El hombre que me cortó el pelo

Me llamo Judith Lee. Soy profesora de sordomudos. Les enseño mediante lo que se llama el sistema oral, es decir, el sistema de lectura de labios. Cuando las personas pronuncian una palabra de forma correcta siempre hacen los mismos movimientos con los labios, de modo que, aunque no se oiga ningún sonido, solo hay que observar con atención para saber lo que dicen. Por supuesto, hace falta práctica, y algunas personas lo hacen mejor y con más rapidez que otras. Supongo que debo de tener una maña especial, porque no recuerdo ninguna ocasión en la que, simplemente observando a cierta distancia a unas personas hablando, sin importar la distancia siempre que los viera con claridad, no supiese qué decían. En mi caso el don, o la maña, o lo que sea, es hereditaria. Mi padre era profesor de sordomudos; tenía mucho éxito en su trabajo. Creo que su padre fue uno de los creadores del sistema oral. Mi madre, cuando se casó, padecía un defecto del habla que la hacía casi muda; a pesar de ser sorda como una tapia, adquirió tanta pericia en leer los labios que no solo distinguía qué decían los demás, sino que consiguió hablar ella también, de forma audible, aunque no podía percibir su propia voz.

Así que, como ven, he vivido toda mi vida en un ambiente en que se leían los labios. Cuando la gente, como suele ocurrir, piensa que mi habilidad roza lo maravilloso, yo siempre explico que de eso nada: el mío es simplemente un caso que ilustra que la práctica lleva a la perfección. Mi habilidad es, de alguna manera, casi equivalente a otro sentido. Me ha llevado a las situaciones más singulares y ha sido causa de muchas aventuras de veras extraordinarias. Les contaré una que tuvo lugar cuando yo era pequeña y cuyos detalles nunca se han borrado de mi memoria.

Mi madre y mi padre estaban en el extranjero, y yo, en compañía de algunos viejos criados de confianza, me había quedado en una pequeña casa de campo que teníamos. Supongo que yo debía de andar entre los doce y los trece años de edad. Volvía en tren a la casa de campo después de haberles hecho una breve visita a unos amigos. En mi compartimento había dos personas además de mí: una anciana, sentada enfrente mía, y al otro lado de su asiento, un hombre. La mujer se bajó en una estación no muy lejana a casa; entró un hombre y se colocó junto al otro que ya estaba allí. Me di cuenta de que se conocían, porque comenzaron a charlar.

Llevaban varios minutos hablando en una voz tan queda que no solo no se oía lo que decían, sino que apenas se distinguía que hablaran. Pero para mí era lo mismo; aunque hablasen en los susurros más inaudibles, yo solo tenía que mirarlos a la cara para enterarme de lo que decían. De hecho, levanté por casualidad la mirada de la revista que estaba leyendo y vi que el hombre que había estado allí desde el principio le decía al otro algo que me hizo dar un respingo. Lo que dijo fue lo siguiente (solo vi la última parte de la frase):

—… Myrtle Cottage; tiene un viejo mirto enorme en el jardín delantero.

El otro hombre dijo algo, pero como tenía la cara vuelta hacia el otro lado no vi qué era; habló en un tono tan ahogado que no había posibilidad alguna de oírlo. El primer hombre (al que le veía la cara) contestó:

—Se llama Colegate. Es un solterón que usa la casa de campo para el verano. Lo conozco bien; todos los comerciantes lo conocen. Tiene algunas de las mejores piezas de plata de Inglaterra. Hay un salero de la época de Carlos II que alcanzaría las veinte libras por onza en cualquier sitio.

El otro se incorporó en su asiento y sacudió la cabeza, con la mirada clavada frente a él, de modo que pude ver lo que decía, a pesar de que habló solo en un susurro.

—La plata antigua no es mejor que la nueva; solo puede fundirse.

Su interlocutor pareció irritarse.

—¡Fundirse! No digas tonterías; no sabes de qué estás hablando. Puedo deshacerme de la plata antigua consiguiendo buen precio con coleccionistas de todo el mundo; no hacen demasiadas preguntas cuando piensan que han encontrado una ganga. Por lo que hay en Myrtle Cottage podemos sacar al menos unas mil libras, y me sorprendería que no fuese más.

Su interlocutor debió de mirarme mientras yo observaba hablar a su compañero. Era un hombre de pelo claro, con ojos azul claro y un rostro bastante agradable. Le susurró a su amigo:

—Esa niña infernal no deja de mirarnos, como si fuera toda ojos.

—Que mire. Total, para lo que le va a servir… No puede oír ni una palabra. ¡Mocosa ojos de sapo!

No sabía qué quería decir con aquello de «ojos de sapo», y es verdad que no oía; pero resultó que no era necesario que hiciese tal cosa. Me parece que el otro sospechaba, porque respondió con un susurro más quedo aún que los anteriores, si era posible:

—Me encantaría retorcerle ese pescuezo delgaducho y tirarla a la vía.

Me daba la impresión de que era capaz de hacerlo; le asomó una mirada tan desagradable a los ojos que me llevé un enorme susto. Después de todo, estaba a solas con ellos; era bastante pequeña, le habría resultado muy fácil llevar a la práctica su deseo. Así que devolví la mirada a la revista y dejé de observar el resto de la conversación.

Pero había oído, o más bien visto, suficiente para hacerme pensar. Conocía bastante bien Myrtle Cottage y el gran mirto; no quedaba demasiado lejos de casa. Y conocía al señor Colegate y su colección de plata antigua, sobre todo aquel salero de Carlos II del que estaba tan orgulloso. ¿Qué interés presentaba para aquellos dos hombres? ¿Habría llegado el señor Colegate a la casa de campo? No estaba allí cuando yo me marché. ¿O habrían ido el señor y la señora Baines, que le guardaban la casa? Era tan joven y simple que no se me pasó por la cabeza que hubiese algo siniestro en los dos caballeros susurrantes.

Ambos se apearon en la estación que precedía a la nuestra. La nuestra era un pequeño apeadero de pueblo, con andén solo a un lado de los raíles; la estación en la que se bajaron correspondía a un lugar importante: la ciudad comercial de la zona. No volví a pensar en ellos, pero sí en el señor Colegate y en Myrtle Cottage. Dickson, nuestra ama de llaves, dijo que le parecía que no había nadie en la casa, pero reconoció que no estaba segura. Así que, después del té, salí a dar un paseo, sin decirle una palabra a nadie (Dickson tenía la molesta costumbre de querer saber exactamente dónde ibas). Mi paseo me llevó a Myrtle Cottage.

La casa se alzaba en un punto aislado, al otro lado de los terrenos de Woodbarrow Common. Desde la carretera apenas se veía la casa, porque era pequeña. Cuando entré en el jardín y vi que la ventana de la sala principal estaba abierta, como es natural llegué a la conclusión de que debía de haber alguien allí. Me dirigí rápidamente a la ventana; tenía gran confianza con todos los habitantes de la casa, nunca se me habría ocurrido anunciar mi presencia de modo formal, así que miré al interior. Pero me llevé una buena sorpresa.

En la habitación se hallaba el hombre del tren, el hombre que estaba sentado primero en el compartimento. Tenía ante él lo que parecía la colección de plata del señor Colegate al completo extendida en la mesa, y en aquel preciso instante sostenía en sus manos la joya de la colección: el salero Carlos II. Yo me había movido con mucho sigilo para coger al señor Colegate (si es que se trataba de él) por sorpresa; pero aunque hubiese hecho ruido, dudo que aquel hombre me hubiese oído, dado lo absorto que estaba en aquel objeto, la niña de los ojos del señor Colegate.

No sabía qué hacer con todo aquello. No sabía qué pensar. ¿Qué hacía allí aquel hombre? ¿Qué debía hacer yo? ¿Debería hablar con él? Estaba intentando decidir algo cuando alguien me levantó del suelo por detrás y, cogiéndome la garganta con la mano, me la apretó con tal fuerza que me hizo daño.

—Si haces el menor ruido te asfixio hasta matarte. No te engañes, soy capaz.

Pronunció aquellas palabras con bastante fuerza, aunque no a gritos, pues habló muy cerca de mi oído. Yo apenas podía respirar, pero aún podía ver, y vi que quien me tenía cogida de un modo tan horrible por la garganta era el segundo hombre del tren. El reconocimiento pareció ser mutuo.

—¡Pero si es la mocosa infernal! Parecía ser toda ojos en el vagón, y parece que también era toda oídos.

Su compañero se había acercado a la ventana.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Quién es esa niña que llevas cogida?

Mi captor me hizo volver el rostro para que el otro lo mirase.

—¿No lo ves tú mismo? Ya te dije que tenía la sensación de que estaba escuchando.

—No podría oír aunque lo intentase; nadie podría haber oído lo que decíamos. Pásamela. —Me hizo atravesar la ventana hasta los brazos de su compañero, que me apretó la garganta con la misma fuerza.

—¿Quién eres? —preguntó—. Te daré una oportunidad para responder, pero si intentas gritar te retorceré el pescuezo.

Relajó la presión lo justo para permitirme responder si así lo deseaba. Pero yo no quería. Guardé un completo silencio.

—¿Para qué perder el tiempo? Rebánale la garganta y acabemos con esto —dijo su compañero.

Cogió un cuchillo de aspecto terrible, con un filo de dieciocho pulgadas de longitud, que yo conocía muy bien. Formaba parte de la colección del señor Colegate por su mango de plata maciza, con un labrado precioso. Había pertenecido a uno de los antiguos líderes escoceses; a veces el señor Colegate me ponía la piel de gallina contándome las atrocidades para las que se suponía que se usaba en aquella época antigua y sanguinaria carente de leyes. Sabía que lo conservaba en buenas condiciones, con el filo tan cortante como una cuchilla. Así que se imaginarán cómo me sentí cuando el hombre balanceó el filo junto a mi garganta, tan cerca de la piel que casi me arañaba.

—Antes de cortarle el cuello —observó su compañero— habrá que atarla. No nos dará mucho trabajo. Este trozo de cuerda servirá.

Tenía en las manos algo que me parecía un trozo de cuerda para tender. Entre los dos me ataron con ella a una gran silla de roble y me apretaron tanto que pensaba que la cuerda me cortaría y, para que no pudiera chillar de dolor, el hombre de ojos azules me anudó algo en la boca de un modo que me impedía pronunciar sonido alguno. Luego volvió a amenazarme con el cuchillo, y justo cuando pensaba que me iba a cortar el cuello me agarró el pelo, que, por supuesto, me colgaba sobre la espalda, y me cortó toda la mata con aquel horrible cuchillo.

Si en ese momento hubiese podido, creo que le habría clavado el cuchillo. Me volví medio loca de rabia. Había destruido algo que era casi lo más querido en el mundo para mí, no por el amor que yo sentía hacia mi pelo, sino por el que sentía mi madre. Esta me decía a menudo: «La gloria de una mujer es el pelo», y siempre añadía que el mío era muy bonito. Lo único seguro es que tenía gran cantidad. Ella se sentía tan orgullosa de mi pelo que me había contagiado el sentimiento. ¡Y pensar que aquel hombre me lo había robado de manera tan horrible! Creo de veras que en aquel momento podría haberlo matado.

Supongo que advirtió la furia que me poseyó, porque se rio y me golpeó en la cara con mi propio pelo.

—Estoy pensando en hacer que te lo tragues —dijo—. No me ha costado mucho cortártelo, pero te rebanaré el cuello aún más rápido al menor movimiento, querida.

Su compañero le dijo:

—No puede moverse y no puede emitir ni un sonido tampoco. Déjala tranquila. Ven aquí y concéntrate en nuestros asuntos.

—Ya le enseñaré yo —respondió el otro, levantando el pelo por encima de mi cabeza y dejando que cayese sobre mí.

Procedieron a envolver cada una de las piezas de la colección del señor Colegate en papel de seda, y luego metieron todas las piezas en dos bolsas de forma extraña; debían de pesar lo suyo. Solo entonces me di cuenta de lo que estaban haciendo: estaban robando la colección del señor Colegate; iban a llevársela. Me poseyó una terrible furia al verme allí sentada, indefensa, sin poder hacer nada más que observarlos. El dolor me hacía sufrir, pero la ira aún más. Cuando el hombre que me había cortado el pelo se dirigió a la ventana con una de las bolsas cogida con las dos manos (era todo lo que podía cargar), le dijo a su compañero, echándome una mirada:

—¿No sería mejor que le cortase el cuello antes de marcharme?

—Pues hala, ve —respondió su compañero—; te está esperando. —Luego bajó la voz y lo vi decir—: Y ahora, ¿recuerdas qué hay que hacer? —El otro asintió—. A ver, dime.

El hombre que me había cortado el pelo volvió la cara hacia mí. Acercó mucho los labios al otro y habló en un susurro tan quedo que nunca pensó que pudiese alcanzar mis oídos.

—Cotterill, guardarropa de Victoria Station, línea de Brighton.

El otro susurró:

—De acuerdo. Mejor apúntalo, no queremos confusiones.

—No temas, no se me va a olvidar.

Y entonces repitió las mismas palabras:

—Cotterill, guardarropa de Victoria Station, línea de Brighton.

Murmuró aquello con tanto afán que supe con seguridad que había algo importantísimo en aquellas palabras; para cuando las repitió por segunda vez se me habían quedado grabadas en la mente tanto como lo estaban en la suya. Salió por la ventana y su compañero le pasó su bolsa; luego me dedicó unas palabras de despedida.

—Siento no poder llevarme un rizo tuyo conmigo; quizá vuelva pronto a por uno.

Después se marchó. ¡Si hubiese sabido la ira que inflamaba mi corazón! La alusión a mis rizos profanados no hizo sino acalorarme más. Su compañero no me prestó ninguna atención cuando se quedó solo. Siguió asegurando su bolsa, registró la habitación, como buscando algo que se les hubiese pasado por alto, y después, cargado con la bolsa que contenía la otra mitad de la colección del señor Colegate, franqueó la puerta, ignorando mi presencia como si nunca hubiese existido. No puedo decir qué hizo después; no volví a verlo; me quedé sola… toda la noche.

Menuda nochecita. No tenía miedo; puedo decir, con la mano en el corazón, que pocas veces he tenido miedo de algo (supongo que es una cuestión de temperamento), pero estaba muy incómoda, me sentía muy desgraciada y cada momento que pasaba el dolor que me ocasionaban las ataduras parecía crecer. Creo de veras que lo único que me permitió mantenerme consciente durante la noche fue la repetición constante de aquellas crípticas palabras: «Cotterill, guardarropa de Victoria Station, línea de Brighton». En medio de tantos apuros me sentí contenta de que lo que alguna gente llama mi curioso don me hubiese permitido ver algo que, estaba segura, no iba destinado a mi conocimiento. No tenía ni la menor idea de lo que podían significar esas palabras; en sí mismas parecían tonterías. Pero estaba tan segura de que escondían algo de peso que no dejaba de repetirlas una y otra vez por miedo a que se me escapasen de la memoria.

No sé si llegué a cerrar los ojos; de lo que estoy segura es de que no dormí. Vi que los primeros destellos de luz introducían el alba de la mañana y supe que había salido el sol. Me pregunté qué estarían haciendo en casa, entre repetición y repetición de la frase misteriosa. ¿Me estaría buscando Dickson? Entonces deseé haberla informado de adónde iba; así podría albergar alguna idea de dónde buscar. Tal y como estaban las cosas, no se le ocurriría nada. Tenía unos amigos a tres o cuatro millas de distancia; a veces iba a tomar el té con ellos y en ocasiones me quedaba allí a pasar la noche sin avisar a nadie. Me temo que mis costumbres eran erráticas ya desde niña. Dickson podría creer que estaba con ellos y, si era así, ni siquiera se molestaría en buscarme. En ese caso tendría que quedarme donde estaba durante días.

No sé qué hora era, pero me parecía que había amanecido hacía siglos y que el día debía de estar a punto de tocar a su fin cuando oí pasos fuera de la ventana abierta. Me encontraba casi en un estado de sopor, pero aún tuve la conciencia necesaria para preguntarme si no sería el hombre que me había cortado el pelo, que volvía para cortarme el cuello. Mientras observaba el marco abierto, el corazón empezó a latirme con un vigor que no conocía desde hacía tiempo. Cuál no sería mi alivio cuando al otro lado apareció el rostro del señor Colegate, el propietario de Myrtle Cottage. Intenté gritar (de alegría), pero la mordaza que me cubría la boca me impidió articular ni un sonido.

Nunca olvidaré la mirada que asomó al rostro del señor Colegate cuando me vio. Posó las manos en el alféizar como si se preguntase cómo era que la ventana estaba abierta; luego miró al interior y dio un brinco al verme.

—¡Judith! —exclamó—. ¡Judith Lee! ¡Pero si es Judith Lee!

Era un hombre bastante viejo, o eso me parecía a mí, pero dudo que un muchacho hubiese podido atravesar la ventana con más rapidez de lo que él lo hizo. Al momento se hallaba ya a mi lado, serrando mis ataduras con una navaja que había sacado del bolsillo. ¡Qué agonía me invadió cuando se aflojaron! Era peor que todo lo que había ocurrido antes. En el momento en que mi boca quedó libre, exclamé (aunque yo misma me quedé sorprendida por lo extraña y ronca que sonó mi voz al hablar):

—Cotterill, guardarropa de Victoria Station, línea de Brighton.

En cuanto esas palabras misteriosas brotaron de mi pobre garganta reseca, me desmayé; el dolor que sufría y la tensión que había padecido resultaron ser demasiado para mí. Fui débilmente consciente de que me desplomaba en brazos del señor Colegate, y luego ya no supe nada más.

Cuando recuperé la consciencia estaba en la cama. En mi cabecera estaba Dickson; y el doctor Scott, y el señor Colegate, y Pierce, el policía del pueblo, y un hombre que era detective, según me enteré más tarde; lo habían enviado urgentemente desde una ciudad vecina. Me pregunté dónde estaba, y entonces vi que me hallaba en una habitación de Myrtle Cottage. Me incorporé en la cama, levanté las manos… Y entonces me vino todo a la memoria.

—¡Me cortó el pelo con el cuchillo de MacGregor! —MacGregor era el nombre del jefe de las Tierras Altas a quien pertenecía aquel temible cuchillo, según el señor Colegate.

Cuando lo recordé todo, me di cuenta de lo que había ocurrido, y noté lo rara que me parecía mi cabeza sin su habitual tocado; no paré hasta que no me trajeron un espejo. Cuando contemplé mi aspecto, la rabia que me había poseído en el momento de producirse el ultraje me atravesó con más fuerza que nunca. Antes de que pudiesen detenerme o incluso adivinar lo que iba a hacer había salido de la cama y estaba de pie ante ellos. Aquel murmullo críptico regresó, como por propia iniciativa; brotó de mis labios.

—¡Cotterill, guardarropa de Victoria Station, línea de Brighton! ¿Dónde está mi ropa? ¡Allí está el hombre que me cortó el pelo!

Me miraron. Creo que por un momento pensaron que lo que había sufrido me había perturbado el cerebro y que me había vuelto loca. Pero pronto dejé clarísimo que no se trataba de nada por el estilo. Les conté mi historia con toda la velocidad que pude; imagino que les aclaré las cosas. Luego les hablé de las palabras que había visto pronunciar en un susurro tan solemne y de mi certeza de que escondían algo de importancia.

—Cotterill, guardarropa de Victoria Station, línea de Brighton. Allí está el hombre que me cortó el pelo, y ahí es donde voy a capturarlo.

El detective admitió complacido que quizá hubiese algo de verdad en mi teoría, y que merecería la pena acudir a Victoria Station para ver qué significaban aquellas palabras. No paré hasta convencerlos de acudir de inmediato. Estaba segura de que cada minuto contaba y de que si no nos dábamos prisa llegaríamos demasiado tarde. Convencí al señor Colegate; por supuesto, estaba casi tan impaciente por recuperar su colección como yo lo estaba por quedar en paz con el malhechor que me había trasquilado los rizos. Así que el señor Colegate, el detective y una niña nerviosa y prácticamente sin pelo pusimos rumbo a la ciudad en el primer tren que pudimos coger.

Cuando llegamos a Victoria Station nos encaminamos directamente al guardarropa, y el detective le dijo a una de las personas del otro lado del mostrador:

—¿Hay aquí un paquete a nombre de Cotterill?

No respondió la persona a la que se había dirigido, sino otro hombre que estaba de pie junto a ella.

—¿Cotterill? Acaban de llevarse un paquete a nombre de Cotterill: una bolsa de viaje, hace apenas medio minuto. Deben de haberse cruzado con él mientras venían. No puede haberse perdido de vista. —Inclinado sobre el mostrador, ojeó el andén—. Allí está: alguien se acerca a hablar con él ahora mismo.

Vi a la persona a la que se refería: un hombre más bien bajo con un traje gris claro que llevaba una bolsa de viaje de piel marrón. También vi a la persona que iba a hablar con él; y allí dejé de tener ojos para el hombre que llevaba la bolsa. Prorrumpí en exclamaciones.

—¡Ese es el hombre que me cortó el pelo! —grité. Corrí todo lo rápido que pude por el andén. No puedo decir si el hombre me oyó o no; supongo que hablé en voz bastante alta; pero echó una mirada en mi dirección y cuando me vio no cupo la menor duda de que se acordaba. Le susurró algo al hombre de la bolsa. Yo me encontraba lo bastante cerca para ver, aunque no para oír, lo que decía. A pesar de la rapidez con la que movía los labios, lo vi con bastante claridad.

—Bantock, 13 de Harwood Street, Oxford Street. —Eso fue lo que dijo, y nada más hacerlo, se volvió y salió huyendo… de mí; yo estaba segura de que huía de mí, y me proporcionó una enorme satisfacción saber que el mero hecho de verme había provocado su escapada. Era consciente de que el señor Colegate y el detective venían a un paso bastante rápido tras de mí.

El hombre de la bolsa, al ver que su compañero ponía pies en polvorosa sin advertirle de nada, miró a su alrededor para ver lo que había causado tan veloz huida. Supongo que me vio a mí, al detective y al señor Colegate, y sacó sus propias conclusiones. Soltó la bolsa de mano como si estuviese al rojo vivo y corrió. Corrió con tanta determinación que no pudimos atraparlo, ni a él ni al hombre que me había cortado el pelo. La estación estaba llena de gente, acababa de llegar un tren. La multitud que salía de él cubría el andén con un hormigueo de figuras en movimiento que hicieron las veces de capa para aquellos angustiados caballeros: se escabulleron sin ser vistos. Pero conseguimos la bolsa; y, después de que uno de los agentes de la estación llegara al escenario, nos condujeron a un apartado donde, tras ofrecer las explicaciones convenientes, examinamos la bolsa y su contenido.

Por supuesto, nos habíamos dado cuenta desde el primer momento de que no era posible que la colección del señor Colegate se hallase en la bolsa, porque no era lo bastante grande. Cuando se vio lo que había en su interior se generó cierto revuelo. Rebosaba de prendas de vestir femeninas. De casi todas las prendas, al sacarlas de la bolsa, caían al suelo joyas que se hallaban envueltas en ellas. ¡Qué joyas! No pueden imaginarse el muestrario que formaban al disponerlas sobre la mesa cubierta de piel, ni nuestra cara al mirarlas.

—Esto no parece mi colección de plata antigua —observó el señor Colegate.

—No —corroboró un hombre grande y de hombros anchos, del que después sabría que era un conocido detective londinense a quien nuestro detective había invitado a unirse a nosotros.

—Esto no parece su colección de plata antigua, señor; parece, si me disculpa, algo que merece más la pena encontrar. A no ser que me equivoque, estas son las joyas de la duquesa de Datchet, algunas de las cuales lució en la última recepción, y que le fueron sustraídas tras su regreso. La policía de toda Europa lleva buscándolas más de un mes.

—Esta bolsa lleva aquí casi un mes. La persona que la recogió pagó cuatro libras y seis peniques por el servicio de guardarropa: dos peniques al día durante veintisiete días.

El empleado del guardarropa había venido con nosotros al apartado; fue él quien pronunció aquellas palabras.

—¿Que pagó cuatro libras y seis peniques, ha dicho? Bueno, merecía la pena, sobre todo para nosotros. Bien, y ahora si pudiera ponerle las manos encima al individuo que dejó la bolsa en el guardarropa, quizá tuviese unas cuantas palabras que decirle.

Yo había estado mirando con unos ojos como platos cómo desenvolvían el contenido de la bolsa. Había prestado oídos a lo que decía el detective; cuando hizo la observación sobre ponerle las manos encima a la persona que había depositado la bolsa en el guardarropa, me vino a la cabeza lo que había visto que el hombre que me había cortado al pelo le susurraba antes de huir a su compañero, el que llevaba la bolsa. La críptica frase que lo había visto pronunciar mientras estaba inmovilizada en la silla había resultado estar llena de sentido; quizá las palabras que, incluso en el momento de huir, se había visto obligado a murmurar corriesen la misma suerte. Aventuré una observación, la primera que hacía, en un tono lleno de modestia.

—Creo que sé dónde podríamos encontrarlos; no estoy segura, pero eso creo.

Todos los ojos se volvieron hacia mí. El detective exclamó:

—¿Cree que lo sabe? Como no nos ha dado tiempo ni a pensarlo, si fuese usted tan amable de decirnos lo que cree, señorita, podría sernos de utilidad, ¿no le parece?

Reflexioné. Quería elegir las palabras exactas.

—Podemos hacer un intento… —Hice una pausa para asegurarme—. Bantock, 13 de Harwood Street, Oxford Street.

—¿Y quién es Bantock? —preguntó el detective—. ¿Qué sabe de él?

—No sé nada en absoluto sobre él, pero vi que el hombre que me cortó el pelo se lo susurró al otro justo antes de huir, «Bantock, 13 de Harwood Street, Oxford Street». Lo vi con bastante claridad.

—¿Que lo viste susurrar? ¿Qué quiere decir esta muchacha con que lo vio susurrar? Señorita, debía de estar usted al menos a cincuenta pies. A esa distancia, ¿cómo iba a oír un susurro, y más en medio del ruido del tráfico?

—No he dicho que lo oyese, he dicho que lo vi. No necesito oír para saber lo que está diciendo una persona. Acabo de verle a usted murmurándole a este otro señor: «La jovencita parece ir camino de convertirse en un personaje singular».

El detective de Londres miró a nuestro detective. Parecía perplejo.

—Pero cómo… No entiendo cómo lo ha oído; si apenas era un hilo de voz.

El señor Colegate explicó la situación. Tras escucharlo, todos parecían estupefactos, y me miraron como me mira la gente hasta ahora: como si fuese un bicho raro y asombroso.

—Nunca he oído algo parecido. Me recuerda mucho a eso que la gente anticuada llama «magia negra» —dijo el detective londinense.

A pesar de ser detective no debía de ser una persona muy inteligente; si no, no diría tonterías de ese calibre. Luego añadió, poniendo énfasis en la palabra «visto»:

—¿Qué has dicho que lo has visto susurrar?

Negocié antes de decírselo.

—Se lo diré si me deja ir con usted.

—¿Dejarla venir conmigo? —Me miró con mayor insistencia—. ¿Qué quiere decir la niña?

—Su presencia —interrumpió el señor Colegate— podría sernos útil para reconocer a los individuos. No nos estorbará; no podrá perjudicarnos que la deje venir.

—Si no me promete dejarme ir, no le diré nada.

El hombre se rio. Parecía encontrarme divertida; no sé por qué. No entendía cómo me sentía yo respecto a mi pelo, y hasta qué punto deseaba vérmelas con el hombre que me había causado lo que me parecía un daño irreparable; supongo que doy la impresión de ser muy vengativa. No creo que fuese solo una cuestión de venganza; quería justicia. El detective sacó una gran libreta.

—Muy bien, es un buen trato. Dígame lo que le vio susurrar y vendrá. —Así que se lo volví a decir, y él lo anotó—. «Bantock, 13 de Harwood Street, Oxford Street». Conozco Harwood Street, aunque no conozco al señor Bantock. Pero parece que reside en un número que generalmente se cree que trae mala suerte. Permítanme que envíe un mensaje a Scotland Yard, podríamos necesitar refuerzos. Luego le haremos una visita al señor Bantock, si es que existe dicha persona. Esta historia me parece un poco descabellada.

Creo que incluso entonces dudaba que hubiese visto lo que decía haber visto. Cuando nos pusimos en marcha me entraron muchos nervios, porque me di cuenta de que si íbamos dando palos de ciego, y resultaba que no había ningún Bantock, aquel detective londinense dudaría de mí más que nunca. Y, por supuesto, no podía estar segura de que existiese tal persona, a pesar de que me tranquilizaba saber que existía Harwood Street. Nos metimos en un coche: los dos detectives, el señor Colegate y yo. Habíamos recorrido cierta distancia cuando el coche se detuvo.

—Esto es Harwood Street; le he dicho al conductor que se detenga en la esquina. El resto del camino lo haremos andando. Un coche podría despertar sospechas; nunca se sabe —dijo el detective londinense.

Era una calle llena de tiendas. El número 13 resultó ser una especie de mezcla entre tienda de curiosidades y joyería; un lugar de aspecto bastante respetable, y en la parte superior del escaparate se leía el nombre «Bantock».

—Bueno, parece que sí hay un Bantock —dijo aquel hombretón; yo también me quité un peso de encima cuando vi el nombre.

Justo en el momento en que llegábamos a la tienda, un coche se detuvo y salieron cinco hombres, a los que el detective de Londres pareció reconocer con sentimientos encontrados.

—Esto nos chafa el espectáculo —exclamó. No sabía a qué se refería—. Despiertan sospechas, como mínimo. Entremos.

Y allí fuimos: primero el detective, y yo siguiéndole los talones. Había dos jóvenes, uno junto a otro, tras el mostrador. En cuanto aparecimos vi que uno le susurraba a otro:

—¡Da la señal de alarma! ¡Son polis!

No sabía qué quería decir exactamente, pero supuse lo bastante para exclamar:

—¡Que no se mueva! ¡Va a dar la señal de alarma!

Los jóvenes estaban tan estupefactos (debían de estar bastante seguros de que podía oírlos) que ambos se quedaron inmóviles, mirando; antes de que pudieran superar su sorpresa, un detective tenía a cada uno cogido por un hombro (los que habían venido en el segundo coche eran detectives).

Había una puerta en la parte trasera de la tienda; el detective londinense la abrió.

—Aquí hay una escalera; será mejor que subamos, a ver quién hay arriba. Ustedes, muchachos, manténganse alerta, podríamos necesitarlos; si los llamo, acudan.

Subió las escaleras. Como antes, yo iba tan cerca de él como podía. En la parte de arriba de la escalera había un rellano al que daban dos puertas. Nos detuvimos y aguzamos el oído: de una de ellas llegaba el claro sonido de voces.

—Creo que esta es la nuestra —dijo el detective de Londres.

Abrió la puerta a través de la cual se oían las voces. Entró; yo seguía pisándole los talones. Dentro había varios hombres, no sabía cuántos ni me importaba: solo tenía ojos para uno. Dejé atrás al detective para acercarme a la mesa a la que estaban sentados algunos (otros estaban de pie), y estirando un brazo acusador señalé a uno de ellos.

—¡Ese es el hombre que me cortó el pelo!

Lo era, y bien que lo sabía. Debía de remorderle la conciencia; nunca habría pensado que un hombre adulto podría asustarse tanto al ver a una niña. Se aferró con las dos manos a un lado de la mesa; me miró como si fuese una terrible aparición, y no cabía duda de que para él lo era. Solo haciendo un esfuerzo consiguió hacer uso de su voz.

—¿Será posible? —exclamó—. ¡Si es la niña infernal!

En la mesa, justo ante mí, distinguí algo que me resultaba muy familiar. Lo cogí.

—¡Y este es el cuchillo con el que lo hizo! —grité.

Así era; el filo histórico que una vez perteneció al sanguinario y, espero sinceramente, más o menos apócrifo MacGregor. Lo blandí en dirección al hombre, que tragaba saliva.

—Sabes que este es el cuchillo con el que me cortaste el pelo —dije—. Lo sabes.

Me atrevo a decir que debía de parecer una arpía, pero joven y bonita, con el pelo corto, los ojos poseídos por la rabia y aquel arma terrible en la mano. Al parecer no lo impresioné tanto como pretendía; al menos, su comportamiento no lo sugería.

—¡Por todos los demonios! —gritó—. ¡Ojalá le hubiese cortado también el cuello con él!

Tenía suerte de no haberlo hecho. Probablemente, a largo plazo, habría sufrido más por ello de lo que sufrió, a pesar de que no fue poco. Todo por haberme cortado el pelo. Si no lo hubiese hecho, no me cabe duda de que habría estado demasiado absorta en el dolor que me causaban las ataduras (mi piel pasó semanas marcada por la cuerda) como para prestar tanta atención a lo que hacían, tal como hice, espoleada por la furia. Era bastante posible que el susurro revelador me hubiese pasado inadvertido. Absorta en mi propio sufrimiento, habría dedicado muy poca atención a la críptica frase que acabó por ser su ruina. Fue el ultraje causado a mis rizos lo que me hizo aguzar mis facultades de observación. Más le valdría haberlos dejado en paz.

Aquella fue la mayor captura que la policía había conseguido desde hacía años. En solo una redada habían capturado prácticamente a todos los miembros de una banda internacional de ladrones buscados por la policía de todo el mundo. El robo de la colección de plata antigua del señor Colegate quedaba a la altura del betún en comparación con el resto de sus delitos. Y no solo detuvieron a los ladrones, sino que recuperaron los botines de un sinfín de robos.

Al parecer, se habían encontrado allí para repartir los beneficios anuales. Había una inmensa cantidad de propiedades de valor ante ellos en la mesa, y muchas más distribuidas por la casa. Aquellas joyas que estaban en la bolsa depositada en el guardarropa de Victoria Station iban a ser añadidas al fondo común (eso por no hablar de la colección de plata antigua del señor Colegate).

El hombre llamado Bantock, propietario del local del 13 de Harwood Street, resultó ser un conocido comerciante de piedras preciosas, joyería, curiosidades y todo tipo de objetos de valor. Poseía una inmensa riqueza; se demostró que había ganado una gran parte de su dinero comprando y vendiendo todo tipo de artículos robados. Antes de que la policía terminase con él quedó más que claro que había ejercido de mayorista de bienes robados, bajo diferentes alias, en la mitad de los países del mundo. Se le sentenció a una larga pena de prisión. No estoy segura, pero me parece que murió en la cárcel.

Todos los que se hallaban en esa habitación fueron a dar con sus huesos en la cárcel con diferentes condenas, incluido el hombre que me cortó el pelo (por no hablar de su compañero). En lo referente a los procedimientos judiciales, yo no aparecí en absoluto. En comparación con algunos de los delitos de los que eran culpables, el robo de la plata del señor Colegate era una minucia. No se les acusó para nada de él, así que no fue necesario mi testimonio. Pero cada vez que miraba mis exiguos rizos, que tardaron años en crecer hasta una longitud decente (me habían llegado hasta las rodillas, pero nunca volvió a ocurrir tal cosa), cada vez que me ponía delante de un espejo y presenciaba el curioso espectáculo que ofrecía mi cuero cabelludo trasquilado, parte de aquella antigua rabia que había poseído en un primer momento mi corazón volvía a inundarme, y sentía… lo que había sentido estando atada a aquella silla en Myrtle Cottage. Intenté consolarme, en mayor sintonía con el espíritu del Viejo Mundo que con el del Nuevo, pensando que, gracias a mi don, había sido capaz de vengarme de algún modo del hombre que, en un momento de salvajismo gratuito, me había desposeído de lo que debía ser la gloria de una mujer.

Richard Marsh (1857-1915)