminar sangrando, caminar sufriendo, a través y, luego, más allá del velo de los pensamientos que gobierna el pensamiento que mantiene real el Universo.

* * *

Un callejón, agua fangosa, fría, hasta los tobillos. Un callejón, en alguna parte lejos y detrás del mundo, conteniendo su rechazo, sus secretos, su historia sucia; un callejón, más cerca del pasado que una calle… en el oscuro lado del Ahora. Un edificio gris agazapado en la niebla… una ventana negra cubierta de suciedad… una búsqueda…

Ella.

Thorens, se detuvo, se tambaleó, miró con fijeza.

Ella.

Forma gigante aguardando contra la pared interna, recortándose en los reflejos de las luces del espacio-puerto, a través del camino, cuando un navío se prepara para llevarse diablos hasta el Cielo; y ahora podría ir y nadie le importaría, porque un ángel había caminado con amor cruzando las estrellas y el Universo había oído y ahora una forma gigante, fuerte, exudando calor, interés y solidez…

La mente de Thorens rebordeó el pensamiento, expulsándolo por entre las suturas de su cráneo.

Destrozar el cristal de la ventana… cortarse las manos… ¿Acaso alguien nota cuándo se hiere…? ¡Veamos! Hacia la enorme forma añorada y a esa sonrisa como el nacimiento del Sol: ¿Crees que mamita se perdió?

Thorens murmuraba. Su primer dolor después de la paliza. Yacía junto a ella. Su cabeza descansaba en el amplio hombro su nariz en el hoyo del gran cuello. Al exterior, el cohete detonó, partió, fogonazo amarillo, iba deprisa, más deprisa, huyendo, ecos.

—¡Mamá! ¡Qué gran ruido!

—Todo estaba bien, querido.

Frotándose la mejilla contra el brillante brazo derecho, su mano izquierda detrás de la espalda de ella… notando la fría y segura fuerza.

Cerca puertas, escotillas, ventanales, persianas, sentinas, diques, puertas rápidas… párpados cerrados y todo lo del exterior. Imágenes a través de un caleidoscopio. Montañas blancas con cumbres de un azúcar rosado… tableros de ajedrez en forma de campos verdes, árboles fragantes y animalitos que miran con fijos ojos brillantes y amistosos. La infancia era un lugar maravilloso, incluso para recordar. Arropado con la manta para estar caliente y con el enterrador viniendo; las costillas del firmamento llegando hasta la cintura, una lluvia brillante y el mundo rebanado en (feliz) cumpleaños (para ti), como si fuese un pastel o un pavo asado; la voz cantarina que se alza y el puente de Londres que se vuelca final y para siempre en el Támesis, entre olas de salpicones de añoranzas.

Calor. Patitas arrastrándose en torno a la barriguita. El dedo metido en la boca inerte. ¡Es la viva imagen de su madre! ¡Oh, mirad! ¡Se sonríe!

* * *

—¿Qué diablos es todo este escándalo?

—Viene de aquí. El traje.

—Estáis locos.

Escuchen.

—Abran las pinzas del abdomen.

—Ábranlas ustedes.

—Ya están —gruñido—. ¿Qué diablos? Algo más las mantiene cerradas desde dentro —gruñido más fuerte.

—¿Qué hace ahí adentro?

—¡Mírenle la cara!

—¡Eh… sal… estúpido, sal de ahí! —pausa—. ¡Me mordió! —maldito— que alguien llame a la patrulla… (¡Plaf!).

—¡Wa-aa-a-a-aaa-a-a-a!

Dos coches de la Patrulla a través de la luz del crepúsculo en el ululante Código Tres. Riendo, los limbeños charlan, divertidos por la cesárea del acero. Una batalla de media hora… enfermiza ternura y genios coléricos sueltos.

Nunca en su vida el teniente Mike Burman dejó de soñar en el gimiente, pataleante y sudoroso feto gigante nacido dentro del traje espacial de Svenson.

Jerome Bixby (1923-1998)